Carta al hijo

Por una serie de imponderables, una epístola es encontrada, una carta que es, nada más y nada menos, que la respuesta a la afamada Carta al padre de Franz Kafka. Ilustración de María Lublin. 

Querido Jorge:

Espero que te encuentres bien y que todo marche según tus deseos.  Envío la presente con los documentos que adjunto, porque no sé a quién recurrir para determinar si son auténticos o apócrifos. Se trata de una historia en la que están envueltos la Gestapo y personas del entorno de Franz Kafka.

Tu profesión de perito calígrafo y tus conexiones puede ser que faciliten la tarea. Lo que advierto a simple vista es que el papel de las cartas (supuestas) de Hermann y Julie es amarillo y parece viejo, pero hasta ahí llego.

Recurrí al primer traductor que encontré (ya sabés que soy ansioso) por lo que imagino que pueden haber perdido algo del estilo original. Si resultan ser lo que pienso, veremos de recurrir a uno más calificado.

Estudié un poco el tema y parece haber consistencia en fechas, hechos, nombres y demás datos. De Dora Diament lo último que se sabe es que fue perseguida por la Gestapo y que conservaba unos treinta escritos originales de FK que le fueron confiscados en 1933, antes de abandonar Alemania. Hasta el día de hoy se los daba por perdidos a pesar de haber sido buscados afanosamente.

Creo que será de utilidad que explique cómo llegaron a mis manos.

Conocí a un belga refugiado en Mar del Plata, que según sus dichos, había sido fundador del partido nazi (aclaraba esto con orgullo, para que no se lo tachara de colaboracionista). Había llegado a la Argentina en un barco con otros diez o doce; conocí a la mayoría. Trabajé unos años en una empresa germano—belga y ellos ocupaban puestos de importancia, algunos en la casa central y otros destinados a las sucursales del interior del país. 

Renuncié en 1974 y me mudé a esa ciudad balnearia a montar una librería (esta es una historia conocida para vos). Había tenido alguna relación con este hombre por cuestiones de trabajo. Era simpático, alegre y solía darse una vuelta cada tanto, sin otro motivo que conversar un rato. 

Así me fui enterando de que había militado en la formación el partido nazi en Bélgica. Llegó a mostrarme una foto en la que estaba de uniforme  y brazalete en un palco, a la derecha de Martin Bormann y sus relatos fueron aportando los datos necesarios para construir la historia de la fuga de Europa de este grupo tan particular (pero eso no viene a cuento o, mejor dicho: es otro cuento).

Una mañana, entró a la librería una mujer alta y delgada.  Todavía bella, vestida con un traje sastre de una hechura impecable. Una vez que se hubo asegurado de mi identidad, dijo:

—Vengo de parte del Sr. Sbeckers —. Reconocí el mismo acento.

—¡Sí! ¿Cómo anda? Hace tiempo que no pasa a visitarme.

—Está enfermo.

—¿Enfermo?

—Grave. Me pidió que le entregara este sobre. Dijo que Ud. sabría qué hacer y que deposita su confianza en caso de que logre hacer negocio con lo que contiene—. Mientras hablaba abrió una bolsa y lo puso sobre el mostrador. Luego hizo otro tanto con dos libros.

—También dijo que le diera esto, que  ponga Ud. el precio. Son las obras completas de Goethe. Es una edición muy fina, las tapas son de piel… piel de judío.

Permanecí inmovilizado, no sé si era asco, horror o indignación. Antes de que pudiera reaccionar había dado media vuelta y se había marchado. Era tal la repulsión que sentía que los dos tomos quedaron allí donde los había dejado la mujer durante el resto del día.

Ya más tranquilo, rasgué el sobre y encontré que contenía tres cartas numeradas 1, 2, 3. La primera venía dirigida a mí. 

Ahora estoy enviándote los originales y las traducciones. Por precaución guardo una copia certificada de los mismos pero lo importante es verificar si el papel y la tinta se corresponden con los utilizadas en esa época. Confío que podrás hacer algo al respecto.

Un abrazo.

  1. B.

Carta uno:

«Mar del Plata, noviembre de 1975

«Estimado amigo:

«Tengo todavía algunos chistes muy graciosos para contarle, pero según dicen los médicos, ya no vamos a tener tiempo para reír. Así que me despido y aprovecho su amistad y la confianza que tenemos para pedirle un gran favor.

«Junto con ésta, recibirá otras dos sobres cuyo precio de venta estimo resultará altísimo. Se sorprenderá cuando lea el contenido.  Por mi parte estoy bien seguro del origen pero, lógicamente, deberá usted confirmar por medio de peritos calificados la autenticidad de las mismas. 

«Verá que todo va a salir bien. Las traje en mi maleta en el barco del que tanto le hablé. Mientras mis camaradas traían joyas, cuadros, juegos de porcelana y dólares falsos, yo opté por estos pocos papeles, a sabiendas de que iban a ser con los años algo mucho más valioso. También traje unos papeles y cuadernos que tienen el mismo origen y que irá recibiendo por el mismo medio en caso que se vayan vendiendo los primeros.

«Cuando las haya negociado, junto con la obras completas del inmortal Wolfang Goethe (esta impresión fue hecha en alemán gótico original), le ruego que separe la mitad para usted y el resto lo entregue a mi querida Helga a quién acaba de conocer. Por si no se lo dio (estaba un poco nerviosa) su teléfono es……………….

«¿Nos volveremos a ver? Nadie lo sabe. A lo mejor, espero que sea dentro de muchos años, a usted lo destinen al mismo lugar que a mí. Si así ocurriera, esté seguro de que será un placer (y una sorpresa) encontrarlo.

«Atte.

J. Sbeckers».

Carta dos:

«Praga, marzo 15 de 1934

Muy distinguida Sra. Dora Diament

«Ruego encarecidamente que acepte mis disculpas anticipadas por perturbar su intimidad y por traer al presente recuerdos que imagino serán tan dolorosos para usted como lo son para mí.

«Sé por mi querida hija Ottla que Franz la tenía en alta estima y que usted nunca dejó de estimularlo para que se dedicara a aquello que lo apasionaba: escribir.

«Comprenderá los días que he pasado dudando antes de dar este paso y las veces que tuve que resistir el impulso de hacer que el fuego terminara con tanto testimonio de pesadumbre y angustia. 

«Los escritos de mi hijo causan en mí una honda pena, si bien nunca he logrado alcanzar a entender qué se proponía transmitir. A pesar de ello, al menos, puedo darme cuenta de que todo lo que ha dado su pluma es atesorado por sus amigos y, en particular, por usted.

«Por esta razón es que le hago llegar un cartapacio con lo que quedó en nuestra casa. Incluyo una carta de mi querido Hermann, su padre, que nunca leí y tampoco tuve el valor de entregar a Franz, temiendo que agregara sufrimiento y pena y agravar con ello su delicado estado de salud. 

«Confío que, a pesar de los tiempos que corren, llegarán a sus manos en la Unión Soviética. He encarecido a un amigo de la familia que viaja con frecuencia por cuestiones de negocios, que trate de localizarla y le haga entrega de este tesoro.

«Sabrá que se trata de algo tan valioso como la honra de una familia, un conflicto entre un padre y un hijo debería permanecer oculto hasta la desaparición física de ambos. Cuento con su discreción y confío en su criterio.

«Me habría complacido conocerla y que me hablara de mi hijo, consumido tan pronto por una vida que no pudo soportar por su extraordinaria sensibilidad. 

«Muy atentamente, la saluda agradecida,

Julie Kafka».

Carta tres:

«Praga, mayo de 1920.

«Querido hijo:

«Tal vez, si te dijera que tu carta no me sorprendió, cometería otro error de los tantos que mencionas: superioridad y autosuficiencia. Estoy arrepentido de haber dicho a tu madre que te la devolviera diciendo que no se había atrevido a dármela para que la leyera. No es cierto. La leí varias veces y lloré cada vez que lo hice tratando de comprender las causas de nuestra desavenencia -si es que se puede llamar así a lo que nos separa tanto-, desesperado por no encontrar la forma de redimir mi culpa.

«Te he causado tanto dolor, he sido tan duro contigo y las consecuencias de mis actos parecen ser tan irremediables que no encuentro forma de reparar el daño. Soy un comerciante, en rigor un simple tendero, y mi escasa educación impide que me exprese en tan buena forma y con la claridad con que tú lo has hecho. He leído poco, demasiado poco, algunos pasajes de la Torah –más obligado que interesado— y, aunque te sorprenda, también los libros que habías escrito y que dejabas a escondidas sobre mi mesa de luz. 

«A propósito, con pesar te digo que nunca logré entender lo que escribías, me producía tristeza y una sensación de opresión que me dejaba sin aire. Sentía vergüenza y no era capaz de reconocer que estaba fuera de mi capacidad de comprensión. Ahora me doy cuenta de que habría sido bueno que te preguntara sobre ello, que demostrara interés (lo tenía) y que te pidiera que explicaras tus historias, pero eso, para mi forma de ver las cosas, habría menoscabado ante ti mi función paterna.

«Sin embargo, porque siempre te he querido y has sido el objeto de mis desvelos, disculpa, no puedo evitar los golpes bajos, trataré de justificar mis actitudes que tanto mal te han causado.   

«En Wossek, como bien sabes, mi padre se ganaba el sustento con la carnicería. A veces no alcanzaba la comida y nadie podía pensar en estudiar y mucho menos en llegar a ser Doctor en Leyes, eso que has logrado me produjo gran alegría y orgullo: una cosa más que tendría que haber dicho antes. Allá todos teníamos que trabajar duro y no puedo recordar un solo día de tranquilidad o un momento de verdadera alegría.

«Yo era un chico inquieto, ¿otra vez tarde para decirlo, no?, y el viejo Kafka era  severo. Solía castigar mis faltas, pequeñas travesuras, quitándose un grueso cinturón y dándome azotes hasta que dejaba mis nalgas a la miseria. No era malo, decía que las Escrituras mandan tratar al hijo con la vara para que no tome el camino equivocado, eso era lo que él sabía y nada más. Si decía que tenía hambre en tono de queja, ponía una olla de papas en la mesa y me obligaba a comer hasta que reventaba. Si protestaba porque hacía frío, me hacía cortar leña  hasta que el mango del hacha me hacía llagas en las manos.

«Es cierto que repetí hasta el cansancio la mala vida que nos había tocado en suerte y lo difícil que había sido sobrevivir en el campo; ya sabes, el carro, la pieza única para todos  y todo eso, pero no puedo dejar de decir lo que has oído mil veces: para mí, un padre es un padre. No supe hacerme entender. Yo también tenía defectos, vicios, debilidades y pedía que me aceptaran tal cual era. Era mi manera de reclamar tu perdón. Uno de mis grandes errores. Los hijos tienen ya bastante con sobrevivir.

«Crecí así, en ese ambiente. No sé por qué no guardo rencor hacia mi padre (ahora pienso que tal vez sí le guardo rencor sin tener el valor de aceptarlo). Pero en Wossek una determinación se afirmó bien adentro de mí, mis hijos no pasarían hambre, nunca recibirían un golpe como castigo y estudiarían. Y cumplí. Jamás fuiste golpeado por una falta. Pero al leer tu carta, comprendo cuánto más terrible ha sido el método de la amenaza que se cierne sin término. Lloré con amargura al leer lo que decías sobre el condenado a la horca perdonado a último momento. ¿Eso era lo que provocaba cuando sacaba los tiradores y los colocaba sobre la silla? Las palizas que recibí con el cinturón eran mil veces menos dolorosas, ahora lo veo.

«No sé si llegarás a entender, disculpa, sé que entiendes pero no sé si podrás perdonarme por el castigo que apliqué creyendo que era infinitamente mejor que el único que yo había conocido. Levantaba la mano sí, y los corría alrededor de la mesa mostrándome como un desaforado a punto de golpearlos, pero me habría cortado el brazo antes de rozarte siquiera.

«¿Y qué podría haber hecho sino lo que hice? Seguramente es cierto lo que dices sobre tu constitución. Había algo en ti como una llaga abierta que te hacía sufrir en silencio y sin protestar por lo que yo hacía.

«Dices que te echaba en cara el buen pasar que te daba y que esto te humillaba. Cada frase tuya está grabada con la punta de un cuchillo en mi alma. Me avergüenzan tus reproches y te doy la razón. Me preguntaba una y otra vez cómo tratarte, cómo hacerte entender lo que a mi juicio era evidente. Era como decirte mira, para mí ha sido muy difícil pero tú tienes todas las posibilidades, aprovéchalas. No tenía mala  intención. Creía que te mostraba un camino.

«Como aquella vez que te saqué al balcón. Pensé: ahora va a aprender a no llorar, lo estoy haciendo fuerte, va a ser un hombre hecho y derecho. Fue una crueldad, comprendo… una noche de invierno. Habría bastado con ir hasta tu cama y llevarte un vaso con agua y darte un beso. Eso era todo lo que reclamabas. ¿Pero que era para mí sacarte al balcón comparado con los puñetazos, patadas y correazos que yo había recibido?

«Lo que no dices en tu carta es que soy una persona común, con poca o nada educación. Advierto que es tanto lo que me admiras que no ves la madera debajo del barniz. Al contrario, dices que hablo bien y me muevo con soltura y que parezco no sé qué pero no hago otra cosa que escapar de la pesadilla de Wossek. Corro y corro y trato de protegerlos para que nunca tengan que padecer lo mismo. 

«Quería que fueras feliz, Franz, y te destruí. Quería que todos fuéramos felices y que viviéramos amparados por la prosperidad. Trabajé día y noche para ello. Pero pasan cosas en la vida que no sé por qué pasan. Tal vez tú, con tanto que has leído, con tu conocimiento seas capaz de dar una respuesta. Uno conoce una mujer y siente que va a formar una familia para siempre y hace lo que puede y no le va tan mal, sale adelante con su negocio y educa como sea, demasiado mal, según veo, a sus hijos y de pronto, aparece otra mujer. Está cansado, está harto de trabajar y de discutir con los suyos, siente que todos sus días fueron una miseria.

«Leí esa parte en la que cuentas cuando me veías llorar mirando a tu madre enferma. Lloraba por ella, sí, pero también por haberla traicionado. En ese momento cambié. Dices que cambié, que antes no era así. La culpa corroe. Ottla me había descubierto y me di cuenta de que te lo había dicho; fui un tonto, un idiota. Das un mal paso y todo se lo lleva el viento y te encuentras solo, sin hallar sentido a nada de lo que haces, pero están las responsabilidades, el deber, la palabra empeñada. Todo sigue ahí. Estás encerrado, prisionero y no puedes pedir perdón. 

«Me viste apoyarme contra el marco de la puerta cuando estabas sufriendo una de tus tantas dolencias en la pieza de tu hermana. Pensaba que tenía que llegar hasta ti y hacerte una caricia, demostrarte mi cariño pero nuestra relación estaba hecha añicos. Un hijo que no puede hablar con el padre, un padre que aterroriza al hijo, un mundo hostil cargado de amenazas los rodea pero no son capaces de un gesto, esto no era lo que yo quería. Temía que si me acercaba te echaras a temblar, que fueras a creer que te iba a recriminar tu enfermedad.

«¿Cómo se repara tanto daño? Cuando estabas por casarte dije cosas estúpidas sobre la mujer que habías elegido, la blusa y eso. Pero mi intención era otra, tenías un trabajo que apenas daba para tus gastos, escribías cosas que yo no comprendía y querías dedicarte a ello, creí que era mejor que siguieras soltero, sin compromisos. Pensé: tal vez llegue a ser un escritor de fuste. Pero en lugar de expresarme, en vez de decir lo que sentía y ponerte un escritorio y cuadernos y lápices para que te dedicaras a lo que deseabas, lo único que se me ocurrió fue que querías casarte para liberarte de mí y dije tonterías, sólo dije tonterías y, como siempre, eché a perder todo.

«Sentiste vergüenza cuando propuse acompañarte para que conocieras mujeres y aprendieras lo que todo hombre debe saber. Mis amigos llevaban a sus hijos mayores a los burdeles. Era natural: la iniciación de los varones. Propuse llevarte pensando que también en eso te había fallado. Pero tapé una falla con una ofensa. Eres tan sensible, tan susceptible y dispuesto a sentir que te avasallan… nunca llegaste a comprender que no soy el que crees. Soy uno más del montón, apenas educado, poco mundano, que jamás habría sido capaz de conversar contigo sobre ese tema.

«No obstante, al final te apoyamos para que te comprometieras y  el que quedó a mitad de camino fuiste tú. No una sino dos veces. En la carta dices que fue por mí. No entiendo, me marean tus cavilaciones igual que tus escritos sobre hombres que se convierten en monstruos.

«Nadie me enseñó a ser padre. Claro que no era tu responsabilidad enseñarme. Se supone que si fui capaz de engendrar un hijo debí haberlo sido también para criarlo. Finalmente, dices que soy el culpable de que hayas enfermado y creo que es muy probable que tengas razón.

«Te amo hijo, siempre te amé aunque no sirve decirlo ahora, de esta manera. Ni siquiera somos capaces de sentarnos a hablar sin discutir. Hay rencor y saña entre nosotros como si fuésemos enemigos o, cada uno un fatal destino para el otro. Para colmo, comprendo que aún muerto, la sombra de ese en el que me he convertido para ti te perseguirá hasta que acabe contigo.

«Tienes razón otra vez: la vida es más que un rompecabezas. Acaso sea tan grande que no seamos capaces de darnos cuenta de qué clase de juego es. Al final, terminas hablando por mí. Imaginas lo que yo contestaría a tu carta y, con dolor digo que aciertas hasta en el más mínimo detalle. Te he destruido pero no me alzo triunfante. No soy como dijiste una vez “un Saturno que devora a sus hijos”. Por el contrario, siento que fuiste tú, acosado y sin escapatoria, el que acabó con mis sueños.

«La lanza que más duele, la que llevo clavada más profunda en la carne es estar seguro de que ni implorar tu perdón, ni aún recibirlo, serviría de algo. La muerte de tus hermanos fue un hecho que nos marcó a fuego a los dos aunque de distinta forma. Tal vez, siendo niño sentiste alguna culpa, pero no creas que a mí no me ocurrió otro tanto. Ver morir a dos hijos, uno tras otro es un trago muy amargo. Estábamos vivos y no lo supimos aprovechar. Nacer y sobrevivir es tener una oportunidad y la hemos desperdiciado. Se fueron los años y no supe qué hacer con ellos. Hemos construido un infierno cuyos hornos seguirán ardiendo largo tiempo después de nuestras muertes.

Tu padre, Hermann Kafka».

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

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Compartimos un cuento del libro Piso Trece de Paola Escobar (Barnacle, 2024), ilustrado por José Bejarano.

2 Comentarios

  1. Leyendo este excelente texto de Espósito me digo, como Stephen, que el don propio del progenitor, en el sentido de producir progenie de modo consciente, es desconocido por el hombre. Que uno puede devenir progenitor en virtud de un documento jurídico ficticio. Y me pregunto: ¿Es el progenitor querido por su hijo en virtud de su condición, el hijo en virtud de su condición por su progenitor? El hijo en el vientre corrompe el cuerpo bello; después, produce dolor, divide el querer, requiere protección. Es un niño; su crecimiento es el declive de su progenitor, su juventud el recelo del progenitor, su compinche el enemigo de su progenitor.
    Todo esto es terrible. Lo felicito por escribirlo del bello modo en que lo hizo.

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