Una lectura de la levedad

Plumas: elementos inmateriales y llenos de mística. Su origen y significado, y el de las aves que las portan. Su lectura mitológica y sus usos a través del tiempo. Ilustración de María Lublin.

 

Cuasi ingrávidas y vaporosas, más cercanas al elemento aire que a cualquier otro, las plumas parecen remitir a algún tipo de existencia no terrenal.

Su carencia, incluso, sirvió para definir al hombre. Cuenta Diógenes Laercio en tono jocoso que los discípulos de Platón tan fanatizados con el método de la dialéctica legado por el maestro, buscaban definiciones de todas las cosas.  Cuando llegó el momento de definir al hombre, no dudaron, lo caracterizaron como δίπουν ἄπτερον, es decir, bípedo implume. Otro Diógenes, el cínico que se jactaba de vivir como perro, desplumó un gallo y lo arrojó a los pies de los académicos al grito de “He aquí el hombre de Platón”. Aquellos, lejos del asombro, debieron corregir la definición agregando la anchura de las uñas para diferenciar al hombre del pobre animal que yacía ante ellos en el suelo.

En lo que concierne a su fisonomía, se llama cálamo a la parte que se inserta en los folículos de la piel de las aves. Y raquis a la parte final de la pluma, también llamada flecha, quizás por una analogía entre la capacidad de rasgar la piel y el papel; de más está decir que las plumas fueron usadas durante siglos en la técnica de la escritura, dada la fineza obtenida a partir de su trazo. En un gesto quizás no exento de cinismo se colocaban plumas, en tanto que símbolo de la expresión más alta de la cultura humana, en los sombreros que adornaban las cabezas de los locos.

La parte suave y delicada, aquella que percibimos al rozar con la mano el penacho y lomo del inquieto animal, se llama barba.

A pesar de su levedad, el conjunto de plumas de un ave pesa más que su esqueleto, dado que sus huesos son porosos y huecos.

 

 

Mitológicamente, las plumas se emparientan con el inframundo. Por un lado, es como si éstas tuvieran una intrínseca capacidad para la comunicación de distintos planos, quizás gracias a su ligereza pueden habitar en la fisura del mundo, entre el aire y la tierra. 

Por otro lado, a pesar de la extrema delicadeza y levedad, no carecen de peso ni, por supuesto, de sombra. Y en algunas mitologías se las relaciona con cuestiones tan prácticas como la medición. Así, en el libro de los muertos de los egipcios, aparece el dios Anubis, quien, en orden a definir el destino póstumo de las almas de aquellos que recientemente habían muerto, sostenía en su inmortal mano una balanza, en un platillo colocaba el corazón del cadáver, en el otro, la pluma de la verdad. El primero debía ser más liviano que la segunda. 

De una cuestión tan inconstante y precaria dependía el destino inmortal del difunto o la destrucción eterna de su alma.

También las plumas fueron relacionadas con un tipo de visión ubicua, como la mirada veloz y atenta del ave. El mito griego que tiene a Argos como protagonista da cuenta de ello. Argos era un gigante que poseía cien ojos atentos a todo lo que ocurría alrededor, el epíteto con el que se lo conocía era Πανόπτης (panoptes) término que dio su nombre a los modernos panópticos que aún pueden encontrarse en la actualidad.

El gigante supo ser el devoto siervo de Hera, la esposa de Zeus; cuando la lascivia de este último por la ninfa Ío fue tan grande, ordenó decapitar a Argos. Así, su fidelidad no lo protegió del martirio, fue desmembrado, y cada uno de sus ojos fueron colocados en las plumas de la cola del pavo real, que una vez desplegada, en aras al apareamiento, parece observar al universo entero. En un único gesto, el acto de la visión deviene por un momento en ornamental objeto digno de ser admirado; las plumas son cosas complejas y paradójicas.

 

 

Pequeños elementos que habitan en un intersticio, suspendidas entre el cielo, tierra e inframundo, más aéreas que corpóreas, llevan en sí mismas la marca de la contradicción. Las plumas fueron convertidas a lo largo de la Historia, como casi todo lo demás, en herramientas y mercancías; sin embargo, pudieron conservar en nuestro imaginario una naturaleza cuasi inmaterial, como el aire que se cuela por sus barbas.

Escribe Gabriela Puente

Gabriela Puente nació en Buenos Aires durante el invierno de 1979, licenciada en Filosofía por la UBA, maestranda por UNDAV, primera mención en Certamen de Ensayo Filosófico de la Facultad de Filosofía y Letras UBA, su tesis de licenciatura fue publicada por Editorial Biblos en 2018, publicó varios artículos en revistas académicas; actualmente se dedica a la docencia y colabora en diversos medios.

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