El camino a Wigan Pier – Parte 1 – Capítulo 1

Hoy compartimos el primer capítulo de El camino a Wigan Pier, un libro de George Orwell (1984, Rebelión en la granja) en el que el autor intentó analizar la forma de vida de los obreros en la década del ´30 y terminó haciendo todo un testamento ideológico. Su traducción al español está descatalogada desde los años ´80. Pero hoy, gracias a la traducción de Marcelo Zabaloy, vuelve a ser posible leer la última visión política de un gran escritor en nuestra lengua. Los capítulos publicados pueden encontrarlos en este link. Ilustraciones de María Lublin.

PARTE I

I

El primer sonido en las mañanas era el taconeo de los zuecos de las molineras sobre los adoquines. Más temprano, supongo, había silbatos de fábricas los que nunca estuve despierto para oír.

Por lo común éramos cuatro en el dormitorio, un lugar asqueroso, con ese ruinoso aspecto transitorio de las habitaciones que no cumplen con su verdadera función. Años antes la casa había sido una vivienda ordinaria, y cuando los Brooker la ocuparon y la equiparon como tripería e inquilinato heredaron algunos de los muebles más inservibles y nunca tuvieron la energía como para sacarlos. Por lo tanto dormíamos en lo que todavía podía distinguirse como una sala de estar. Colgando del cielorraso había una pesada araña en la que el polvo era tan denso que parecía una piel. Y cubriendo la mayor parte de una pared había un horrible y enorme pedazo de basura, algo entre aparador y perchero, con montones de tallas y pequeños cajones y listones de espejo, y había una alfombra en un tiempo llamativa anillada por años de cubos de basura, y dos sillas doradas con asientos desfondados y uno de esos sillones de cerda pasados de moda en los que uno se desliza cuando se quiere sentar. La sala había sido transformada en dormitorio metiendo cuatro camas escuálidas entre estos otros escombros. 

Mi cama estaba en el rincón derecho más cerca de la puerta. A los pies de esta habían atravesado otra cama metiéndola bien a presión (tenía que estar así para que se pudiera abrir la puerta) así que yo tenía que dormir con las piernas recogidas; si las estiraba pateaba al ocupante de la otra cama en el final de la espalda. Era un señor mayor de nombre Mr. Reilly, una especie de mecánico y empleado ‘de nivel superior’ en uno de los pozos de carbón. Por suerte tenía que irse a trabajar a las cinco de la mañana, así que podía estirar las piernas y dormir un par de horas después que se iba. En la cama de enfrente había un minero escocés que se había lesionado en un accidente en el pozo (un enorme bloque de piedra lo aplastó contra el suelo y pasaron dos horas hasta que pudieron liberarlo), y había recibido una compensación de quinientas libras. Era un hombre robusto y apuesto de unos cuarenta años, con el cabello cano y bigote recortado, más parecido a un sargento mayor que a un minero, y se quedaba en cama hasta tarde, fumando una pipa corta. La otra cama era ocupada por una sucesión de viajantes de comercio, vendedores de publicidad y pregoneros que por lo general se quedaban un par de noches. Era una cama doble y la mejor del cuarto. Dormí en ella mi primera noche allí, pero me la quitaron por una maniobra para hacer sitio para otro inquilino. Creo que todos los recién llegados pasaron su primera noche en la cama doble, que era usada, por así decirlo, como anzuelo. Todas las ventanas estaban herméticamente cerradas, con una roja bolsa de arena trabada en la parte de abajo y a la mañana el cuarto apestaba como una jaula de hurón. Uno no lo notaba al levantarse, pero si salía del cuarto y volvía a entrar el olor lo recibía con un tortazo en la cara. 

Nunca descubrí cuántos dormitorios tenía la casa pero lo raro era que había un cuarto de baño desde antes de los Brooker. Abajo estaba la típica cocina comedor con su enorme fogón abierto ardiendo día y noche. Estaba iluminada sólo por una claraboya porque a un lado estaba el negocio y del otro lado la despensa, que daba a un oscuro sótano donde se almacenaba el mondongo. Bloqueando parcialmente la puerta de la despensa había un sofá deforme sobre el cual Mrs. Brooker, la dueña, yacía permanentemente enferma, adornada con mantas mugrientas. Tenía una cara ansiosa, grande y de un amarillo pálido. Nadie sabía con seguridad cuál era su problema; sospecho que el único problema real era lo mucho que comía. Enfrente del fuego siempre había un cordel con ropa húmeda y en el medio de la sala estaba la mesa grande de la cocina en la que comía la familia y todos los inquilinos. Nunca vi esta mesa completamente descubierta, pero vi sus diversos envoltorios en tiempos diferentes. Abajo de todo había una capa de viejos periódicos manchados con salsa Worcester, sobre esta una hoja pegajosa de hule blanco; encima una tela de sarga verde; encima un tosco mantel de hilo jamás cambiado y raramente recogido. Generalmente las migas del desayuno estaban todavía en la mesa a la hora de la cena. Solía reconocer a simple vista algunas migas y observar sus progresos yendo y viniendo por el mantel de un día para el otro. 

El negocio era una especie de salón estrecho y frío. En el exterior de la vidriera unas pocas letras blancas, resabios de viejos anuncios de chocolate se desparramaban como estrellas. Adentro había una losa sobre la cual yacían los grandes pliegos blancos de mondongo, y el polvo gris del floculante conocido como “mondongo negro”, y las fantasmagóricas patas de cerdo translúcidas, ya hervidas. Era el típico negocio de “mondongo y arvejas”, y no había mucho más en existencia excepto pan, cigarrillos y latas de conserva. Los “Tés” se promocionaban en la vidriera, pero si un cliente pedía una taza de té por lo común era disuadido con excusas. Mr. Brooker, aunque sin trabajo durante dos años, era minero de oficio, pero él y su esposa habían tenido distintos negocios paralelos toda su vida. En un tiempo habían tenido un pub , pero habían perdido su licencia por permitir el juego en su establecimiento. Dudo que alguno de sus negocios les haya rendido alguna vez; eran de la clase de personas que dirigen un negocio básicamente para tener algo sobre qué renegar. Mr. Brooker era un hombre oscuro, más bien pequeño, amargo, con pinta de irlandés y sorprendentemente sucio. Creo que jamás lo vi con las manos limpias. Como ahora Mrs. Brooker era inválida él preparaba la mayoría de las comidas, y como todas las personas con las manos permanentemente sucias, tenía una manera lenta, peculiarmente íntima de manipular las cosas. Si le daba a uno una rebanada de pan con manteca siempre tenía la huella de un pulgar negro. Incluso a la mañana temprano cuando bajaba al misterioso cubil detrás del sofá de Mrs. Brooker y sacaba el mondongo, sus manos ya estaban negras. Escuché terribles historias de otros inquilinos sobre el lugar donde se guardaba el mondongo. Decían que estaba lleno de escarabajos. No sé qué tan seguido recibían un nuevo pedido de mondongo, pero era muy de vez en cuando, ya que Mrs. Brooker solía usar esas fechas como referencia. ‘Déjame ver, cuando eso sucedió yo tenía tres lotes congelados’ (mondongo congelado), etc. A los inquilinos nunca nos daban de comer mondongo. En ese entonces pensaba que se debía a que el mondongo era muy caro; pero después pensé que era simplemente porque sabíamos demasiado al respecto. Noté que los Brooker nunca comían mondongo.

Los únicos inquilinos permanentes éramos el minero escocés,  Mr. Reilly, dos viejos jubilados y un desempleado en el PAC de nombre Joe –el tipo de persona sin apellido. El minero escocés era un pesado una vez que uno lo conocía. Como tantos hombres desempleados pasaba demasiado tiempo leyendo periódicos y si uno no lo desviaba podía pasarse horas hablando de cosas tales como el Peligro Amarillo, los asesinatos de baúl, la astrología y el conflicto entre la ciencia y la religión. Los viejos jubilados habían sido, como siempre, removidos de sus casas por el Means Test. Les pasaban a los Brooker los diez chelines de sus ingresos semanales y como contrapartida recibían la clase de pensión que se puede esperar por diez chelines; es decir, una cama en el altillo y de comida básicamente pan y manteca. Uno de ellos era del tipo ‘superior’ y se estaba muriendo de una enfermedad terminal –cáncer, supongo. Sólo salía de la cama los días que iba a cobrar la pensión. El otro, llamado por todos Old Jack, era un ex minero de setenta y ocho años que había trabajado por más de cincuenta años en los pozos. Era despierto e inteligente pero curiosamente parecía recordar sólo experiencias de la niñez y haber olvidado todo sobre la maquinaria moderna y los avances de la minería. Solía contarme cuentos sobre peleas con caballos salvajes en las estrechas galerías subterráneas. Cuando escuchó que yo estaba haciendo arreglos para bajar a varias minas de carbón se volvió burlón y aseguró que un hombre de mi talla (un metro noventa y uno) nunca podría afrontar ‘el viaje’; no tenía caso decirle que ‘el viaje’ era mejor de lo que solía ser. Pero era amable con todos y solía despedirse con un sonoro ‘¡Buenas noches, muchachos!’ mientras trepaba subiendo las escaleras hacia su cama en algún lugar debajo de las vigas. Lo que más admiraba de Old Jack era que nunca gorroneaba; por lo común se quedaba sin tabaco hacia el fin de semana, pero siempre se rehusaba a fumar el de otro. Los Brooker habían asegurado las vidas de los dos viejos jubilados con una de esas compañías de seis peniques por semana. Se dice que los oyeron preguntar ansiosamente al promotor de seguros ‘cuánto tiempo vivía la gente cuando tenía cáncer’. 

Joe, como el escocés, era un gran lector de diarios y se pasaba casi todo el día en la biblioteca pública. Era el típico desempleado soltero, con pinta de abandonado, una criatura francamente rotosa con una cara redonda, casi infantil en la que había una inocente expresión de niño travieso. Parecía más una criatura descuidada que un hombre adulto. Supongo que es la completa falta de responsabilidad lo que hace que tantos de estos hombres se vean más jóvenes de lo que son. Por la apariencia de Joe lo creí de unos veintiocho años y me sorprendí de saber que tenía cuarenta y tres. Tenía devoción por las frases altisonantes y estaba muy orgulloso de la astucia con la que había eludido casarse. A menudo me decía, ‘Las cadenas matrimoniales son un gran tema’, evidentemente sintiendo que esto era un comentario sutil y portentoso. Su ingreso total era de quince chelines por semana, y les pagaba seis o siete a los Brooker por su cama. A veces lo veía hacerse una taza de té en las hornallas de la cocina, pero el resto de sus comidas las compraba afuera; eran mayormente rodajas de pan con margarina y paquetes de pescado y papas fritas, supongo. 

Aparte de esto había una clientela flotante de viajantes de comercio de la clase más pobre, actores itinerantes –siempre comunes en el norte porque la mayoría de los pubs más grandes alquilan artistas de varieté los fines de semana– y promotores publicitarios. Los promotores publicitarios eran una clase que no conocía. Su trabajo me parecía tan desalentador, tan apabullante que me preguntaba cómo alguien podía tolerar semejante cosa siendo la cárcel una alternativa posible. En su mayoría eran contratados por semanarios o periódicos del domingo y se los mandaba de ciudad en ciudad, provistos de planos y con una lista de calles que debían ‘trabajar’ cada día. Si fallaban en obtener un mínimo de veinte órdenes por día, los echaban. Siempre y cuando mantuviesen sus veinte órdenes por día, recibían un pequeño salario –dos libras por semana, creo; en cualquier orden por encima de veinte tenían una mínima comisión. La cosa no es tan imposible como parece, porque en los barrios obreros cada familia recibe un semanario de dos peniques y lo cambia después de algunas semanas; pero dudo que alguien conserve un empleo de esos por mucho tiempo. Los periódicos contratan pobres infelices desesperados, oficinistas desempleados, viajantes de comercio y ese tipo de gente, quienes por un tiempo realizan frenéticos esfuerzos y mantienen sus ventas en un mínimo; después a medida que el mortífero trabajo los desgasta son despedidos y toman un lote nuevo. Llegué a conocer a dos que habían sido empleados por uno de los periódicos más notorios. Ambos eran hombres de mediana edad con familias a cargo y uno de ellos era abuelo. Estaban de pie diez horas por día, ‘trabajando’ sus calles asignadas y después ocupados hasta la noche llenando formularios en blanco para alguna estafa ideada por su diario –uno de esos ardides por los que le ‘dan’ un set de vajilla si uno contrata una suscripción de seis semanas y envía además una orden postal por dos chelines. El gordo, el abuelo, solía quedarse dormido con la cabeza apoyada en una pila de formularios. Ninguno de los dos podían afrontar la libra por semana que los Brooker les cobraban en concepto de pensión completa. Solían pagar una pequeña suma por sus camas y hacerse en un rincón de la cocina unas tímidas comidas con tocino, pan y margarina que almacenaban en sus valijas. 

Los Brooker tenían un gran número de hijos e hijas, la mayoría de los cuales hacía rato se habían ido de la casa. Algunos estaban en Canadá – ‘a Canadá’, como solía decir Mrs. Brooker. Había un solo hijo que vivía cerca, un enorme joven con cara de cerdo, empleado en un taller mecánico, quien venía seguido a la casa para comer. Su mujer estaba todo el día allí con sus dos criaturas, y la mayoría de las comidas y el lavado los hacía ella junto con Emmie, la novia de otro hijo que estaba en Londres. Emmie era una muchacha de pelo rubio, nariz filosa y aspecto triste que trabajaba en uno de los molinos por un salario de hambre, pero sin embargo pasaba todas las noches esclavizada en lo de los Brooker. Comprendí que el matrimonio estaba siendo continuamente diferido y probablemente nunca tuviera lugar, pero Mrs. Brooker ya se había apropiado de Emmie como su nuera y la regañaba de ese peculiar modo circunspecto y cariñoso que tienen los inválidos. Los otros quehaceres domésticos eran hechos o no hechos por Mr. Brooker. Mrs. Brooker apenas se levantaba de su sofá en la cocina (pasaba la noche allí como también el día) y estaba demasiado enferma como para hacer algo salvo comer de lo lindo. Mr. Brooker era el que atendía el negocio, les daba la comida a los inquilinos y les ‘arreglaba’ los dormitorios. Siempre moviéndose con increíble lentitud de una ocupación odiada a la siguiente. A menudo las camas estaban todavía sin hacer a las seis de la tarde, y a cualquier hora del día uno podía encontrarse con Mr. Brooker en las escaleras llevando un orinal repleto que sostenía con el pulgar bien sobre el borde. Por las mañanas se sentaba junto al fuego con un recipiente lleno de agua sucia, pelando papas en cámara lenta. Nunca vi a nadie que pudiera pelar papas con semejante aire de resentimiento contenido. Uno podía ver el odio por este ‘maldito trabajo de mujer’, como lo llamaba, fermentando dentro de él, una especie de jugo amargo. Era una de esas personas que pueden mascar sus rencores como si fuesen tabaco. 

Por supuesto, como yo pasaba bastante tiempo adentro, escuché todo sobre las aflicciones de los Brooker, y cómo todos querían estafarlos y lo desagradecidos que eran, y cómo el negocio no daba y el alquiler de cuartos apenas rendía. Según los parámetros locales no vivían tan mal, porque, en cierto modo que no entendí, Mr. Brooker le hacía trampa al Means Test y cobraba una asignación del PAC, pero su mayor placer era hablar de sus penurias con cualquiera que los escuchara. Mrs. Brooker solía lamentarse por horas, tirada en su sofá, un blando montón de grasa y autocompasión, diciendo las mismas cosas una y otra vez. ‘Parece que hoy en día no conseguimos clientes. No sé qué pasa. El mondongo ahí tirado días y días –¡un mondongo lindo como ese! Qué duro, ¿no le parece?’ etc., etc., etc. todos los lamentos de Mrs. Brooker terminaban con un ‘Qué duro, ¿no le parece?’ como el estribillo de una canción. Por supuesto era cierto que el negocio no daba. Todo el local tenía el inconfundible aire polvoriento y decrépito de los negocios decadentes. Pero habría sido en vano explicarles por qué nadie iba a su negocio, incluso si uno hubiese tenido la cara como para hacerlo; ninguno era capaz de entender que los moscardones del año pasado yaciendo panza arriba en la vidriera no son buenos para el negocio. 

Pero lo que realmente los atormentaba era la idea de esos dos viejos jubilados viviendo en su casa, ocupando lugar, devorando comida y pagando solamente diez chelines por semana. Dudo si estaban realmente perdiendo dinero con los viejos inquilinos jubilados aunque ciertamente el beneficio sobre diez chelines por semana debió haber sido muy pequeño. Pero según ellos los dos viejos eran como dos parásitos temibles que se les habían adosado y vivían de su caridad. A Old Jack apenas lo toleraban, porque estaba afuera la mayor parte del día, pero al postrado, de apellido Hooker, lo odiaban realmente. Mr. Brooker tenía un modo curioso de pronunciar su apellido, sin la H y con una U prolongada – ‘Uker’. Los cuentos que escuché sobre el viejo Hooker y su rebeldía, el fastidio de hacerle la cama, su manera de ‘esto no lo como’ y ‘eso no lo como’, su infinito desagradecimiento y, sobre todo, ¡la egoísta obstinación con la que se negaba a morir! Los Brooker ansiaban muy abiertamente que se muriera. Cuando eso sucediera por lo menos podrían cobrar el dinero del seguro. Parecían sentirlo allí, comiéndoles la sustancia día tras día, como si fuese un gusano vivo en sus vísceras. A veces Mr. Brooker levantaba la vista de su pelado de papas, me buscaba la mirada y sacudía la cabeza hacia el cielorraso con una mirada de indecible amargura, en dirección del dormitorio del viejo Hooker. ‘Es una m—-, ¿no es cierto?’, comentaba. No hacía falta decir más; ya había oído todo sobre el viejo Hooker. Pero los Brooker tenían resentimientos de uno u otro tipo contra todos sus inquilinos, incluso yo, sin duda. Joe, estando en el PAC, caía en la misma categoría de los viejos jubilados. El escocés pagaba una libra por semana, pero estaba adentro la mayor parte del tiempo y a ellos no les gustaba ‘que estuviera dando vueltas por la casa’, como decían. Los vendedores de publicidad estaban afuera todo el día, pero los Brooker le guardaban rencor por traerse su propia comida, e incluso Mr. Reilly, su mejor inquilino, estaba en desgracia porque Mrs. Brooker decía que la despertaba cuando bajaba las escaleras a la mañana. Ellos no lograban, se quejaban continuamente, conseguir la clase de inquilinos que querían –buenos ‘caballeros del comercio’ que pagaban pensión completa y estaban afuera todo el día. Su inquilino ideal hubiese sido alguien que pagase treinta chelines por semana y no volviera sino para dormir. He notado que la gente que alquila habitaciones casi siempre odia a sus inquilinos. Quieren su dinero pero los ven como intrusos y tienen hacia ellos una actitud curiosamente alerta y recelosa que en el fondo es una determinación de no permitir que el inquilino se sienta muy en su casa. Es un resultado inevitable del mal sistema por el que el inquilino debe vivir en la casa de otro sin ser uno de la familia. 

Las comidas en lo de los Brooker era uniformemente asquerosas. Como desayuno daban dos rebanadas de tocino y un pálido huevo frito, y pan con manteca que a menudo había sido cortado a la noche y siempre tenía huellas de pulgar. Por más que lo intenté con mucho tacto nunca conseguí inducir a Mr. Brooker a que me permitiese cortarme mi propio pan con manteca; me lo pasaba rodaja por rodaja, cada rodaja firmemente comprimida con ese gordo pulgar negro. De almuerzo por lo general había esos budines de carne de tres peniques que se venden en latas de conserva –que eran parte de las existencias del negocio, creo– y papas hervidas y arroz con leche.  La merienda era más pan y manteca y unas tortas dulces deshilachadas que probablemente las compraban como ‘duras’ al panadero. De cena había ese queso Lancashire pálido y fofo y biscochos. Los Brooker nunca les decían biscochos a estos biscochos. Siempre se referían a ellos reverentemente como ‘galletas de crema’ –‘Sírvase otra galleta de crema, Mr. Reilly. Le agradará una galleta de crema con el queso’– minimizando de esa manera el hecho de que sólo hubiera queso como cena. Varias botellas de salsa Worcester y medio frasco de mermelada vivían permanentemente sobre la mesa. Era habitual aderezar todo, incluso un trozo de queso, con salsa Worcester, pero nunca vi a nadie que se le animara al frasco de mermelada, que era una masa indescriptible de pegotes y polvo. Mrs. Brooker comía sus comidas aparte pero también picoteaba de cualquier comida en curso, y maniobraba con destreza por lo que llamaba ‘el fondo del pote’, queriendo decir la taza de té más fuerte. Tenía la costumbre de limpiarse constantemente la boca con una de sus frazadas. Hacia el final de mi estancia empezó a usar recortes de diario con ese propósito, y a la mañana el piso estaba habitualmente sembrado de bollos de papel mugriento que permanecían allí durante horas. El olor de la cocina era terrible, pero, como el de los dormitorios, uno dejaba de notarlo después de un rato. 

Se me ocurrió que este lugar debe ser bastante normal para lo que son los inquilinatos en las áreas industriales, porque en general los inquilinos no se quejaban. El único que alguna vez lo hizo, que yo sepa, fue un pequeño Cockney de pelo negro y nariz filosa, un viajante de una firma de cigarrillos. Nunca antes había estado en el norte, y creo que hasta muy recientemente había tenido un mejor empleo y estaba acostumbrado a alojarse en hoteles de comercio. Esta era su primera visión de los alojamientos de clase realmente baja, la clase de lugares en los que la pobre tribu de revendedores y promotores de publicidad debía refugiarse al final de sus interminables jornadas. Por la mañana mientras nos vestíamos (él había dormido en la cama doble, por supuesto) lo vi mirar alrededor del desolado dormitorio con una especie de aversión errante. Ni bien se cruzó con mi mirada adivinó que yo era un colega sureño. 

–¡Qué mugrientos hijos de puta!– dijo conmovido. 

Después de eso armó la valija, bajó las escaleras y, con gran presencia de ánimo, les dijo a los Brooker que esta no era la clase de casa a la que estaba acostumbrado y que se iba inmediatamente. Los Brooker nunca pudieron entender por qué. Estaban perplejos y heridos. ¡Qué ingratitud! ¡Dejarlos de esa manera sin ningún motivo después de una sola noche! Después lo discutieron una y otra vez, en todos su aspectos. Fue incorporado a su almacén de quejas. 

El día que hubo un orinal lleno debajo de la mesa del desayuno decidí que me iba. El lugar empezaba a deprimirme. No era solo la mugre, los olores o la comida inmunda, sino la sensación de un deterioro estancado y sin sentido, de haber llegado al fondo de un espacio subterráneo donde la gente se arrastra en círculos, como cascarudos, en un interminable embrollo de trabajos descuidados y quejas menudas. Lo más terrible de la gente como los Brooker es la forma que tienen de decir las mismas cosas una y otra vez. A uno le da la sensación de que no son personas reales en absoluto, sino una especie de fantasmas representando para siempre el mismo estéril galimatías. Al final la cháchara autocompasiva de Mrs. Brooker –siempre las mismas quejas, una y mil veces, y siempre terminando con el trémulo gemido ‘Qué duro, ¿no le parece?’– me repugnaron incluso más que su costumbre de limpiarse la boca con pedazos de papel de diario. Pero no tiene caso decir que las personas como los Brooker son asquerosas y sacárselos de la cabeza.  Porque existen por decenas y centenas de miles; son uno de los característicos subproductos del mundo moderno. No se los puede ignorar si se acepta la civilización que los produjo. Porque esto es por lo menos una parte de lo que la industrialización ha hecho por nosotros. Colón navegó el Atlántico, los primeros motores a vapor tambalearon poniéndose en movimiento, las escuadras británicas se mantuvieron firmes bajo los cañones franceses en Waterloo, los bribones tuertos del siglo diecinueve alabaron a Dios y se llenaron los bolsillos; y esto es adonde todo eso nos llevó –a barrios laberínticos y oscuras cocinas traseras con gente enfermiza y envejecida arrastrándose en círculos en torno de ellos como escarabajos. Es una especie de obligación ver y oler esa clase de lugares una y otra vez, especialmente olerlos, para no olvidarse de que existen; aunque tal vez sea mejor no permanecer allí por mucho tiempo. 

El tren me llevó, a través del monstruoso escenario de montañas de escoria, chimeneas, pilas de chatarra de hierro, canales inmundos, pasillos de barro ceniciento entrecruzado por pisadas de zuecos. Esto fue en marzo, pero el clima  era horriblemente frío y por todas partes había montículos de nieve ennegrecida. A medida que nos movíamos lentamente por las afueras de la ciudad pasamos por hileras e hileras de pequeñas casuchas grises dispuestas en ángulo recto respecto del terraplén. En el fondo de una de las casas una mujer arrodillada sobre las piedras metía un palo dentro del caño de plomo de un desagote de la pileta de adentro y que supongo estaba tapada. Tuve tiempo de ver todo sobre ella –su delantal de arpillera, sus toscos zuecos, sus brazos enrojecidos por el frío. Levantó la vista ante el paso del tren, y estuve casi tan cerca como para verle los ojos. Tenía una cara pálida y redonda, la típica cara cansada de la muchacha de barrio de veinticinco años que parecen cuarenta, gracias a los fracasos y los trabajos penosos; y tenía, en el fugaz instante en que la vi, la expresión más desolada y desesperanzada que haya visto jamás. Se me ocurrió entonces que estamos equivocados cuando decimos que ‘no es lo mismo para ellos que para nosotros’, y que las personas nacidas en los suburbios pobres no pueden imaginarse otra cosa que suburbios pobres. Porque lo que vi en su cara no era el sufrimiento ignorante de un animal. Ella sabía muy bien lo que le sucedía  –comprendía tan bien como yo qué destino horrible era estar arrodillada ahí con ese frío amargo, sobre las piedras barrosas de un fondo de suburbio, metiendo un palo dentro de un desagote inmundo.  

Pero enseguida el tren se alejó campo afuera, y eso pareció raro, casi antinatural, como si el campo abierto fuese una especie de parque; porque en las zonas industriales uno siempre siente que el humo y la mugre deben seguir por siempre y que ninguna parte de la superficie de la tierra puede librarse de ellos. En un pequeño país superpoblado y sucio como el nuestro se tiene a la degradación como algo casi garantido. Montañas de escoria y chimeneas parecen un paisaje más probable y normal que pasto y árboles e incluso en lo profundo del país, cuando uno clava la horquilla en la tierra, uno más o menos espera levantar una botella rota o una lata oxidada. Pero aquí afuera la nieve estaba intacta y era tan espesa que sólo se veían los topes rocosos de los muros divisorios, zigzagueando sobre las colinas como negros corredores. Recordé que D.H. Lawrence decía, escribiendo sobre estos mismos paisajes u otros vecinos, que las colinas cubiertas de nieve ondeaban en la distancia como ‘músculos’. No era la comparación que se me hubiera ocurrido. En mi visión la nieve y los muros negros eran más como un vestido blanco atravesado por cañerías negras. 

Aunque la nieve apenas podía hendirse el sol relucía brillante, y detrás de las ventanas cerradas del vagón parecía estar cálido. De acuerdo con el almanaque estábamos en primavera y unas pocas aves parecían creerlo. Por primera vez en mi vida, en un claro junto a las vías, vi grajillas copulando. Lo hacían en el suelo y no como yo suponía, en un árbol. El cortejo me resultó curioso. La hembra estaba con el pico abierto y el macho caminaba alrededor y parecía alimentarla. No había estado en el tren más de media hora, pero parecía haber una gran distancia entre la cocina trasera de los Brooker y las desiertas lomas de nieve, la brillante luz del sol y las grandes aves relucientes. 

El total de las zonas industriales son en realidad una sola ciudad enorme, con casi la misma población del Gran Londres pero, afortunadamente, de un área mucho mayor; de manera que incluso en el medio de ellas todavía hay sitio para algunas parcelas de limpieza y decencia. Esa es una idea alentadora. A pesar de intentarlo con fuerza el hombre no ha conseguido todavía llevar su mugre a todas partes. La tierra es tan vasta y todavía tan vacía que incluso en el inmundo centro de la civilización uno encuentra campos donde el pasto es verde en vez de gris; quizás si uno los busca puede incluso encontrar arroyos con peces vivos en vez de latas de salmón. Durante un tiempo bastante largo, quizás otros veinte minutos, el tren estuvo rodando por campo abierto antes de que la civilización de los chalets empezó a aparecer, y después de nuevo los suburbios pobres y después los montones de escoria, las erupciones de las chimeneas, las explosiones de los hornos, los canales y gasómetros de otra ciudad industrial. 

Link al segundo capítulo

Escribe Marcelo Zabaloy

Traductor aficionado y libros traducidos publicados por El cuenco de plata: Ulises y Finnegans Wake de James Joyce y El atentado de Sarajevo de Georges Perec

Para continuar...

Wilcock en el diario La Prensa (1950-1961)

Esta reseña propaga en su extensión los sentidos de la lectura crítica de Wilcock. Lo sistemático se diluye para dar lugar a lo particular. Diego Cano desde el texto y Mariano Lucano desde su collage, nos invitan a la lectura de las lecturas de Juan Rodolfo Wilcock. Al final de la reseña se incluyen tres artículos inéditos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *