Las mujeres traen congoja

La inmensidad de la Patagonia, el mar y el puma que ruge frente al cazador. Un cuento de Orlando Espósito con ilustración de José Bejarano.

Andábamos por la mitad de la botella de ginebra cuando el Lonko Paillemán habló. Habíamos estado tomando en silencio desde la media tarde. Me di cuenta de que algo estaba rumiando. Somos familia, lo conozco. Aunque no me gustaba nada que anduviera con tanto remilgo, por una cuestión de respeto aguanté esperando que fuera él quién eligiera el momento de decir lo que tenía atragantado.

De repente bajó los ojos y dijo: Vino un ruso a buscarte. Lo mandó uno de los Linares. Dejó dicho que vayas lo más pronto posible, que lo busqués en la casa. Parece que anda mucho puma en el campo y le están matando el ganado. Que si no lo encontrás es porque anda de recorrida, pero vuelve enseguida… Me di cuenta de que vacilaba. Escupió sobre el fuego y suspiró: Es el que compró la vieja estancia de O’Connor.

Así que era eso… De nuevo nos envolvió el silencio. Tal vez dormitamos de a ratos mientras daban calor las brasas. Después, bajó la helada y nos corrió adentro del rancho. La noche se me hizo larga. Esperé a que clareara para levantarme. Calenté agua. Cebé unos mates.

¿Vas a ir?, preguntó mi pariente. Sí, ¿por qué no? Se encogió de hombros y masculló algunas palabras en araucano dando a entender que no aprobaba que fuera.

Cuando todo estuvo listo para la partida, saludé: Ka pewayu, Lonko Paillemán.

Eran más de cinco leguas hacia el Norte, como quien va para Viedma. El colorado andaba con ganas. Agarró un trotecito largo y rendidor que nos venía bien a los dos. El Barba, como siempre, corría a la sombra del caballo con la cabeza gacha y la lengua afuera. A veces, de puro aburrido me daba por mirarlo. No importaba si íbamos al trote o al galope, siempre se mantenía a la par, ni una queja, ni un ladrido. Por momentos, yendo al tranco, parecía que dormíamos manteniendo el paso los tres, el Barba, yo y el colorado.

El bayo venía al cabestro cargado con las cosas. La perrada atrás, nerviosa, bullanguera, meta mover la cola y ladrar. Sabían lo que se venía. Estaban que se salían de la vaina. Era lindo verlos corretear siguiendo un rastro cada uno a su modo: unos venteando, alzando el hocico, otros olfateando a ras del suelo. Para un hombre que tiene el oficio de cazador, la jauría es tan importante como el fusil.

La meseta es pura arena. Hasta hace unos años era monte espeso con pastizales naturales. Cuando juntábamos las vacas para la yerra venían gordas de tanto comer bayas. La ternerada llegaba con el pelo lustroso y reventando de grasa. Ahora es desierto… cuatro años de seca.

La inmensidad mete miedo. Nada se mueve. Ni mara, ni guanaco, ni jabalí. Da una sensación fea, una tristeza honda, ver las osamentas a medio tapar por la arena. Sin agua ni pasto, la vaca se echa y no se levanta más. Hasta los chivos murieron.

Pardo y marrón pardo y gris amarillo y ocre. Uno se acostumbra a no ver lo que no se mueve; sólo se va atento a lo que se mueve. Puedo andar durante horas y ver sólo eso: unas martinetas, una tortuga, unos choiques, dos terneros. Veo lo que se pueda cazar y descarto lo que es paisaje. Distingo a la hembra del puma con sus cachorros, escondida detrás de aquella peña, pardo con pardo. La registro pero no la sigo. Grabo la piedra en la memoria pero no la sigo, no me distraigo, no cedo a las ocasiones, se hace lo que se tiene que hacer. Después se verá. Como el decir del lonko: Un hombre tiene que ir siempre derecho a lo que busca; el camino es el más corto cuando se va derecho.

¡Qué cosa, la memoria! Ahora es todo gris. Ni siquiera veo pisadas; un manto de polvo iguala y cubre cualquier forma. Flota en el aire como niebla. Dijo el lonko: vino un ruso a buscarte. Ruso de mierda, vino a comprar muerte. Voy derecho, conozco el camino, estuve allí hace muchos años para una yerra. Una yerra que me dejó marcado. Ronda el recuerdo de Blanca; sabía que iba a aparecer. Vaya para donde vaya, viajan con uno, los recuerdos. Remembranzas traicioneras.

EL TRIÁNGULO – PROPIEDAD PRIVADA – NO PASAR, muestra el cartel. Voy directo hacia la casa. No veo ninguna huella. El ganado andará cerca del mar, porque por la humedad de la cerrazón siempre hay más pasto. Desmonto. Aflojo la cincha al colorado. Enciendo un cigarro. Descansar un rato; no me gusta llegar a ningún lado con el caballo sudado. Nada cambiará si demoro unos minutos más o menos. ¿Cómo será el ruso? ¿De dónde vendrá? ¿Por qué? Simple curiosidad. Es la cabeza que empieza a dar vueltas para matar el tiempo. Al pedo nomás, eso de pensar.

Soltar las pensaderas sirve cuando cazo al acecho. Hay que estar sin moverse durante muchas horas en una aguada o frente al cubil y me da por pensar en algo. Voy siguiendo la evocación. Trato de repetir las palabras que escuché de alguno, conversaciones, recuerdos.

Acomodo el apero. Retomo la marcha al pasito. Ni media legua hago cuando oigo un tractor que va y viene. Enseguida, después de la lomadita, asoman el chalé y los galpones. Del jardín queda poco y nada, una o dos plantas resecas. Me atropella la añoranza.

Los perros de la casa meten bulla desde el patio. Los míos, al ver que desmonto y paso las riendas por las manos del colorado, acostumbrados a ser siempre forasteros, se hacen un ovillo y se confunden con el polvo para echar un sueño hasta que lleguen novedades de mi parte: agua, comida o la voz de partir.

Alivio la carga y dejo el bayo atado a un alpataco. Le digo al Barba: quedate. Voy hacia el galpón buscando el lado de la sombra. La puerta está abierta. Curioseo. Desde afuera, claro, no vayan a pensar que ando husmeando.

Oigo un grito; doy la vuelta. Una mujer hace señas desde la puerta de la casa. Es alta y fornida, sesentona. Sonríe. Lleva un delantal blanco, las manos enharinadas. Buen día, doña, ando buscando al patrón, digo. Salió, dice, pero no creo que tarde mucho en volver. ¿Usted es el cazador? Digo que sí, que soy. Si quiere, puede aguardar en la galería. ¿Gusta tomar unos mates? Rehúso; pido un vaso de agua. Noto un gesto de alivio en la mujer. No creo que le fuera a hacer ninguna gracia al ruso, llegar y ver que estoy enanchando el culo y tomando unos amargos. Está fresca. Agradezco. Vuelvo a la sombra del galpón.

Al ratito llega el patrón. Se acerca sonriendo y tiende la mano. Cuando nos damos el apretón dice un nombre que no entiendo. Juan Antipan, digo, para servirlo. Dice que pasemos a la casa a conversar. Adela, prepará unos mates.

Me mira y dice: Lo fui a buscar porque el campo se llenó de pumas. Están matando terneros. Cuenta que tiene una punta de trescientas vacas de cría; que están sembrando cerca del mar un pasto que trajeron de no sé dónde que es especial para este clima; que este año va a ser llovedor y que él me contrata para matar pumas pero que no puedo cazar ningún otro bicho. Digo: No se preocupe por eso. Yo hago mi faena; no pierdo tiempo con lo ajeno. Parece que el hombre se da cuenta de que habló de gusto. Suelta algo a modo de disculpa. Pido un medio capón por semana para mi sustento. Queda arreglado un día fijo para que pase a buscarlo.

Señala con la mano el rumbo por donde queda una casilla vacía en la que puedo hacer noche. Arreglamos el precio por cuero. Siento apuro por salir. No quiero recibir una invitación para almorzar con ese hombre; todavía mastico la ofensa. No me invita; tampoco él quiere hablar conmigo. Mejor así.

Para allá voy. El corazón late fuerte cuando veo la tapera casi al borde del acantilado. No le hago caso, lo dejo que palpite nomás, no sale nada bueno si uno se deja llevar por lo que siente. Suelto los caballos. Junto unas ramas para el fogón. Acomodo las cosas. Corto una mata de pichana para armar una escoba. Entro. Doy una barrida al lugar. Da gusto desensillar y hacer un alto alguna vez.

Fumo un cigarro sentado sobre una piedra. Miro a lo lejos, hacia el mar, donde se mecen unos barcos amarillos. Parecen estar quietos, de tan despacio que se mueven. Van a la par rumbo al puerto de San Antonio. Pienso en esa gente en el agua, en el Lonko Paillemán con sus ovejas en la nieve, en mi amigo Casimiro criando sus chivos allá por Anekón Grande, quiere aparecer la figura de Blanca pero no la dejo. Vuela la tierra hacia el mar. Pienso si los pescadores podrán verme, si alguien estará pensando en mí ahora. ¡Qué mierda…! eso de los recuerdos.

Cuando comienza a caer la noche todavía estoy allí sentado. El viento sopla con fuerza pero yo me amparo recostándome contra la pared del rancho. Las manchas amarillas de los pesqueros desaparecieron. Como unas fetas de carne con galleta. Tomo un par de tragos de ginebra. Me acomodo en el rincón sobre los cueros de oveja, bien protegido por el quillango. Al rato nomás, entra la oscuridad.

Prendo un último cigarro sin ganas, solo para ver la brasa. Noches como esta son de las que se hacen largas. El tiempo no pasa. Quieto, abrigado siento la ventisca que se cuela por debajo de la puerta y enfría mi cara. Sé que va a venir; no me resisto. La invoco: Blanca.

Llegué a la estancia desde Aguada Cecilio integrando una comparsa para la esquila. Blanca era hija de un puestero. Trabajaba limpiando la casa y ayudando en la cocina. En cuanto la vi pensé: Me la llevo. Cuando me vaya la llevo en ancas. Ni pasó por mi mente que pudiera negarse o tener un compromiso.

Ella se acerca con un mate. Ríe a cara descubierta al verme quieto, ahí, mirándola. Dice: ¿Qué le pasa, se siente mal? Y suelta una risa que contagia. Rio también; yo que no sé reír rio porque Blanca ríe y está cerca. Contesto: No, ando bien. Dice: soy Blanca, ¿y usted? Juan. Repite: Juan, me gusta.

Después seguimos viéndonos día tras día. Nos reíamos mucho aunque no sé decir cosas graciosas. Solíamos encontrarnos cerca de la tapera. Cuando se iniciaron los preparativos para el baile en el galpón le dije que esa noche la iba a llevar conmigo. ¿Y así nomás, sin pedir permiso?, dijo soltando aquella carcajada contagiosa. Se acercó, me dio un beso en la boca y susurró: Lo que usted mande, Juan.

Bailamos. Bruto como soy, daba vueltas y vueltas, a los tumbos, tratando de no pisotearla. Pero aquí, en la taperita, con el ruido de las olas que agranda el silencio, bien tapado bajo el quillango, giramos sin tropiezos. Da rabia despertar cuando se sueña algo lindo. Justito despierto cuando ella está por meter su lengua en mi boca, como hizo el día en que aceptó escaparse conmigo.

Dos mates, una costilla de capón con galleta y ya estoy listo para empezar la batida. Reviso la carabina y el revólver; relucen impecables. Ato a los perros para que no me sigan y salgo solo con el Barba para ver por dónde anda el ganado y cruzar algún rastro.

El puma es un animal cobarde y huidizo. Hay vacas que son capaces de hacerle frente. Empavorecidas, sin defensa, hasta las mochas sin guampas bajan la cabeza y lo sacan corriendo de una arremetida, tan cobarde es. Si está matando terneros, como dijo el ruso, será porque anda muerto de hambre. Con la fuerza que tiene podría matar a un toro de un zarpazo, ningún ser vivo podría resistir un golpe de una sola de sus garras, pero busca animales chicos y mejor, si encuentra alguno enfermo y débil. Siempre vuelve. Ronda. Es astuto. Sabe que el ternero se distrae, que mama y duerme. Sabe que la vaca camina y el novillito es haragán. Espera, se esconde, pardo como la tierra, acecha. Cuando se decide, salta, cae sobre el lomo de la presa con las cuatro garras y hunde en el morro sus fauces. Es un mazazo de mil kilos; mata de un golpe. Lo he visto. Estoy convencido de que la presa muere de terror. Salto perfecto, impecable, fulminante. No hay tiempo para la sangre, no hay tiempo para el dolor. Veinte puñales se hunden en la carne y le inyectan el frío

de la muerte, ya. Cuando el colorado cruza un rastro se pone a coscojear agarra un trote trunco, nervioso. El Barba levanta la cola. Va y viene y da vueltas con los pelos del lomo en punta. Noté un par de veces estas señales mientras recorría el acantilado hacia el Sur. El vacaje debía de andar desperdigado por el monte lindero a la costa.

De esta primera recorrida obtuve varias noticias. Los pumas buscan andar del lado del mar porque trabajan a contra viento y sabe soplar desde tierra. Marqué las señales de dos madres con cachorros y otras dos huellas aisladas, tal vez de machos. También registré un par de lugares buenos para apostarme, aunque aún no tenía decidido si iba a seguirles el rastro hasta arrinconarlos con los perros o si los iba a esperar en algún punto. Tengo mi modo de cazar.

La hembra hace madriguera. Recién parida, deja los cachorros y sale a cazar. Hasta que no están crecidos, no sale con la camada, más en un momento como este, cuando no hay nada para comer; en el desierto no se anda de paseo. Voy a tener que matar primero a la madre y, después, buscar la guarida.

Almuerzo chorizo seco y galleta. Ginebra, un trago nomás, es todo lo que tomo. Al vino le doy cuando voy a una doma o a las carreras, porque cuando empiezo ya no puedo parar y sigo hasta que quedo a la miseria.

Hago la siesta sentado sobre la piedra, apoyado contra la pared del rancho. Despierto. Prendo un cigarro y miro el mar. Hay días que pasa un barco sobre la línea del horizonte. Pienso qué habrá del otro lado, cómo será. Un vez le pregunté al Lonko. Solo contestó que no sabía muy bien, que de allá venían los rusos. Una noche, al despertar de un mal sueño salí a tomar fresco. Vi muchas luces blancas y brillantes mar adentro. Parecía un pueblo. Por la mañana divisé cuatro o cinco barcos de color rojo.

No sé qué me dio, pero empecé a encender una fogata cuando oscurecía, pensando que alguno de los que estaban en los barcos podía llegar a verla y preguntarse quién andaría allá, aquí, en la costa de la Patagonia. Pero después prendieron todas aquellas lámparas y yo ya no eché más leña, porque con semejante luz no era posible que pudieran ver las llamas de mi fuego.

Paso a buscar el medio capón por la casa. No es capón: es una oveja vieja y flaca. Ni para tirársela a los perros. La mujer no puede mirarme a los ojos de tanta vergüenza que siente por lo que me da ¿Y qué le voy a decir? Nada. Diviso la camioneta parada sobre la loma y el tractor forcejeando con la rastra de discos. Sofreno las ganas de ir a tirarle al ruso la res por la cabeza y apuro al colorado de vuelta a la tapera. No estaba allí para comer; me pagan para matar pumas, no voy a andar protestando por un pedazo de carne más o menos.

Mato el primero al día siguiente. Lo descubro cuando justo cuando se esconde detrás de unas rocas y enderezo para allí. Desmonto a unos ciento cincuenta metros. Me acomodo buscando un buen punto de apoyo para la carabina. El puma tiene un defecto mayor que ser cobarde, ser curioso. Espero un rato y suelto un silbido. En el centro de la mira aparecen las orejas tratando de localizar el ruido. Al segundo intento asoma por completo la cabeza. Estaba justo: disparo.

Para mí reservo un costillar que va derecho a las brasas. Era un macho viejo bastante descarnado. Tiro el resto a los perros. Pongo la piel a secar sobre la pared que da al Sur, la más sombreada. Descanso un rato sobre la piedra y retorno a la tarea. Los barcos ya no están.

Marcho a unos quinientos metros del acantilado. Pongo como cebo una de las patas de la oveja. La corté tratando de no manosearla mucho y la froté con grasa del puma viejo. Llevo el caballo hasta un montecito de piquillines. Le doy la orden al Barba: quedate. Cuando llego a la distancia óptima para el tiro limpio de piedras el lugar y preparo el apoyo para el fusil. Sé que anda una por allí; la marqué hace un par de días. Calculo que sale a eso de las cuatro de la tarde.

Acomodo el cuerpo y distiendo los músculos; estoy listo. Ahora es cuestión de esperar. Lo más duro es aguantar las ganas de fumar. Al principio uno se pone mañoso, una mosca, una araña, pica la cabeza, el codo, la pierna. Hay que dejar pasar sin hacer caso. El viento va cubriendo todo con una capa de polvo. El cuerpo se va adormeciendo, se acalambra. Llega un momento en que nada molesta. El mundo desaparece. Solo queda el cuarto de oveja sobre la piedra que se ve a través de la mira. Ahí está. Aprieto el gatillo.

Sé andar solo. Uno se va haciendo a la soledad. El ánimo se va curtiendo. Lo primero que se aprende es a frenar la cabeza, a no dejar que los recuerdos vengan en tropel, a hacerlos pasar por la manga. Pero cuando advertí que la luz aquella se alejaba, se me cortó el aire. Otra vez había sentido algo así: congoja.

Llevé a la Blanca enancada hasta que superamos la loma y ya no se vieron las luces del galpón. Allí la hice bajar para pasarla al lomo de una yegua rosilla mansita que había ensillado con un apero de cojín doble para que fuera cómoda. Dame un beso, Juan, dijo antes de montar. No era, no soy ducho para esas cosas. Me abrazó y se apretó contra mí. Me tomó las manos, las metió debajo de la blusa y las apoyó contra sus pechos. Un sacudón recorrió mi cuerpo. Terminamos revolcados en la tierra. Traté de ser delicado, a mi modo. Cuando empujaba, ella gemía, decía que le dolía, que era un bruto. Yo sofrenaba y pedía perdón. Entonces ella reía: Seguí, seguí, Juan, no me hagás caso.

Fuimos hasta Aguada Cecilio, que era donde tenía mi ranchito. Abrí la puerta. La invité a pasar. Fijó los ojazos negros en los míos y dijo: ¿Esta es tu casa? Estaba como la había dejado, desordenada, bastante sucia, la cama sin hacer. Abrí los postigos para que entrara luz. Fue peor. Blanca, dije después de un momento, me voy a deslomar para ganar plata, sé alambrar y domar… vas a tener lo que vos quieras.

Acomodamos el rancho lo mejor que pudimos. Pasaron los días. Blanca parecía acostumbrarse, estar bien, aunque ya no reía como antes. Fue cuando vino el Vasco a buscarme para que pusiera unas trampas en su campo. Fui. Apenas me estaba alejando y ya quería dar la vuelta; no podía estar sin ella. Alargué el tranco. Trabajé sin parar cuatro días, apurado por volver. No hacía otra cosa que pensar en su cuerpo, en sus manos. Volví matando al caballo.

Salió la perrada a dar el recibimiento. La puerta estaba entreabierta. Desmonté de un salto. Entré. No estaba. No quedaba nada de ella. La latita donde guardábamos la plata estaba volcada sobre la mesa, la tapa en el piso.

Fue cuando sentí por primera vez la sensación aquella. Un frío que bajaba de la cabeza a los pies, un dolor al costado del pecho, cansancio. Anduve como diez días de vino y ginebra. Buscaba pendencia con los vecinos. No podía parar.

Seguí así hasta que el cabo Isidoro, otro pariente, me encerró en el destacamento y fue a darle aviso al Lonko. Vino a sacarme. Me llevó hasta su rancho, hizo un fuego y puso en la cruz una media borrega. Comimos y tomamos. Me di cuenta de que escatimaba la bebida. Esperaba el momento propicio para hablar. Paillemán sacó punta a un palito. Se limpió los dientes. Me miró y dijo: Congoja… eso es. Las mujeres traen congoja.

Después contaron en el pueblo que había andado uno de Bahía Blanca que vendía ropa. Al parecer, se había ido con él. Para Ramos Mexía dijo uno; para Conesa, dijo otro. ¿No te dejó ni una nota?, preguntó el Vasco. No, contesté. Me daba vergüenza decir que ninguno de los dos sabía leer y escribir. Dije: no hace falta nota. Ninguna mierda de nota falta.

Tuve sueños esa noche, la noche que me hicieron señas desde el barco. Decidí salir con los perros y terminar rápido. Claro que así no se limpia bien un campo, porque meten mucha bulla y las piezas mayores escapan. Es desprolijo, poco serio. Pero al día siguiente, otra vez me entregaron un capón tan flaco que daba asco. Adela miraba el piso de baldosas incapaz de verme a la cara mientras pagaba los cigarros que le había encargado. Entonces dejé las dudas a un lado.

Corto en cuatro al capón y salgo a cebar la zona donde había encontrado más rastros. Espero unas horas antes de iniciar la batida. Al rato, detrás de un grupo de chañares resecos el Barba levanta la cola. La perrada sale disparada. Por la furia de los ladridos me doy cuenta de que arrinconaron. Ya de a pie saco el revólver. Son dos hembras. Una recién parida, da vueltas zigzagueando para proteger a la cría. La otra, a punto de parir, ruge en la boca de la cueva tratando de intimidarme. El Mancha había recibido un zarpazo y estaba despanzurrado con las tripas al sol sin emitir una queja; perro bravo como pocos.

Le meto dos balas a la primera porque se mueve mucho y no le acerté de una. La otra, que ahora se metió más adentro mira como aturdida cuando le apunto a la cabeza. Disparo,  ahí queda. Sigo con los cachorros a cuchillo nomás.

El Mancha es un perro de gran valor. Bravo cuando la fiera se da vuelta y encara. Acomodo el triperío lo mejor que puedo, lo limpio con un trapo y agua. Lo coso apretando bien los nudos. Cada vez que le clavo la aguja, el pobre lame mi mano. Enseguida, apurado por terminar hago la carneada.

En tres días doy por terminado el contrato. Siete cueros grandes y seis cachorros no son poca cosa. Satisfecho, el ruso me hace pasar a la cocina. Arreglamos las cuentas sin problema. Cuando me entrega el dinero pregunta: ¿Y ahora… qué va a hacer? Encojo los hombros como respuesta, no quiero hablar. Le bailotea una sonrisa que me molesta cuando la sigue: Porque a medida que va cazando se va achicando el negocio, ¿no? ¿Cómo se las va a arreglar? Ya de pie contesto: soy cazador, no sé nada de negocios, ya veré de qué vivir si algún día se acaban los pumas.

Voy rumbo al Sur, de donde vine. Cuando paso la loma miro para ver si reconozco el lugar donde nos revolcamos con Blanca la primera vez. Quizá fuera allá, cerca de aquellos chañares. No estoy seguro; el viento y la arena cambiaron todo.

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

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Compartimos un cuento del libro Piso Trece de Paola Escobar (Barnacle, 2024), ilustrado por José Bejarano.

Un Comentario

  1. Excelente cuento!!

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