Crónica de un viaje por el noroeste argentino.
Acá, el parquímetro es un viejo borracho que no pasa nunca
Así me recibió Tilcara, así me respondió el encargado del hostel donde tuve a bien, -y qué bien tuve- alojarme junto a mi familia.
Habíamos llegado después de tres días de subida escalonada desde Haedo y con esa frase, terminé de archivar mi ritmo, mi idiosincracia, mi identidad de ciudadana alienada por Buenos Aires, sea conurbano o Capital, que para el caso, lo mismo da.
Es difícil hacer una crónica de un viaje que viví como una revelación, un satori regional, y que no deja de ser de lo más común. Porque, a decir verdad, mucha gente visita el Noroeste Argentino o parte de él. Permítanme la obviedad, entonces. Había conocido el norte de chica pero con este viaje, se resignificó mi identidad como ciudadana argentina y latinoamericana. Mis ascendentes son rusos y rumanos. La identidad es una construcción, sin dudas.
Qué karma con Córdoba. Las dos veces que fui en mi vida fue para pasar la noche y recorrer apenas unas cuadras, en un tiempo que a duras penas se cuente en horas. ¿Será la rivalidad rosarino-cordobesa? No voy a profundizar.
Después de atravesar Córdoba, algunos kilómetros de Santiago del Estero, otros de Catamarca y parte de Tucumán, antes de empezar la escalada de los valles, abro las ventanillas y siento la sinestesia del verde en el aire. Respiro el oxígeno como si jamás hubiera accedido antes a él, como si en Buenos Aires viviera en escafandra.
Subo, serpenteo, giro, vuelvo a girar, roto, circunscribo, viro, sinuoseo, vaiveneo, bajo al valle que ocupa Tafí, un pueblo que se derrama entre la Sierra del Aconquija al sur y las Cumbres Calchaquíes al norte. Atravieso esa cornisa, y me encuentro con Tafí del Valle, un preámbulo para lo que vendrá.
Al día siguiente, saliendo de Tafí, el paisaje muta y el verde da lugar a ocres, amarillos, naranjas, rojos, marrones, gamas y tonalidades imaginables y no tanto. Qué fácil olvidar que los colores surgen de la naturaleza y no son sólo una clasificación de pantone.
Los valles calchaquíes me abrieron la puerta de Amaicha, en cuya plaza espié una misa a cielo abierto y almorcé tremendo choripan con chorizo casero, sentada en un banco. Si hubiera podido, habría dormido allí mismo una siesta bajo el sol. Queda pendiente.
De las ruinas de los Quilmes me fuí pidiendo perdón al universo. Las conquistas implican genocidios, y en ese lugar la consigna es no olvidar ni dejar que se olvide. Dentro del complejo de ruinas, la guía contó que el español fue a buscar el oro y que a los aborígenes no les interesaba, no lo consideraban fortuna. Alguien muy joven preguntó a qué consideraban riqueza y la guía dijo “a las montañas, al sol, a la tierra, a la naturaleza”. La escenografía se impone de una manera que opaca cualquier otro brillo.
En pocos kilómetros de ruta, todo se elevó y se volvió rojo.
Los miradores, estratégicamente dispuestos, muestran paisajes que parecen de otro planeta. Amantes de series galácticas pretenden escenas protagónicas, emulando ídolos. Es la Quebrada de las Conchas.
La capital de Salta me increpó con su arquitectura inmanente al tiempo. Casonas coloniales conviven con la cotidianidad de lo contemporáneo. Y el tráfico, claro. Los conductores de Salta Capital no tienen nada que envidiarles a los de la city porteña. Es un desafío estacionar, cruzar la calle, circular e incluso pasear como peatón en las calles de Salta. Proliferan las bocinas como si activarlas no estuviese prohibido.
En el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta me encontré con los niños de Llullaillaco. Me cuesta escribir que son niños momificados. Carteles, infografías, videos, muestran un esfuerzo para preparar a los visitantes. Se anticipa el producto de una cultura en la que el sacrificio de niños como ofrenda a un dios Inca era de lo más común y que el concepto de muerte, para los pueblos originarios era bien distinto al nuestro. Me acerco a la cámara -que intenta sostener la conservación que el volcán propició-, donde se exhibe a uno de los tres niños y tengo muchas ganas de comprender pero ahí hay un niño, no puedo. No me sale. Lo que veo es la vida interrumpida de un nene y eso duele, por más que mi intelecto intente racionalizar. No puedo.
“Bajo un cielo que, a fuerza de no ver nunca el mar”, encuentro nuestro pueblo blanco, accesible tras otro zigzaguear de cornisa. Después de la ciudad de Salta, Cachi es un remanso y una oportunidad para aquietar furias capitalinas.
En uno de los pilares que conforman la baranda del puente sobre el que corre un pequeño río, escuché, al pasar, a dos jóvenes mujeres que conversaban. “Vos sos muy valiente por lo que hiciste”, le dijo una a la otra. Soy lo suficientemente discreta como para no haber seguido escuchando pero ahí quedó el fleco de una historia: algo sucedió o fue recreado en Cachi, algo que tendré que ir a rescatar, la próxima vez.
Tucumán y Salta son lindas. Jujuy es grandiosa. Hay algo en Jujuy que estremece, algo inmenso, tan inmenso que demanda silencio y tiempo.
Me alojó Tilcara y desde allí, fuí a Maimará, Purmamarca y Humahuaca. Hay una iridiscencia en sus calles que suben y bajan, en su plaza que es ebullición de colores, émulo de mercado y de feria, sus peñas, las voces de las mujeres que pregonan sus tortillas y el api.
Extraña alquimia la de Jujuy: me siento en casa, al tiempo que me sé turista. Soy “gringa” para los nativos, descendientes de los pueblos de bandera wiphala pero también son gringos los que nacieron allí, los hijos de europeos, y los que viven en Jujuy desde hace muchos años. Somos extranjeros, tal vez como revancha a las continuas conquistas que sufrieron: el inca, el español y el turismo, aún cuando sea un recurso de supervivencia.
Para esfumar diferencias, aparece un partido de fútbol en plena Purmamarca, bajo el cerro de los siete colores. Potrero de tierra seca, polvo que se eleva en cada patada, en cada pique de pelota. Sobre una ladera del monte, una platea improvisada. No entendí qué le gritaban los hinchas a los jugadores, como para no olvidar que soy extranjera.
En todo Jujuy no me crucé con una sola pintada referida a Milagro Sala. Ninguna de las personas con las que hablé la nombró y tampoco me animé a preguntar.
Quiero volver. Ya que no puedo evitar volver como gringa, al menos no quiero hacerlo como turista. Quiero averiguar, sacarme las inquietudes y los interrogantes. Salir del circuito de paseo convencional, entrar a una casa, saber de trabajos, de dolores, de alegrías, de deseos locales.
Voy a volver al norte, en especial a Jujuy, tengo esa certeza. Jujuy me atrapó con su magnetismo y no me importó, me dejé.
Jujuy es el polvo que se me pega en la ropa, el sol en la piel. Son las montañas que se me quedan en la mirada. Es el cielo azul y los colores. La música, el carnaval, las llamas, los cóndores. Las comidas, los metales y las maderas, las lanas. El maíz, el vino, los charangos, los ciqus.
Siempre volveré a Jujuy. Jujuy no se irá de mí.
Curiosa venganza la de los pueblos aborígenes: el norte me conquistó.
Revista Colofón Lo que pasa cuando ya pasó todo.


