Un cuento de Melina Martire sobre anécdotas e intimidades familiares tras una escena violenta. Ilustración de Tano Rios Coronelli.
Después de unas horas cuesta limpiar la sangre. Se pone seca, dura, se resiste. Por eso llevamos agua. Cuatro cuadras hicimos con el balde y las rejillas hasta el pasaje cerca de la plaza. Desde ese día habíamos empezado a dejar el auto lejos de la vista de los vecinos. Eran cerca de las doce del mediodía. A mí me tocó la puerta del acompañante. No supe bien porqué estaba tan manchada si fue solo.
Me subí adelante, mientras él revisaba las bujías. Sentada ahí veía sólo su cintura a través del capó abierto, que se movía al ritmo de la mano intentando aflojar tuercas, pasado el efecto del wd 40. Él luchando contra el óxido. Yo adentro mojando la punta de la rejilla en el balde. Yo fregando la sangre seca de la manija giratoria del vidrio, yendo en sentido inverso al reloj, al tiempo, para borrar las marcas.
Cuando terminé, abrí la guantera y le ordené los cd’s. Se me ocurrió que ponerlos por género sería un lindo gesto, aunque en ese momento no sabía con exactitud qué era un género musical, y sólo los puse de acuerdo a cómo me sonaban. Tranquilos, rápidos, lentos, bailables, para viaje de vacaciones, para fin de año, para días de frío. Música para ir a lo de la abuela o para ir al colegio.
Agachada sobre la guantera, podía ver una franja mayor de él. Las manos engrasadas y negras. La remera gris de cuello holgado, que dejaba a la vista la marca del sol del último Mar del Plata. La barba completamente afeitada le acentuaba la papada. Un extremo de la gasa pegada detrás de la oreja izquierda, que era ahora más alargada que redonda; el otro extremo de la gasa pegado cerca de la clavícula. Eran muchas capas de gasas que lo hacían parecer más obeso.
Unos meses más tarde contaría en una cena familiar que aquel día estaba ayudando al del primero C a arrancar el auto en la estación de servicio. Que como estaban concentrados en eso, no lo vio venir. Que el tipo de la casa de al lado de nuestro edificio, al que le molestaba que él lave el auto en la puerta, apareció de la nada, que le hizo un corte certero en el cuello con una navaja. Que ardió, ardió mucho. Que se subió al auto y manejó rápido hasta el Hospital Durand. Que le dieron diez puntos. Que el corte llegó a un centímetro de la yugular. Que todavía le tira si gira rápido el cuello, y que de ese lado no tiene sensibilidad.
En esa cena no hablé mucho. A los chicos nos sentaron más lejos porque tenemos otro modo de gestionar la conmoción. No sabía qué era la yugular, pero dicho en el tono de mi papá, sonaba como algo muy importante, casi esencial.
Cuando levantaron los platos de la mesa, me quedé mirando el mantel de pintitas negras. Se me hicieron semejantes a las gotas de sangre desparramadas en la puerta, sin lógica, igual a como encontré los cd’s aquel día.
En ese momento entendí que mi papá, así como tenía la paciencia de esparcir lubricante con una bombilla ínfima alrededor de una tuerca de difícil acceso, cuando estaba agonizando tuvo la delicadeza de subir el vidrio y trabar la puerta del lado del acompañante antes de bajarse frente al hospital.