La poeta María Malusardi cuenta con una prolífica obra de once poemarios. También ejerce el periodismo cultural. En esta entrevista conversa con Rolando Revagliatti acerca de ese «cierto infierno interior que sólo el arte y el amor ayudan a sobrellevar».
-Dos meses y pico antes de que el presidente Arturo Umberto Illia fuera destituido por una Junta Militar, naciste.
-Siempre lo digo: nací el mismo año del golpe de Onganía. Me impacta. Mi hermano más chico nació un mes antes del golpe de Videla. Es muy fuerte para nosotros. Aparecí en este mundo a la madrugada. Una y pico de la mañana, dice mi madre. Y agrega: “No querías nacer, te resistías a nacer.” Es gracioso cómo mi madre me responsabiliza. A esta altura me da ternura su gesto. Era muy joven y yo fui muy deseada por mis padres. Es probable que eso me haya salvado de todo lo que vino después.
Yo tenía tres años. Mi madre estaba embarazada de mi segundo hermano. Mi padre se enfermó gravemente. Sus riñones estaban en crisis severa. Le dieron seis meses de vida. Tenía 33 años. No recuerdo ese año entero que duró el drama, la inminencia de la muerte; no recuerdo hechos concretos aunque suelo imaginármelos como si fueran ciertos (los relatos van y vienen), pero llevo ese sentimiento de tragedia, dolor y muerte dentro. Hasta hoy. Se ha inoculado. Es crónico. Un sentimiento de muerte, de pérdida que pude alguna vez graficar bien en un poema —en varios o en casi todos— pero esencialmente en éste, de Variaciones en la niebla: “si no llega es porque en el camino si uno se va no vuelve si va a la niebla no de la niebla si uno del viaje no vuelve descarrila uno en el camino cada vez”.
Mi madre cuenta que durante los meses que duró la enfermedad, mi padre gritaba y lloraba: “Me voy a morir”. Yo escuchaba. Veía. Estuve en medio de ese clima hostil y doloroso. Mi madre estaba a punto de parir a Gastón, mi primer hermano. Nació en medio de esa catástrofe. Mi padre se curó. Y, parece, fue casi milagroso.
Narro esto porque tiene mucho que ver con mi ser poeta y, sobre todo, con mi vida, mi manera de estar en el mundo y de percibir. La poesía surge, permanece, trasciende los extremos. Ciertas experiencias pueden abrir canales que conducen a zonas de absoluta vulnerabilidad, donde no hay resguardo, no hay respuestas, no hay de dónde agarrarse. Zonas de intemperie a las que cualquier ser humano podría acceder, pero no cualquiera lo hace porque no cualquiera lo tolera. Ahora bien, una vez que se llegó allí, no hay retorno. No sé si elegí llegar a ese descampado, pero llegué. Y la poesía sólo puede escribirse desde ese lugar, casi mítico, inalienable, del ser. Ciertos hechos ayudan, conducen. Cierto infierno interior que sólo el arte y el amor ayudan a sobrellevar. Aunque el amor, por momentos, se vuelve parte de ese infierno. Comparto lo que dice Antonin Artaud: “No hay nadie que haya jamás escrito, o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno.”
-De tu autoría, La oveja excluida, deja entrever una muerte y un martirio interior.
-En un paseo a caballo por el campo de mi abuelo, maté una oveja. Yo tendría unos doce años. Estaba en medio del campo, sola. Había un rebaño de ovejas. Me bajé del caballo y me acerqué caminando hasta las ovejas, que empezaron lentamente a huir. Y me prendí de una, de su lana áspera. Me monté sobre ella, jugando, sin apoyarme, puesto que tenía miedo de dañarla. Quedé con los pies apoyados en el piso. Ella empezó a corcovear. Las otras corrían desesperadas berreando. De pronto, se desvaneció. Sólo recuerdo que me asusté, monté el caballo y corrí hacia la casa. Le conté a mi abuelo. Con miedo, porque era bravo el viejo. No me dijo nada. Después supe que la oveja había muerto. Supe que las ovejas tienen un corazón frágil. Son, digamos en términos humanos, emocionales y cardíacas. Pobrecita. Nunca me lo perdoné. Una niña tan urbana como yo matando una oveja… Escribí, tantos años después, La oveja excluida. La segunda parte del libro El orfanato. Rescaté ese recuerdo y sus consecuencias. La transformación fue interesante. A partir de esta historia, podría hacer un texto teórico sobre el proceso de escritura. Sobre la transformación de la experiencia, la utilización del recuerdo, la materialización de los hechos en la palabra, en el poema. Cómo aparece el arte a partir de una experiencia concreta que, luego de muchos años, resulta subjetiva, tergiversada, llena de agregados, de interpretaciones. De todas maneras, admito que la oveja es un animal presente en lo que escribo. Sin duda, todos los elementos de mi experiencia en el campo han dejado fuerte huella.
Quisiera aclarar algo esencial: la escritura poética no es biográfica. ¡No debe serlo! Rechazo lo confesional, lo autorreferencial. Puede resultar burdo. La escritura debe transformar. Los hechos reales son disparadores, pesados y contundentes disparadores. Lo que pasó pertenece al plano de la acción. Lo que se cuenta o poetiza es lenguaje, acción en el lenguaje, si se quiere. Es otra cosa. Lo que se muestra o se cuenta, aunque se desprenda de un hecho autobiográfico o de una emoción surgida de la experiencia, no es la vida sino el efecto simbólico de la experiencia. Es una cuestión estética. Pero para que sea verosímil, debe surgir de lo que elaboramos, simbólicamente, a partir de la experiencia. Que no es literal. No es la experiencia misma, sino el resultado de un proceso interior que cae con todo su peso en el lenguaje. De todas maneras, es fundamental diferenciar el poema de la narración. En el poema, el lenguaje decide, arrastra, impone y desde allí se talla. En el relato, las palabras se amoldan a los hechos. Es un proceso mental casi inverso.
-Ya no siendo una veinteañera publicás un primer libro, El accidente, editado por Mascaró, y que seguís validando.
-Sí. De mis treinta años en adelante, mi vida con la poesía ha sido una. De ahí en más, llegaron amigos como Paulina Vinderman, Ana Arzoumanian, Javier Galarza, Susana Szwarc, Inés Manzano (cómo olvidarla), Alberto Szpunberg, Lidia Rocha, Natalia Litvinova, Carlos Juárez Aldazábal y tantos otros.
He vivido del periodismo. A partir de mis treinta y cuatro, treinta y cinco años me focalicé en el periodismo cultural. Escribí en muchísimos medios y además hice todo tipo de trabajos que requiriera el oficio de la escritura. Hice de la escritura un oficio útil (quizás una redundancia). La poesía nada tiene que ver con esto. Sin embargo, la escritura, para mí, siempre es una sola. Me fascina escribir artículos sobre poetas. Hace tiempo que lo hago.
En este momento de mi vida, mis lecturas se concentran en dos géneros que tienen tanta relación como disputas entre sí: la filosofía y la poesía. La relación entre ambas es como la familia: se necesitan tanto como se dañan. Se aman tanto como se repudian. Hace ya unos cuantos años constituyen mi foco de lectura. Leo filosofía como poeta. Es, sin duda, una lectura muy sesgada. Pero, admito, peculiar. La filosofía me desarma y me estremezco cuando comprendo. Es siempre un desafío. Me excita. En este momento, estudiaría académicamente, si me fuera posible. Pero ya estoy enviciada con el autodidactismo, no tolero las aulas, los exámenes. Es imposible de sanar. Mis maestros son los autores, los recibo siempre con los brazos abiertos y mi lugar de pertenencia es el poema. Allí me aniquilo y me restablezco.
-Manrique Fernández Moreno opinó en el año 2004, en la revista La Novia de Tyson, que en Argentina no tenemos un equivalente a Pablo Neruda o César Vallejo o Carlos Drummond de Andrade o Vicente Huidobro; que “tenemos sí poetas de una cierta primera línea pero no de ese tinte universal”. ¿Estás de acuerdo?
-Esencialmente no acuerdo con ese tipo de apreciaciones. Sin duda hay artistas que determinan campos estéticos, que marcan tendencias, que son únicos e irreductibles. Pero cuando se llega a cierta altura, quiero decir, cuando hay, en palabras de Kant, modelos ejemplares, “no nacidos de la imitación”, pues se hace muy difícil elegir con tan necia rigurosidad y dejar grandes voces detrás o debajo de otras. Jamás pondría a Vallejo en el mismo lugar que Neruda, por ejemplo. Pero esa es mi posición, porque Vallejo aún me acompaña y Neruda no. Acaso deba retornar a él, desde otro lugar, como hace poco retorné a Gabriela Mistral y redescubrí una voz soberbia. Entiendo lo que Manrique Fernández Moreno quiere decir, pero en el arte siempre hay un espacio para la subjetividad. Además, no me interesa hablar de la poesía en esos términos. Busco sentir ese hachazo, como decía Franz Kafka, ese impacto que interpela —a veces emociona, a veces desespera— pero que siempre me permite transitar la vida con menos pesar y con más belleza. Creo que en nuestro país hay voces fundamentales, elevadas y únicas.
BIOGRAFÍA: María Malusardi nació el 12 de abril de 1966 en Buenos Aires, ciudad en la que reside. Desde 1989 ejerce el periodismo (entre otros medios gráficos, en las revistas Nómada, Lugares, El Arca, Nueva, Debate, Caras y Caretas —entre 2013 y 2015 exclusivamente sobre poesía argentina— y en los diarios Perfil Cultural, Clarín, La Gaceta Cultural). Además de impartir talleres de Lectura y Escritura, dicta las materias Estilo y La Entrevista en Taller Escuela Agencia (TEA). Su poemario “el sastre” obtuvo la Mención Especial del Premio de Literatura Casa de las Américas 2015, de Cuba, y otro, Trilogía de la tristeza —traducido al francés y editado en 2013 como Trilogie de la tristesse (Zinnia Editions, Lyon, Francia), en formatos papel y electrónico—, resultó finalista del Concurso Olga Orozco 2009. Es la responsable de la selección, edición y el ensayo preliminar del volumen Obra poética de Raúl Gustavo Aguirre (Ediciones del Dock, 2015). Poemarios publicados entre 2001 y 2017: El accidente, La carta de Vermeer, Variaciones en la niebla, Diálogo de pescadores, Museo de postales, Trilogía de la tristeza, El orfanato, La música, Artista del trapecio, El sastre y El desvío y el daño.