En esta nota Gabriela Puente se introduce en el misterioso universo fungi y su relación con la espiritualidad. A partir de fermentaciones alimentarias como la de la cerveza, el vino, el pan; a través de antibióticos en la medicina, y por medio de experiencias místicas generadas por enteógenos, los hongos se encuentran, desde tiempos inmemoriales, vinculados con ciertos dioses, el inconsciente y las experiencias humanas transformadoras. Ilustra Mariano Lucano.
Como sabemos los hongos no son plantas, pero fueron considerados parte del universo vegetal por los pueblos de la antigüedad hasta el siglo XX, cuando pasaron a formar parte de uno de los cinco reinos de la naturaleza que incluyen a la totalidad de los seres vivos. El reino fungi es diferente del vegetal, ya que los hongos no fotosintetizan, función indispensable para que un organismo sea considerado autótrofo; pero también del animal, su sosegada inmovilidad da cuenta de ello. Los hongos están suspendidos en un reino intermedio, como híbridos que pueden parasitarlo todo y reciclar la vida por medio de sus enzimas.
Hay hongos de todo tipo, algunos benéficos y absolutamente indispensables, como aquellos que degradan la lignina de las plantas (responsable de la formación y rigidez de la madera y la corteza), proceso que sólo puede ser llevado a cabo por los hongos, por lo que sin ellos viviríamos, por un lapso ínfimo de tiempo, rodeados de un vasto cementerio de árboles.
Algunos se hibridan con plantas, como los líquenes. Otros se metamorfosean en olores sexuales, como las trufas que atraen eróticamente a los jabalíes simulando las feromonas del animal. Y muchos otros parecen incluso inspirados en alguna película de terror de bajo presupuesto; tal es el caso del cordiceps que parasita ciertos insectos, hasta el punto de «zombificarlos». El proceso se inicia cuando alguna inocente hormiga, pongamos por caso, entra en contacto con algún huésped del hongo, este comienza a comandar su sistema nervioso, controlando pacientemente sus músculos uno a uno, hasta llevarla a una quietud total; finalmente el hongo se abre paso a través de la cabeza minúscula del insecto rompiendo el cuerpo ya inerte. En este punto, el hongo, libre del último resto de animalidad, comienza a diseminar sus esporas, y el ciclo necrótico vuelve a comenzar.
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Eleusis fue una ciudad griega ubicada a unos 20 km de Atenas, durante la época micénica, hacia el año 1500 a. C., se convierte en la sede del culto a la diosa madre Deméter y a su hija Perséfone. No es difícil calcular la veneración y fidelidad con la que contaba este culto, dado que no llegaron hasta nosotros testimonios de los iniciados, ya que bajo pena de muerte se les prohibió comentar sus experiencias sacras; el acatamiento fue total.
En el mes del Boedromión, entre septiembre y octubre, comenzaban los ayunos que finalizaban con la procesión desde Atenas hasta Eleusis, al llegar a la ciudad los iniciados tomaban el Kykeón, la bebida sagrada de las diosas, para después dirigirse a las profundidades del Telesterion, un salón del templo adaptado para que ocurra la aterradora y catártica epopteia, o visión sagrada de las diosas.
Los misterios de Eleusis parecen haber tenido como antecesores ciertas creencias arraigadas en los campesinos prehelénicos y preindoeuropeos que habitaron la zona.
Estas creencias asumían que los ciclos de las plantas (regidos por las fases lunares y los ciclos estacionales) estaban intrínsecamente vinculados a la existencia escatológica del alma, con sus momentos de vida, muerte y regeneración.
Pero los hongos no son plantas, no responden a ciclos estaciones como los vegetales, su existencia es infinitamente más vertiginosa, dependiendo de la especie pueden crecer y morir en cuestión de días, o por lo menos esto ocurre con la seta, el fruto superficial del organismo que se extiende bajo tierra, llamado micelio.
A pesar de esta vertiginosidad, los hongos están intrínsecamente conectados con los ciclos a través de las plantas. Estas últimas no podrían sobrevivir sin los primeros, dado que liberan dióxido de carbono a la atmósfera y enriquecen el suelo permitiendo la absorción de nutrientes esenciales para los vegetales.
La biología demuestra que el hongo no comparte los ciclos de las plantas, sin embargo, desde una interpretación micoetnográfica se sabe que éstos fueron fundamentales en las experiencias escatológicas propias de los misterios vegetales de la antigüedad, dado que ciertos hongos neurotóxicos tuvieron una gran importancia en las visiones de estos cultos. No es por tanto casual que en el año 1979 se haya sustituido el término «alucinógeno» por el más atinente «enteógeno» para referirse a las sustancias psicoactivas de hongos y plantas. La raíz del término deriva del griego entheos, que significa algo así como «dios dentro».
En el caso preciso de Eleusis, el filólogo clásico estadounidense, Carl A. P. Ruck, postula la teoría de que la epopteia era producida por la toma del hongo claviceps purpurea o cornezuelo presente en la cebada del Kykeón.
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Sin embargo, en la Hélade, el Kykeón no fue el único brebaje que puede haber contado con la presencia de hongos enteógenos, sino también el vino, la sustancia más típicamente dionisíaca de todas. Y debemos recordar en este punto que Dionisos estaba íntimamente relacionado con los cultos mistéricos de Eleusis, ya que uno de sus epítetos, «Iaco», era invocado durante la procesión.
Un fenómeno extraño llamó desde siempre la atención de arqueólogos e historiadores: el vino, omnipresente en los simposios griegos, era diluido en profusa agua, ya que éste, aun en dosis ínfimas, podía causar una locura feroz. Ruck intenta explicar esta práctica: «Los griegos no conocían el arte de la destilación y por lo tanto el contenido alcohólico de sus vinos no pudo haber excedido de un catorce por ciento, [concentración de alcohol a la cual se llega por fermentación natural]. [Y más aún,] el alcohol jamás llegó a ser aislado en Grecia como principio tóxico del vino, y en el griego antiguo no hay palabra para designarlo.
En consecuencia, la dilución del vino, de ordinario con cuando menos tres partes de agua, debería producir una bebida con propiedades embriagantes muy ligeras. Mas no era tal el caso. El término en griego para designar la borrachera señala un estado de locura delirante. Sabemos de algunos vinos tan fuertes que podían ser diluidos con veinte partes de agua y que requerían por lo menos ocho partes de agua para ser bebidos sin riesgo, ya que, según los informes que tenemos, el beber ciertos vinos sin diluirlos provocaba disfunciones cerebrales irreversibles y en algunos casos aun la muerte. Bastaban tres copas pequeñas de vino diluido para que el bebedor quedara al borde de la locura. Obviamente el alcohol no podía ser la causa de reacciones tan extremas» (Wasson, R. G., et alt., El camino a Eleusis, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2013:73 y 74). Se deduce de lo anterior que el vino era mezclado con ciertos enteógenos que potenciaban al máximo su cualidad embriagante.
Por tanto, Dionisos el dios más ambiguo de la mitología helénica, extranjero entre los griegos, y griego en el exilio, el dios de las mujeres, supervivencia del hijo-amante de la gran diosa madre del neolítico, evocado desesperadamente por los iniciados durante la larga procesión, es no solamente un híbrido animal-vegetal, sino que también parece encontrarse en el centro de la encrucijada entre lo fúngico y lo divino.
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En las gramíneas está enquistado el primer paso hacia la civilización; ya que su domesticación dio origen a los cereales, las plantas quizás con mayor impacto en la alimentación y producción antigua.
Es por esto que deidades como Deméter y Dionisos son llamados dioses civilizatorios, la primera porque introdujo la agricultura, sobre todo la de los cereales como la cebada y el trigo, y el segundo, porque introduce el cultivo de la vid.
Y son justamente las gramíneas los huéspedes preferidos por el cornezuelo, o claviceps purpurea, del cual se aisló en el siglo XX el LSD. Como mencionamos, la intoxicación con este hongo dio lugar a las experiencias místicas que fundamentaron uno de los cultos mistéricos más importantes de Occidente antiguo. Pareciera que el enlace entre el abismo de la divinidad y la experiencia que tenemos de ella pudo ser producida por el reino fungi.
La duplicidad dionisiaca estaba mejor representada en el hongo, que en la vid, el dios civilizatorio fue también el desestabilizador de las costumbres; la parasitación de la gramínea por el cornezuelo implicaba una «tendencia regresiva del grano infestado (…), pues cuando el esclerocio caía a tierra no brotaban gramíneas, sino diminutos hongos de color púrpura: los esporangios del cornezuelo, que claramente eran un retorno a la especie del impío raptor dionisíaco. (Ibid.: 84).
La serena fluidez de los ciclos naturales necesita de estos momentos disruptivos de pasaje, donde el universo parece verse en peligro e incluso el velo que recubre el inframundo se rasga. Las celebraciones griegas en honor a Dionisos, llamadas Antesterias, dan cuenta de esto. Pero los griegos no fueron los únicos en abrazar esta concepción del mundo, y estos duros momentos de pasaje (con las celebraciones catárticas pertinentes) se encuentran presentes en diversas civilizaciones antiguas, lo cual está relacionado con el concepto de “tiempo sin tiempo”, tal es el caso de samhain entre los celtas, o de la saturnalia romana, momentos en los cuales la luz comienza a decrecer, asociado con el cambio de dirección en el tránsito del sol durante el solsticio.
Los misterios antiguos aseguraban la estabilidad y continuidad del proceso vital en momentos de colapso, demostrando que la posibilidad de regresión al abismo, no puede ser abolida, sino exorcizada colectivamente mediante un símbolo que dé sentido a lo inevitable.
Ciertos enteógenos potenciaron la experiencia cíclica de vida, muerte y renacimiento; es por esto que la tremenda duplicidad de Dionisos encuentra su mimesis en la producción del vino, cuando el hongo ctónico que produce la fermentación de la uva en la oscura humedad del Hades; permite la ascensión del dios celeste, renacido en el rojo líquido cultivado de la vid.