Un poco de calor

Los cerros cuentan, un viento que susurra durante una noche larga. Un cuento de Orlando Espósito, ilustrado por Mariano Lucano.

Wisa, el machi, llegó furioso porque Sami andaba por los cerros haciendo sonar el erke antes de que terminara el verano. Bajó de la cumbre y explicó que eso a la Pacha no le gustaba, que traería desgracia y que por su culpa cuando viniera el invierno los iba a tapar la nieve y la pasarían mal. Pero cuando ella le dijo esto a Sami lo único que hizo fue encoger los hombros, embutir un cuero en la trompa para apagar el sonido y volvió a subir a las cumbres para seguir tocando a su antojo.

Así que Wisa regresó hecho una furia por esa desobediencia. Como él no estaba, Sami nunca estaba, fue ella la que terminó recibiendo el reto. Alzando la voz le dijo: No puede hacerlo sonar ahora, dile que va a traer frío y hambre. Están pasando cosas muy malas y es preciso andarse con cuidado. Llegaron otros dioses al Tahuantinsuyu venidos del mar en grandes canoas, servidos por hombres con pelo en la cara que montan sobre animales extraños.

Cuando Sami vino a comer ella le pidió que terminara con eso y que devolviera el erke, pero no la escuchó. Dijo que Quispe se lo había prestado para que practicara hasta que todos pudieran escucharlo desde lejos y supieran que era él, Sami, quien lo hacía sonar, y no iba a dejar de hacerlo por más que rabiara el viejo.

Unos días más tarde partió. La dejó cuidando el camino y los hijos. Lo vio marcharse bordeando el cerro arriando los animales cargados de cueros. Pasaron dos lunas. El Llullaillaco largó humo y retumbó. Sopló el viento, trajo nubes, lluvia y después frío. El aire se aquietó, empezó a nevar y siguió sin parar hasta que todo quedó de blanco: todo menos el cielo, que tenía el color gris de las piedras y tapaba al sol.

Ella está sola y habla con la montaña: Me dejó sin leña, sin comida, tarda en volver y todo lo que queda son unas papas, unos puñados de maíz y grasa de llama. Creyó que la suerte le iba a durar para siempre, pero llegó la desgracia. Se fue con calor y ahora vino este frío. Si no vuelve pronto vamos a morir los tres.

Y le susurra a los cerros: La pequeña Chami está mal. Apenas si se mueve. Duerme día y noche. Ya está aflojando, pobre mi niña. Achiq es más fuerte; como todo varón aguanta más. Ayer comió un poco de papas con chicharrones, pero Chami ni las probó.

Mira el erke apoyado contra la pared. Piensa en usarlo para avivar el fuego y que entibie un poco la pieza. Aunque sabe que nadie la escucha habla a los hijos, a la montaña, a la nieve, reprocha a Sami el abandono: Le avisé que iba a nevar. Él miró las nubes, encogió los hombros, dijo que todavía era época de viento y que iba a estar pronto de regreso.

Sigue nevando. Hace tiempo que dejaron de pasar los chasquis por el camino. Echa en el fogón la última bosta de chivo que trajo del corral y el mango de la azada. Se acurrucan los tres bajo las mantas y pieles. El frío entra igual y Chami tiembla. Está caliente y tiembla. Se le escapa el calor del cuerpo. Arde.

La noche es larga, dura. El viento chifla, se filtra por entre las piedras, agita el humo, hace saltar chispas. No afloja, no amaina. Hurga por los rincones, busca. Busca a los niños y los sacude para desprender la carne de sus huesos, quiere llevarse las vidas.

Habla con el cóndor: Apenas quedan rescoldos, Sami estará muerto y nosotros pronto vamos a morir por culpa de esto. Se yergue y toma la caña del erke. Es larga y pesada. La levanta con los brazos abiertos y arrebatada, mientras brama un alarido la parte al medio de un golpazo contra el muslo. Grita y golpea una y otra vez rompiéndola en trozos que arroja sobre las brasas. Sopla para avivar la llama. Quiere acercar a Chami al fuego pero está fría, ya no tiembla. Los dos están quietos. Los tapa con lo que puede aunque comprende que están dormidos para siempre.

No sabe cómo prepararlos ni cómo devolverlos a la Pacha. Wisa sí que sabe, él sabría, sí, pero está lejos y no va a venir. Piensa que tiene que arroparlos y ponerles algo para que coman y no pasen hambre. Los envuelve con lo que tiene y canturrea como hacía antes cuando quería que se durmieran.

Está amaneciendo. Levanta a la hija; no pesa. La alza y la aprieta contra su cuerpo. La lleva fuera de la casa y la ubica mirando hacia donde sale el sol. Entra a buscar a Achiq. Lo pone al lado de su hermana. Ruega a Inti que les dé calor. Siente que están juntos, como tiene que ser. Ya no cae nieve. Les tapa los piecitos. A su lado coloca un cuenco con papas y otro con un puñado de maíz.

Se sienta junto a ellos. Todo está blanco. Abajo, lejos en la cañada, ve una mancha oscura que se mueve. Parecen animales grandes, enormes. Son muchos. Suben por el camino. El reflejo de un rayo de sol le hiere los ojos. Nunca antes había visto el relumbrar del acero.

 Orlando Espósito – En Quebrada de Humahuaca, Jujuy, Argentina. Enero 2012.

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

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