El camino a Wigan Pier – Parte 1 – Capítulo 7

A medida que uno viaja hacia el norte el ojo, acostumbrado al sur o al este, no nota mucha diferencia hasta que uno pasa Birmingham. En Coventry uno bien podría estar en Finsbury Park, y el Bull Ring en Birmingham no es diferente del Mercado de Norwich, y entre todas las ciudades de las Tierras Medias se extiende una civilización de casas de campo indistinguible de la del sur. Es solo cuando uno va un poquito más al norte, a los pueblos de la pobreza y más allá, que uno empieza a encontrar la verdadera fealdad de la industrialización –una fealdad tan espantosa y tan sorprendente que está obligado, por así decirlo, a arreglarse con ella.

Un montón de escoria es en el mejor de los casos una cosa horrible, porque es tan inexplicable e inservible. Es algo simplemente vertido sobre la tierra, como el vaciamiento del tarro de basura de un gigante. En las afueras de las ciudades mineras hay paisajes horribles donde el horizonte está completamente delimitado por un serrucho de montañas grises, y el suelo es barro y cenizas y sobre las cabezas los cables de acero donde las bateas con basura viajan lentamente a lo largo de kilómetros de campo. A menudo los grandes montones arden, y de noche se pueden ver los rojos riachos de fuego serpenteando aquí y allá, y también las lentas llamas azules de sulfuro, que siempre parecen estar a punto de extinguirse y siempre resurgen. Incluso cuando un montón de escoria se hunde, como sucede últimamente, solo crece un horrible pasto marrón en su lugar y retiene su superficie montículo. Uno en las villas miseria de Wigan, usado como terreno de juego, se ve como un mar embravecido súbitamente congelado; el ‘colchón del rebaño’ dicen los locales. Incluso dentro de siglos cuando pase el arado sobre los lugares donde una vez se extrajo carbón, los sitios de los montones de escoria seguirán siendo distinguibles desde un avión.

Recuerdo una tarde de invierno en los tenebrosos alrededores de Wigan. Por todas partes veía el paisaje lunar de los montones de escoria, y hacia el norte, entre los pasos, por así decirlo, entre las montañas de escoria, se podían ver las chimeneas de las fábricas expulsando sus bocanadas de humo. El canal era una mezcla de cenizas y barro congelado, entrecruzado por las huellas de innumerables zuecos, y todo alrededor, hasta los montones de escoria a la distancia, se extendían los ‘destellos’ –piletones de agua estancada que se fue filtrando hacia los huecos causados por el hundimiento de antiguos pozos. Hacía un frío terrible. Los ‘destellos’ estaban cubiertos de un hielo color ámbar crudo, los barqueros envueltos en lienzos hasta los ojos, las compuertas con aristas de hielo. Parecía un mundo en el que la vegetación había sido desterrada; no existía nada excepto humo, esquisto, hielo, barro, cenizas y agua sucia. Pero la misma Wigan es hermosa comparada con Sheffield. Sheffield, creo, puede reclamar con todo derecho ser llamada la ciudad más Fea del Mundo; sus habitantes, que quieren que sea la primera en todo, muy posiblemente lo reclamen. Tiene una población de medio millón de habitantes y contiene menos edificios decentes que el pueblo promedio de quinientos habitantes de Anglia Oriental. Y el hedor. Si en un raro momento uno deja de oler azufre es porque ha empezado a oler gas. Incluso el rio poco profundo que atraviesa la ciudad es usualmente amarillo brillante por algún producto químico. Una vez me detuve en la calle y conté las chimeneas de las fábricas que podía ver; eran treinta y tres, pero habrían sido muchas más si el aire no hubiera estado oscurecido por el humo. Una escena especialmente me da vueltas en la cabeza. Un espantoso terreno baldío (de alguna manera, un terreno baldío alcanza allí una escualidez que sería imposible incluso en Londres) desprovisto de pasto por el pisoteo y cubierto de diarios y cacerolas viejas. A la derecha dos hileras de lúgubres casas de cuatro ambientes color rojo oscuro ennegrecidas por el humo. A la izquierda una interminable vista de chimeneas de fábricas, chimenea tras chimenea, fundiéndose en una neblina negruzca. Detrás de mí un andén ferroviario hecho con las escorias de los hornos. Enfrente, del otro lado del terreno baldío, un edificio cúbico de ladrillos rojos y amarillos, con el letrero ‘Thomas Grocock, Empresa de Transportes’.

De noche, cuando no se ven las formas horribles de las casas y la negrura de todo, una ciudad como Sheffield asume una especie de magnificencia siniestra. A veces las corrientes de humo son rosadas por el azufre, y unos serruchos de llamas, como sierras circulares, salen expulsados desde abajo de los sombreretes de las chimeneas de las fundiciones. Por las puertas abiertas de los hornos de fundición se ven muchachos enrojecidos transportando serpientes de hierro en llamas de aquí para allá, y se oye el zumbido y los golpes de los martillos neumáticos y los gritos del hierro bajo el impacto.   Las ciudades alfareras[1] son casi tan horribles de un modo más mezquino. Justo en medio de las hileras de pequeñas casas ennegrecidas, como si fuesen parte de la calle, están las ‘alfarerías’ –cónicas chimeneas de ladrillo como gigantescas botellas de borgoña enterradas en el suelo y eructando sus humos prácticamente en la cara. Uno se encuentra con monstruosos abismos de arcilla de cientos de metros de ancho y casi la misma profundidad, con pequeñas bateas oxidadas reptando en cremalleras en un lado y en el otro obreros aferrados como recolectores de hinojo[2] y socavando la cara de los acantilados con sus picos. Pasé por ahí mientras nevaba e incluso la nieve era negra. Lo mejor que se puede decir de las ciudades alfareras es que son bastante chicas y terminan abruptamente. A menos de quince kilómetros uno puede estar en el medio de un campo impoluto, en colinas casi desiertas, y las ciudades alfareras son apenas una mancha en la distancia.

Cuando uno contempla tamaña fealdad como esta, hay dos cuestiones que se le ocurren. Primero, ¿es inevitable? Segundo, ¿importa?

No creo que haya nada inherentemente  e inevitablemente horrible en el industrialismo. Una fábrica o incluso una planta de gas no está obligada por su propia naturaleza a ser horrible, no más que un palacio, una cucha de perro o una catedral. Todo depende de la tradición arquitectónica del período. Las ciudades industriales del norte son feas porque sucede que han sido construidas en una época en los métodos modernos de construcción en hierro y reducción de humo eran desconocidos, y cuando todo el mundo estaba demasiado ocupado haciendo dinero como para pensar en cualquier otra cosa. Siguen siendo feas en gran medida porque los norteños se han acostumbrado a ese tipo de cosa y no lo notan. Muchas de las personas en Sheffield o Manchester, si huelen el aire en los acantilados de Corniff, probablemente afirmen que no tiene gusto. Pero desde la guerra, la industria ha tendido a moverse hacia el sur y al hacer esto se ha ido embelleciendo. La típica fábrica de posguerra no es una barraca lúgubre o un horrible caos de negrura y chimeneas vomitando humo; es una radiante estructura blanca de concreto, vidrio y acero, rodeada de césped verde y canteros de tulipanes. Fíjense en las fábricas que se ven saliendo de Londres en el Gran Ferrocarril del Oeste; pueden no ser triunfos estéticos pero por cierto no son feas como las plantas de gas de Sheffield. Pero en todo caso, si bien la fealdad del industrialismo es la cosa más obvia en su contra y contra lo cual exclama cada recién llegado, dudo de que sea centralmente importante. Y tal vez no es ni siquiera deseable, siendo el industrialismo lo que es, que aprenda a disfrazarse de alguna otra cosa. Como Mr. Aldous Huxley ha verdaderamente remarcado, una oscura fábrica satánica debe verse como una oscura fábrica satánica y no como un templo de misteriosos y espléndidos dioses. Es más, incluso en lo peor de las ciudades industriales se ve una buena cantidad que no son feas en el estricto sentido estético. Una chimenea vomitando humo o una villa miseria hedionda son repulsivas principalmente porque implican vidas retorcidas y criaturas enfermizas. Mirándolo desde una perspectiva puramente estética puede tener cierto atractivo macabro. Noto que cualquier cosa atrozmente extraña casi siempre termina por fascinarme incluso cuando la abomino. Los paisajes de Birmania, que tanto me horrorizaban cuando estaba allí asumiendo las cualidades de una pesadilla, después permanecieron tan inquietantemente en mi cabeza que tuve que escribir una novela sobre ellos para sacármelos de encima. (En todas las novelas sobre oriente el paisaje siempre es el verdadero tema en cuestión.) Probablemente sería bastante fácil extraer una especie de belleza, como hizo Arnold Bennett, de la negrura de las ciudades industriales; uno puede fácilmente imaginarse a Baudelaire, por ejemplo, escribiendo un poema acerca de un montón de escoria. Pero la belleza o la fealdad del industrialismo poco importa. Su verdadera perversidad yace mucho más hondo y es absolutamente inextricable. Es importante recordar esto, porque siempre existe una tentación de pensar que el industrialismo es inofensivo siempre y cuando sea limpio y ordenado.

Pero cuando uno va al norte industrial es consciente, bien aparte del paisaje desconocido, de estar entrando a un país extraño. Esto se debe parcialmente a ciertas diferencias que verdaderamente existen, pero más aun a la antítesis norte-sur que se nos ha enrostrado durante tanto tiempo. En Inglaterra existe un culto curioso de lo norteño, una suerte de esnobismo norteño. Un señor de Yorkshire en el sur siempre se tomará el trabajo de hacerle saber a uno que lo ve como un inferior. Si le pregunta por qué, explicará que es solo en el norte donde la vida es ‘la verdadera vida’, que el trabajo industrial que se realiza en el norte es el único ‘trabajo verdadero’, que el norte está habitado por ‘verdaderas’ personas y el sur por meros rentistas y sus parásitos. El norte tiene ‘aguante’,  él es adusto,  ‘austero’, valeroso, de corazón cálido y democrático; el sureño es esnob, afeminado y haragán –esa es precisamente la teoría. Por consiguiente el sureño va al norte, precisamente por primera vez, con el vago complejo de inferioridad de un hombre civilizado aventurándose entre salvajes, mientras que el señor de Yorkshire, como el escocés, viene a Londres con el espíritu de un bárbaro que ha salido de saqueo. Y los sentimientos de este tipo, que son resultado de la tradición, no se ven afectados por los hechos reales. Así como un inglés de un metro sesenta de estatura y setenta centímetros de contorno de pecho piensa que como inglés es físicamente superior a Carnera[3] (siendo Carnera un dago[4]), lo mismo sucede con el norteño y el sureño. Recuerdo un pequeño alfeñique de Yorkshire que seguramente habría salido corriendo si un foxterrier le hubiese mostrado los dientes, diciéndome que en el sur de Inglaterra se sentía ‘como un cruel invasor’. Pero el culto es adoptado a menudo por gente que no son norteños de nacimiento. Un par de años atrás un amigo mío, criado en el sur pero viviendo ahora en el norte, me llevaba en automóvil por Suffolk. Cruzamos un pueblo bastante lindo. Miró despectivamente las cabañas y dijo:

Por supuesto la mayoría de los pueblos en Yorkshire son horribles; pero los de Yorkshire son unos tipos espléndidos. Por acá es todo al revés –pueblos hermosos y gente podrida. Todas las personas de esas cabañas de ahí son unos inútiles; absolutamente inútiles.

No pude evitar preguntarle si conocía a alguien de ese pueblo. No, no los conocía; pero como esto era Anglia Oriental eran obviamente unos inútiles. Otro amigo mío, de nuevo, un sureño de origen, no pierde oportunidad de elogiar el norte en detrimento del sur. Este es un fragmento de una de las cartas que me escribió:

Esto en Clitheroe, Lancs[5]… Creo que el agua corriente es mucho más atractiva en el campo yermo y la montaña que en el gordo y perezoso sur. ‘El presumido y argentino Trent’[6], dice Shakespeare;  y cuanto más al sur más presumido, digo yo.

He aquí un interesante ejemplo del culto norteño. No solo que usted, yo y cualquier otro del sur de Inglaterra somos descartados como ‘gordos y perezosos’, sino que incluso el agua, cuando llega al norte de una determinada latitud, deja de ser H2O y se vuelve algo místicamente superior. Pero el interés de este pasaje es que su autor es un hombre extremadamente inteligente de opiniones ‘avanzadas’ que solo sentiría desprecio por el nacionalismo en su forma habitual. Si se le dijese que ‘un británico vale por tres extranjeros’ lo rechazaría horrorizado. Pero cuando es una cuestión de norte contra sur, se muestra muy dispuesto a generalizar. Todas las distinciones nacionalistas –todas las afirmaciones de ser mejor que otro porque uno tiene distinta forma de cráneo o habla un dialecto distinto– son totalmente espurias, pero son importantes mientras la gente crea en ellas. No hay duda sobre la convicción innata del inglés de que quienes viven más al sur que él son sus inferiores; incluso nuestra política exterior está gobernada por ella hasta cierto punto. Pienso por consiguiente que vale la pena señalar cuándo y por qué comenzó.

Cuando el nacionalismo se convirtió por vez primera en religión, los ingleses miraron el mapa, y, notando que su isla estaba muy arriba en el hemisferio norte, desarrollaron la cómoda teoría de que cuanto más al norte uno reside más virtuoso se vuelve. Las historias que se me contaban de niño por lo general arrancaban explicando de la manera más ingenua que el clima frío hacía que las personas fuesen enérgicas mientras que el clima cálido las volvía perezosas, y de allí la derrota de la Armada española. Este disparate sobre la mayor energía de los ingleses (en realidad los más holgazanes de Europa) ha sido corriente por lo menos en los últimos cien años. ‘Para nosotros es mejor’ escribe un Quarterly Review de 1887, ‘ser condenados a esforzarnos en bien de nuestro país que deleitarnos en medio de olivos, vides y vicios.’ ‘Olivos, vides y vicios’ resume la actitud normal del inglés respecto de las razas latinas. En la mitología de Carlyle, Creasy, etc., el norteño (‘teutónico’, después ‘nórdico’) es representado como un tipo fornido y vigoroso con mostachos rubios y una moralidad pura, mientras que el sureño es taimado, cobarde y licencioso. Esta teoría nunca fue llevada hasta su lógica conclusión, que habría significado asumir que las mejores personas del mundo eran los esquimales, pero sí incluyó admitir que las personas que vivían más al norte de nosotros eran superiores a nosotros. De ahí, en parte, el culto de Escocia y de lo escocés que tan profundamente ha marcado la vida inglesa los últimos cincuenta años. Pero ha sido la industrialización del norte lo que le dio a la antítesis norte-sur su sesgo particular. Hasta hace relativamente poco la parte norte de Inglaterra era la parte trasera y feudal y la industria existente se concentraba en Londres y el sudeste. En la guerra civil, por ejemplo, hablando mal y pronto una guerra de dinero contra feudalismo, el norte y el este estaban con el rey y el sur y el este por el parlamento. Pero con el creciente uso del carbón la industria pasó al norte, y allí creció un nuevo tipo de hombre, el hombre de negocios del norte que se creó a sí mismo –los Mr. Rouncewell y Mr. Bounderby de Dickens. El hombre de negocios del norte, con su odiosa filosofía de ‘sigues o te corres’, fue la figura dominante del siglo diecinueve, y como una suerte de cadáver tiránico, todavía nos sigue gobernando. Este es el tipo deificado por Arnold Bennett –el tipo que arranca con media corona y acaba con cincuenta mil libras, y cuyo principal orgullo es el de ser un patán incluso más grande después de hacer dinero que antes. Analizándolo, su única virtud resulta ser un talento para hacer dinero. Se nos ha ordenado admirarlo porque aunque fuese intolerante, sórdido, ignorante, avaro y grosero, tenía ‘aguante’, ‘salía adelante’; en otras palabras, sabía cómo hacer dinero.

Esta clase de canto en nuestros días es un puro anacronismo, porque el hombre de negocios del norte ya no es próspero. Pero a las tradiciones no las matan lo hechos y la tradición del ‘aguante’ norteño sigue dando vueltas. Todavía se siente débilmente que un norteño ‘saldrá adelante’, es decir, hará dinero donde un sureño fracasará. En el fondo de la cabeza de todo oriundo de Yorkshire y de todo escocés que viene a Londres hay una suerte de imagen de sí mismo tipo Dick Whittington[7] como el niño que empieza vendiendo periódicos y termina siendo alcalde. Y eso realmente está en el fondo de su engreimiento. Pero donde uno puede cometer un gran error es en imaginar que este sentimiento se extiende a la genuina clase trabajadora. La primera vez que fui a Yorkshire, algunos años atrás, me imaginé que estaba yendo a una región de palurdos. Estaba acostumbrado al tipo de Yorkshire en Londres con sus interminables arengas y su orgullo en las supuestas raíces de su dialecto (‘ “Un oportuno zurcido evita inoportunos descosidos”, como decimos en West Riding’), y esperaba encontrarme con mucha rudeza. Pero no me encontré con nada de eso, y menos que menos entre los mineros. De hecho los mineros de Yorkshire y de Lancashire me trataron con una gentileza y una cortesía que resultaban incluso embarazosas; porque si hay una clase de hombre ante la que me siento realmente inferior, es el minero del carbón. Por cierto nadie mostró ningún signo de desprecio hacia mí por venir de una parte distinta del país. Esto tiene su importancia cuando uno recuerda que los esnobismos regionales ingleses son nacionalismo en miniatura; porque sugiere que el localismo snob no es una característica de la clase trabajadora.

De todos modos hay una verdadera diferencia entre norte y sur, y hay al menos una pizca de verdad en la imagen del sur inglés como una enorme Brighton habitada por lagartijas de salón. Por razones climáticas la clase parásita que vive cobrando dividendos tiende a establecerse en el sur. En una ciudad algodonera de Lancashire probablemente uno pase meses sin escuchar un acento ‘educado’, mientras que difícilmente haya una ciudad en el sur de Inglaterra donde se pueda arrojar un ladrillo sin pegarle a sobrina de un obispo. Consecuentemente, sin una pequeña nobleza que marque el paso, el aburguesamiento de la clase trabajadora, aunque está teniendo lugar en el norte, se realiza más lentamente. Todos los acentos norteños, por ejemplo, persisten con fuerza, mientras que los del sur colapsan ante las películas y la BBC. De allí que el ‘acento educado’ le pone a uno el rótulo de extranjero más que de un pedazo de la pequeña nobleza; y esta es una inmensa ventaja, porque hace que sea más fácil entrar en contacto con la clase obrera.

¿Pero será posible intimar realmente con la clase obrera? Discutiré esto más tarde, solo diré aquí que no lo creo posible. Pero indudablemente es más fácil en el norte de lo que sería en el sur encontrarse con gente de la clase trabajadora en términos de relativa igualdad. Es bastante fácil vivir en la casa de un minero y ser aceptado como uno de la familia; con un agricultor, digamos, de los condados del sur probablemente sería imposible. He visto lo suficiente de la clase obrera como para evitar idealizarlos, pero sí sé que uno puede aprender bastante en un hogar obrero, si consigue entrar en uno. La cuestión esencial es que los ideales y prejuicios de clase media que uno tiene son puestos a prueba por el contacto con otros que no son necesariamente mejores  pero que son ciertamente diferentes.

Tomemos por ejemplo la actitud diferente respecto de la familia. Una familia de clase trabajadora se mantiene unida como lo hace la clase media pero la relación es mucho menos tiránica. Un obrero no tiene ese peso mortal de la herencia familiar colgando del cuello como una piedra de molino. He señalado antes que una persona de clase media se hace pedazos bajo la influencia de la pobreza; y esto se debe generalmente al comportamiento de su familia –al hecho de que tiene decenas de relaciones fastidiándolo e importunándolo noche y día por su fracaso en ‘salir adelante’. El hecho que la clase obrera sabe combinar y la clase media no probablemente se deba a sus diferentes concepciones de la lealtad familiar. No se puede tener un gremio efectivo de trabajadores de clase media, porque en tiempos de huelga casi toda esposa de clase media estará incitando a su esposo para que haga de rompehuelgas y se quede con el empleo de otro tipo. Otra característica de la clase obrera, desconcertante al principio, es su franqueza hacia cualquiera que consideren un par. Si uno le ofrece a un obrero algo que él no desea, él le dice que no lo quiere; una persona de clase media lo aceptará para no ofender. Y de nuevo, tomemos la actitud de la clase obrera hacia la ‘educación’. Cuán diferente es de la nuestra, y cuánto más sana. Los obreros a menudo tienen una vaga reverencia por el saber en los demás, pero donde la ‘educación’ toca sus propias vidas se dan cuenta y la rechazan por un saludable instinto. Hubo un tiempo en que solía lamentarme por unas imágenes algo imaginarias de muchachos de catorce años arrastrados bajo protesto de sus lecciones y puestos a trabajar en trabajos deprimentes. Me parecía terrible que la maldición de un ‘trabajo’ descendiera sobre alguien de catorce  años. Por supuesto que ahora sé que no hay un muchacho entre mil de la clase obrera que no esté ansiando que llegue el día en que termine la escuela. Quiere estar haciendo un verdadero trabajo, no perdiendo el tiempo en basuras ridículas como historia y geografía. Para la clase obrera, la noción de permanecer en la escuela hasta que uno es casi un adulto le resulta despreciable y poco viril. La idea de un muchacho grande de dieciocho años, que debería traerles a sus padres una libra por semana, yendo a la escuela con un uniforme ridículo y siendo incluso apaleado por no hacer los deberes. Solo imaginemos un muchachón de dieciocho años de la clase obrera de dejándose apalear. Él es un hombre cuando el otro es todavía un bebé. Ernest Pontifex, en El destino de toda carne, después de haber tenido algunas impresiones de la vida real, reflexionó sobre su educación secundaria y universitaria y la consideró una ‘corrupción enfermiza y debilitante’. Hay mucho de enfermizo y debilitante en la clase media cuando se la mira desde la perspectiva de la clase obrera.

En un hogar obrero –no estoy pensando por el momento en los desempleados sino en hogares relativamente prósperos– se respira una atmósfera cálida, decente y profundamente humana que no es muy fácil de hallar en otra parte. Debo decir que un trabajador manual, si tiene un empleo firme y con un buen salario –un ‘si’ que se vuelve más y más grande– tiene más chances de ser feliz que un hombre ‘educado’. Su vida hogareña parece acordar más naturalmente con una forma sana y agradable. A menudo me asombró la peculiar completitud serena, la perfecta simetría por así decirlo, de un interior de clase obrera en su mejor momento. Especialmente en tardes de invierno después de cenar, cuando el fuego refulge en el fogón y baila reflejado en el guardafuegos de acero, cuando Padre, en mangas de camisa, se sienta en el sillón mecedor a un lado del fuego leyendo los resultados de las carreras, y Madre se sienta del otro lado con su costura, y los niños son felices con unos pocos caramelos de menta, y el perro se regodea asándose en el felpudo –es un buen lugar para estar, siempre que uno no solo pueda estar dentro sino bien seguro de ello como para darlo por hecho.

Esta escena todavía se reduplica en una mayoría de hogares ingleses, aunque no en tantos como antes de la guerra. Su felicidad depende mayormente de una cuestión –si Padre tiene trabajo. Pero nótese que la imagen que he evocado, de una familia obrera sentada alrededor del fuego después de unos arenques con té fuerte pertenece solo a nuestro propio momento determinado y podría no pertenecer ni al futuro ni al pasado. Saltemos doscientos años adelante hacia un futuro utópico, y la escena es totalmente diferente. Difícilmente alguna de las cosas que he imaginado estará todavía allí. En esa época donde no hay trabajo manual y todo el mundo es ‘educado’, es altamente improbable que Padre siga siendo un hombre duro con las manos grandes que le gusta sentarse en mangas de camisa y decir ‘Ah qué bien que estamos.’ Y no habrá un fuego de carbón en el hogar, solo alguna especie de estufa invisible. Los muebles será de goma, vidrio y acero. Si todavía existen cosas tales como los vespertinos por cierto no contendrán los resultados de las carreras, porque el juego no tendría sentido en un mundo donde no hay pobreza y el caballo habrá desaparecido de la faz de la tierra. Los perros también habrán sido suprimidos por cuestiones de higiene. Y no habrá tantos niños, tampoco, si los controladores de la natalidad se salen con la suya. Pero retrocedamos a la edad media y uno está en un mundo casi igualmente extraño. Una cabaña sin ventanas, un fuego de troncos que nos humea en la cara porque no hay chimenea, un pan mohoso,  merluza seca, piojos, escorbuto, un recién nacido por año y un niño muerto por año y el sacerdote aterrorizándonos con sus cuentos sobre el infierno.

Muy curiosamente no son los triunfos del la ingeniería moderna, ni de la radio, ni el cine, ni las cinco mil novelas que se publican por año, ni las multitudes en Ascot y el partido entre Eton y Harrow, sino el recuerdo de los interiores de la clase obrera –especialmente como a veces los vi en mi niñez antes de la guerra, cuando Inglaterra era todavía próspera– lo que me recuerda que nuestra  época no ha sido del todo mala para vivir.


[1] NdT: Burslem, Tunstall, Hanley, Stoke-upon-Trent, Longton y Fenton.

[2] NdT: hinojo marino que crece en los acantilados.

[3] NdT: Primo Carnera fue un boxeador italiano, campeón mundial de los pesos pesados.

[4] NdT: término xenófobo referido a los latinos.

[5] NdT: Lancaster.

[6] NdT: William Shakespeare, Enrique IV, Parte 1, acto 3, escena 1.

[7] Leyenda del folklore inglés que rodea al verdadero Richard Whittington (c. 1354-1423), rico mercader y más tarde alcalde de Londres. La leyenda describe su ascenso desde una infancia pobre por la fortuna que hizo con la venta de su gato a un país infestado de ratas.

Escribe Marcelo Zabaloy

Traductor aficionado y libros traducidos publicados por El cuenco de plata: Ulises y Finnegans Wake de James Joyce y El atentado de Sarajevo de Georges Perec

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