De la mano de un buzo que rescata barcos perdidos en las oscuridades del río, Orlando Espósito narra profundidades propias del protagonista. Este cuento que transcurre en la ribera del barrio de La Boca, es ilustrado por Mariano Lucano.
Vivimos en La Boca sobre la ribera del río. La vecindad está compuesta por ranchos hechos con trozos de chapas, cartones y plástico apiñados sobre senderos de tierra en los que se acumulan montones de basura, alimento y guarida de ratas y comadrejas.
Aquí nacimos. A la vera de un río quieto, sin olas, sin rumores, sin peces. Agua muerta mezcla de petróleo, aceite quemado, residuos cloacales de distintas poblaciones y ácidos de curtiembres e industrias que derraman sus venenos a lo largo del curso.
Es nuestro paisaje. No percibimos el olor nauseabundo, no nos impide saborear un buen plato de comida o una confitura. Para nosotros es algo normal: aquí nacimos, aquí nos criamos. No nos gusta el Riachuelo, el río más negro del planeta, pero somos de aquí, vivimos de él, de sumergirnos en sus profundidades. Somos buzos. Algo que nos viene desde la cuna, herencia de nuestro padre que fue buzo durante la guerra, en Italia. Es el oficio que nos vino en la sangre, siempre de escafandra y zapatos de plomo, garfio, soplete y malacate.
Nuestro pan está ahí, debajo del agua, entre el barro y la chatarra oxidada, entre vidrios rotos y puntas de metal. Sumergirse conlleva riesgos, pero donde hay riesgo hay dinero; de eso vivimos. Para el trabajo nos gustan los fierros pesados, un casco de cuatro mirillas y trajes de neopreno de siete milímetros reforzados en los lugares más expuestos, donde el peligro de rotura es mayor. Tampoco nos gustan las botellas de aire comprimido ni el nitrox. Preferimos un buen sistema de bombeo de superficie mantenido y reparado por nosotros mismos, ubicado sobre la plataforma junto al guinche y demás herramientas.
Mi hermano Ernesto, mi esposa y yo habitamos una casa centenaria estilo colonial, construida por nuestro padre. Cuando me casé con Irene surgió como lo más natural que fuéramos a vivir allí, donde había tantos cuartos vacíos. Cuando pregunté a Ernesto si estaba de acuerdo se apresuró a dar su consentimiento bromeando que estaba harto de comer mal y tener que lavar los platos.
Los presenté en una cena que organicé en el mejor restaurante de La Boca. Menú: ensalada de pulpo, sorrentinos con salsa de hongos, vino tinto Brunello di Montalcino, tiramisú y café. Fue una noche agradable que los tres disfrutamos por igual. Después llegó el casamiento, volaron los días de la luna de miel en Bariloche y así, de pronto, Irene se instaló y comenzó a compartir su vida con nosotros.
Los días que hay trabajo arrancamos temprano. Primero, a preparar el equipo en el galpón de la ribera. No pedimos prestado ni un martillo; tenemos lo necesario y un poco más: herramientas, repuestos, compresores y bombas de aire, un motor de emergencia, cadenas, cabos, todo. «Si falta algo se compra; nunca se pide prestado», apotegma de nuestro padre.
En cierto sentido, la vida nos sonríe, va fácil. Hay poca competencia y los contratos sobran. Cuando merma el trabajo enganchamos la casilla rodante al jeep y nos vamos los tres en excursión de pesca a la corvina en Punta Rasa, al tiburón en San Blas o al dorado en Paso de los Libres.
Irene y Ernesto hicieron buenas migas desde que se conocieron. Vamos juntos a todas partes. Estamos bien. El día que cumplimos seis meses de casados entró el contrato por el Amalfi, un remolcador que lleva quince años bajo el agua, a pesar de lo cual, hasta hace poco mostraba al aire parte de la chimenea, como un nadador que siempre estuviera dando una brazada.
En lo que tiene que ver con el oficio somos profesionales; no dejamos nada librado al azar. El río es taimado y traidor; no le gusta que le arrebaten los barcos podridos que retiene en el cieno. Por eso mantenemos la escuela del viejo. Lo primero, antes de aceptar un trabajo es recabar información. A veces, antes de dar un precio —y para evitar lamentos posteriores— hacemos una inmersión por nuestra cuenta para tener una visión exacta del lugar, del objeto y del ambiente, si hay corrientes, pozos, obstáculos y cualquier otra dificultad.
Hecho este relevamiento, firmado el contrato y asegurado el cobro, nos ubicamos sobre el área con la plataforma y alguno de los dos baja. Por lo general, primero yo, que soy el mayor. El que queda arriba controla el bombeo, siempre respaldado por dos equipos; uno principal y otro de muleto. El que hace la inmersión está seguro de tener las espaldas cubiertas, sabe que todo fue revisado una y dos veces. Además, por si alguno se llegara a poner intranquilo mantenemos comunicación entre el buzo y la superficie. Abajo y arriba, decimos.
Iniciamos los trabajos en el Amalfi a comienzos del verano. Irene, contenta y entusiasmada como una chiquilina vino con nosotros. Nos prepara almuerzos sobre la cubierta del lanchón. Abre una canasta y saca frascos, envoltorios y latas y arma una comida fría con cosas simples que resultan manjares para nosotros. Algunos días vamos a comer a El Puentecito, un bodegón que está a la salida del viejo puente Pueyrredón, frente al playón de colectivos.
Así andábamos. Pero ayer, sin aviso, de pronto comencé a sentir cierta incomodidad. Nada más ni nada menos que eso: incomodidad. Un ligero desajuste difícil de definir. La mirada de Ernesto demasiado fija sobre Irene, la risa de ella una nota más aguda de lo normal, pequeños gestos, atenciones, detalles en los que no había reparado días anteriores pero que, a partir de un momento que no puedo precisar, empecé a advertir con mayor frecuencia.
Si algún resquemor sentí, lo dejé de lado. Me traicionó la confianza. Son mi hermano y mi esposa. Tal vez, si fuera más desconfiado me habría dado cuenta antes de lo que pasaba entre ellos; no soy de los que van por la vida dando tumbos. Pero pensé que era una relación normal entre cuñados, entre dos que tienen la misma edad, entre gente a la que la vida abre cancha. Fue sutil, tenue, alguna vez una broma entre ambos o que caminaran unos metros tomados del brazo, nada especial. Esa incomodidad y ese resquemor se instalaron. Ni siquiera alcanzaron la magnitud de un sentimiento, no son celos, no soy celoso, solo una ligera sensación de no estar confortable, a gusto.
Estamos a medio camino para terminar el contrato. Bajé con la manguera de agua a presión para liberar el barro del fondo. Pasé más de una hora con esta tarea. Eso es mucho tiempo ahí abajo. Pedí a Ernesto que me subiera. Al llegar arriba, al aire, sentí que algo había pasado. Un indicio, una intuición, percibí que actuaban como si ocultaran algo o estuvieran avergonzados.
No hice caso; dejé pasar. Pero con el correr de los días aquello fue en aumento. Advertí que buscaban estar solos con cualquier pretexto. Hasta cuando ella iba al almacén o a la panadería, Ernesto se apresura para acompañarla porque está oscuro o porque las bolsas van a ser muy pesadas.
Irene se volvió agresiva, una arista que no le conocía. La dominaban bruscos cambios de humor; rehuía el sexo y hasta las caricias o una pequeña atención parecía molestarla. Cuando estábamos juntos, si Ernesto hacía un chiste reía a carcajadas; si el tema era sobre la empresa permanecía muda, ausente, como si le fuera tedioso; si era yo el que hablaba, ni me miraba.
Empezaron las discusiones con mi hermano. Al principio, nada grave. Comenzó por decir que estaba harto del Riachuelo. Contesté que a mí me pasaba lo mismo pero que de eso vivíamos y nos estaba yendo bien. Retrucó que necesitaba otros aires, que sentía asfixia, que había lugares más cálidos y limpios, el Caribe, dijo, y ahí, cuando dijo “caribe” vi que los ojos se le volaban y se cruzaban con los de ella.
Estamos en la plataforma. Tengo que bajar. Hay que cortar unas planchas y es mi turno. Necesitamos abrir la sala de máquinas para sacar los motores. Bajé colgado del guinche y comencé a trabajar. Es bravo estar aquí. La visibilidad nula, el soplete apenas si hace un manchón de luz, hay que moverse casi a tientas y entonces, más para sentirme acompañado que por otro motivo intento hablar con Ernesto. Nada importante: hice esto, voy a hacer aquello otro, va bien, y otras pavadas por el estilo para matar la soledad. Hablo, pero Ernesto no contesta. El intercomunicador está apagado. Imposible que se haya roto, es uno de los elementos de trabajo que más cuidamos.
El aire hace algo de ruido al entrar por la escafandra, un siseo. Eso es lo único que escucho mientras estoy quieto. Sentir que estoy desconectado no me gusta. Experimento en la nuca un preanuncio de pánico. No hago caso. Pienso en la cubierta del lanchón, imagino a los dos a pleno sol, riendo y haciéndose caricias y allá, arriba, a la orilla del Riachuelo cubierta de basura y ratas, los veo alegres, solos y distantes bañados por la luz del mediodía.
Un buzo sabe que su trabajo trae aparejados riesgos. Sobre todo, lo que tenga que ver con el aire. La pesadilla del buzo tiene lugar debajo del agua, sin aire. Arriba no se tiene conciencia de que uno tiene que respirar, es automático. Pero abajo y aun antes de bajar, apenas se ajusta el casco y se pone en marcha el equipo, antes de que el guinche empiece a soltar cable y todo quede a oscuras, uno piensa —apenas una revisión mental— en posibles fallas, si se habrá pasado por alto un control en los generadores, en la bomba manual y más que nada, en el compañero que lo cuida a uno.
Llamo a Ernesto un par de veces. Nada. Espero un rato y vuelvo a llamar. Silencio. Me pregunto si se habrán marchado para siempre dejándome allí abajo abandonado a mi suerte. Pienso en librarme de los zapatos y el cinturón de lastre. Tarea difícil, casi imposible. Incluso, si logro hacerlo es poco probable que pueda alcanzar la superficie antes de que el agua inunde el casco y me ahogue.
Siento pena. Pena por mí, por Irene, por Ernesto. El aire sigue llegando. El generador tendrá combustible suficiente para hacer funcionar la bomba durante unos pocos minutos más. Ese es el tiempo que queda. Se apaga el soplete: me rodea el agua negra. ¿Habrá cortado el acetileno o se terminó el tanque? Acerco una mano a la mirilla pero no la veo. Muchas veces había sufrido pesadillas en las que soñaba que estaba atrapado así. Todo buzo tiene ese fantasma escondido en algún rincón de la mente. Algún desperfecto, una falla, cualquier imponderable y uno allí abajo, en la negrura, sin salida. Lo que nunca se me había pasado por la cabeza era que el de arriba, mi hermano, no me quisiera sacar.
Acaso, Ernesto todavía esté parado junto a la palanca del guinche dudando si accionarla o no. ¿Qué le estará diciendo Irene? «¡Vamos, vamos!». Quizá se fueron. Tal vez dejaron los bolsos preparados en la casa, pasaron a recogerlos camino al aeropuerto, y ya van con los pasajes hacia una playa del Caribe. ¿Serán capaces de hacer algo así? El sudor me hace arder los ojos. Un soplo frío roza mi nuca.
De pronto siento un ruido en el auricular. Escucho:
—¡Hola!
—¡Hola! ¡Subime, subime! —grito.
El malacate tarda en arrancar unos segundos. Por fin empieza a enrollar el cabo de acero. Llego a la plataforma. Ernesto, con la cabeza gacha se inclina sobre los controles maniobrando para bajarme sobre cubierta. Irene no está.
Cumplimos con los pasos de desarmar la escafandra: abrir la mirilla, parar la bomba, desenchufar las mangueras, cerrar válvulas. Un ritual para salir de la mortaja de neopreno y caucho. Ernesto evita mis ojos.
—Basta por hoy —digo—, me voy… estoy cansado.
No contesta. No paso por el galpón, voy para casa. Escancio una buena medida de whisky y me derrumbo sobre una de las sillas del comedor. No tengo ganas de hablar. Hablar no es lo mío… de ninguno de los dos. No es lo nuestro. Nunca se nos dio bien hablar.
Esperaba que llegara Irene; el que entra es Ernesto.
—¿Tiene miedo de verme? —pregunto.
—Miedo no, no es miedo…
No puedo ni siquiera pensar que es Ernesto el que me va a explicar qué le pasa a ella. No quiero saber, no quiero hablar.
—Vendamos todo y dividamos —digo—. Después hagan lo que quieran. Ahora me voy a un hotel. Mañana veremos.
Inspira. Contiene la respiración un momento y suelta un soplido. Comprendo que está pensando si tiene obligación de confesar o si puede mantener el silencio. Hace un gesto de impotencia; no encuentra las palabras para explicar qué pasó.
—Sobran los motivos; no hace falta dar razones —digo.
Me levanto y voy al dormitorio. Busco la billetera. Abro el ropero y meto algo de ropa en un bolso. Camino hasta la Vuelta de Rocha. Hay luces, gente en los boliches, música. Llamo un taxi. Como si la bomba de aire se hubiera detenido, siento que no puedo respirar y me va ganando la asfixia.
Muy buena historia!
Gracias Ana. Me alegra que te haya entretenido la historia.
Otro bello cuento de Espósito. Termino de leer su libro sobre el secreto de los indios y me encuentro con este. Excelente. El viejo cuento de los gemelos que tienen un querer en común. Borges puso dos criollos conviviendo en completo sosiego en un pueblo remoto que bien pudo ser Lincoln o Coronel Pringles o Lobos, y le sumó un misterio de mujer entre los dos. El proceso siempre es el mismo, entre doctores, criollos, peones o buzos, de repente se enciende el fósforo invisible de los celos. El buzo de Espósito, inteligente y sereno, decide poner sus enseres en un bolso e irse. Entre hijos de un mismo progenitor lo mejor es no reñir y menos por cuestiones de mujeres. Los gemelos de Borges hicieron lo mismo, es decir que posiblemente siguiendo los consejos de Fierro no riñeron, pero ninguno de los dos se fue y prefirieron el periplo en sulky y el horrible femicidio de su común objeto (¿OBJETO?) del deseo. Cruel, imposible de leerse hoy en un colegio, por muy genio que fuese Borges, ese cuento pide con gritos estridentes ser excluido de sus libros. El cuento de Espósito es el cuento bien escrito por un hombre bueno. De nuevo muevo mi enorme oído izquierdo. Qué cuernos. ¿Por qué no? El hombre, el escritor y el cuento se lo merecen. He dicho. Stop.
un sulky
Gracias por tu comentario, Marcelo. Tu gran oido izquierdo te hizo buscar -y encontrar- la historia de los hermanos de JLB. ¿Será que uno -yo- no puede escribir nada que no sea una milésima repetición de lo que ya fue escrito y grabado en el disco durante una lectura?
Otro sí: me alegra que hayas disfrutado de la lectura de El misterio de los Incas.
Abrazo.
Debo decir que empecé a leer y no pude parar hasta el final! Mucha tensión, mucha emoción!
Gran historia! Excelente cuento!
Y el entorno…allá abajo, en las profundidades, realmente alucinante!!!
Me gustó mucho!
Gracias Cris. Siempre empujando palante.
Hola Orlando , me gustó mucho , este estilo me gusta , no estoy segura pero creo q narras siempre en tiempo presente y eso le da un toque especial .
Felicitaciones !
Gracias Nora por tu comentario. El presente es un tiempo que se vuela, que nos pone algo ansiosos por eso mismo.
Muy buen cuento. Te hace reflexionar de no tomar acciones apresuradas.
A pesar de pasar esa fea realidad decide irse y no pelearse con su hermano.
Muy lindo.
Gracias Mercedes por tu comentario.
Querido Orlando,volviste a ser mi héroe.
El que escribe sobre el amor,celos,sospechas .Que dificil es ser hermano.Que bien trasmitis los sentimientos .Me encantó y he decidido no ser buzo,por las dudas.Un beso y abrazo
Gracias Susana!
Siempre tus cuentos, te mantienen en vilo, hasta el final!!! Me impacta lo vívido de tus descripciones! El ser humano tiene esas oscuridades, como el fondo de ese riachuelo:negro, pestilente! Y la falta de aire ante tanto impacto humano, como la que se siente ahi abajo, en el río, cuando algo falla…….
Gracias por tu comentario Virginia. Me alegro que te entretengan mis relatos.
Excelente!!! tan bien narrado y descriptivo que uno se siente sumergido en ese Riachuelo, oloroso, oscuro, pero con tantas historias por descubrir. Felicitacones ORLANDO!!!!! sSiempre es agradable leerte!!!y enriquecedor.
Gracias Adriana!
Una vez más , Orlando nos atrapa con sus vívidas narraciones…
Hoy, nos contagia sus sensaciones, desde el fondo de las aguas pestilentes del Riachuelo, reviviendo la vieja historia de los hermanos,entrampados por sus sentimientos hacia la misma mujer…
Imagino la.sensacion de estar en la profundidad, con esa pesada escafandra de 4 mirillas, con dificultad de respirar, sumado al dolor de la sospecha de engaño y la incertidumbre de recibir ayuda de “su propio hermano”
Confieso que me atrapo la historia, y confirmé aquello de “a quien vas a herir con hechos, no hieras con palabras”…
Muy buen relato!
¡Gracias Mirta!
Este relato es atrapante de principio a fin! Y tiene un gran manejo del lenguaje del mundo que relata. Muy logrado
Gracias, Melina. Es bueno saber que los relatos que uno escribe gustan.
Muy buen relato. Felicitaciones.
Gracias Ignacio.
Un relato que no se puede dejar de leer hasta la última bocanada de aire, que le falta al final al protagonista. Por cierto, un final con otra vuelta de rosca.¡Felicitaciones Orlando!
Gracias, Marga.
Bravo, Orlando. Tu pluma es necesaria.
Un abrazo
Gracias Liliana.