¿Qué buscamos cuando salimos de vacaciones? ¿Hacia dónde vamos realmente? Turismo hacia el interior de uno mismo, en este cuento de Gabriela Urrutibehety con ilustración de Tano Rios Coronelli.
Decidieron las vacaciones en Italia para recomponer lo que de todos modos sabían roto. Consultaron al médico y los entusiasmó con el argumento de que un mes de descanso sería un buen remedio contra las fobias de Mario. Lo habían estado asaltando con más intensidad el último año y Perla sospechaba que no pasaban de un chantaje emocional para que no lo dejara. Pese a todo, planeó el viaje hasta el mínimo detalle y cuando llegó el momento de partir para el aeropuerto, sintió que ya estaba hecha, que el disfrute de la planificación había valido la pena y que no importaba si ahora le avisaban que se había decretado una alerta roja del terrorismo internacional o los alcanzaba una prohibición de abandonar el país, porque por un tiempo había podido soñar con que las cosas cambiarían.
En Ezeiza le llegó un mensaje de un amigo: quería que le consiguiera la traducción al italiano de una novela de un escritor cubano sobre el que estaba haciendo su tesis. Nada demasiado complejo: la edición era más o menos reciente, la había publicado una editorial no demasiado grande pero con una buena distribución y se vendía en cadenas de librerías, según las páginas web. “Algo más para hacer”, pensó Perla que sabía que Mario odiaba vagar sin rumbo fijo, perder el tiempo sin meta alguna. Otra de sus fobias.
El primer destino fue Roma. Cinco días bellos en los que hicieron el amor cada tarde en la que volvían agotados de caminar y cada mañana cuando los despertaba el olor a pan caliente y café recién molido del bar del pequeño hotel cercano a la Piazza Navona. Perla pensó en esos días que el italiano era el idioma más bello del mundo y que le iba a pedir a Mario que siguieran hablándolo cuando volvieran a la Argentina. Hasta eso parecía posible en Roma.
– Existe. Está en la base de datos. Pero no está.
Había pronunciado con cuidado el apellido del autor y lo volvió a hacer, por las dudas. El empleado de la librería no ocultó el fastidio, pero volvió a teclear, con el mismo resultado.
Lamentó haber dejado para el último día el rastreo del libro. Habían recorrido los locales donde, según su amigo, se vendía la famosa novela. Tres sucursales de grandes cadenas y otro al que los habían enviado por las dudas, porque no estaba claro en el sistema si lo tenían o no.
– ¿Alguna librería especializada en literatura latinoamericana?
El empleado de uniforme rojo hizo un gesto que Perla pensó escondía desprecio.
– Se lo puedo pedir a la editorial. En dos o tres días está acá.
En dos o tres días estarían en el sur, en la costa amalfitana. O tal vez ya en Sicilia. Dijo gracias, escribió a su amigo y recibió un “no te preocupes, disfrutá” como respuesta. Esa noche se despidieron de Roma con una cena que les costó casi tanto como el viaje, se emborracharon en un bar donde no había más clientes que ellos y se durmieron abrazados, con la ventana abierta para que los despertara el sol.
En Nápoles a Mario le robaron la billetera: no tenía demasiado dinero pero estuvieron una buena parte de la mañana haciendo la denuncia por la tarjeta de crédito. Dieron vueltas por el centro histórico y en la plaza Dante quiso detenerse a mirar los libros usados pero desistió al ver la cara de Mario y su nerviosismo.
En las escalinatas de la catedral una pareja de novios se sacaba fotos. Ella tenía un vestido de cola, muy escotado. Él, chaqué con corbata roja. Cuatro personas se ocupaban de las tomas. Mario se quedó mirando el auto, un Escarabajo de los 60 color crema, con un moño blanco en el techo. Fascinado, espiaba por el vidrio el tapizado y los controles. Un hombre muy gordo, con un traje negro a rayas finas le tocó el hombro como para apartarlo. Mario se dio vuelta rápidamente y le tiró un puñetazo que el otro atajó de inmediato. Perla gritó, los novios se desconcentraron tanto que perdieron la pose, el fotógrafo y sus ayudantes recogieron los equipos con reflejos de reporteros gráficos e inmediatamente se juntó una multitud que incluía a un grupo de turistas japoneses. Perla rogó al gordo del traje a rayas y mal que mal logró llevarse a Mario lejos de las escalinatas, de los novios y de las cámaras niponas. Esa noche lo sintió dar vueltas por la pieza, pero se dijo que no valía la pena compartir el insomnio.
A la mañana, mientras desayunaban, le dieron un papelito doblado. El conserje había tomado un mensaje telefónico para ella: querían saber si efectivamente iba encargar el libro que andaba buscando. Lo primero que pensó fue “¿todavía hay gente que llame a los teléfonos fijos?”; lo segundo, cómo la habían encontrado en Nápoles.
– Bill Gates te vigila todo el tiempo, dijo Mario como si le hubiera leído el pensamiento.
– Yo no le dije a nadie dónde íbamos a estar.
– Reservaste el hotel por internet, Perla.
– Pero ¿cómo lo sabe el de la librería?
– Qué sé yo.
Esa mañana, Mario la obligó a apagar el celular y se perdieron, felices, sin google maps, por calles estrechas hasta que desembocaron en una amplia avenida frente al mar. Por la noche volvieron a hacer el amor como en los primeros días del viaje.
Llegaron a Sorrento con sol y planificaron tres días visitando pueblos de la costa amalfitana. Pero amaneció lloviendo y la luz gris aumentó la desazón de Mario. Perla aguantó medio día viendo en la tele a Benny Hill repitiendo sus rutinas en italiano como para no dejarlo solo, pero por la tarde se fue a recorrer la ciudad.
Encontró una librería cerca de la plaza Tasso y entró a preguntar por la novela para su amigo. Le dijeron que la habían tenido hasta la semana anterior. Ya que estaba, se llevó un libro de Baricco con la excusa de practicar el idioma. Estuvo varias horas en un café lidiando con Novecento y el traductor de Google. Volvió al hotel con una botella de limoncello para intentar la terapia del alcoholismo moderado sobre Mario. Lo encontró dormido profundamente y se tomó toda la botella ella sola, mirando cómo iba apareciendo la luna entre las nubes.
– El libro la está esperando en la sucursal de Génova.
Perla había atendido el celular medio dormida y no entendía qué le estaba diciendo el hombre, pese a que le hablaba en perfecto castellano.
– Pero no vamos a Génova. Vamos a Cinque Terre
– Demasiados turistas. Debería ir a Génova, dijo el hombre y cortó.
Se levantó al baño: eran las 7 de la mañana y estaba claro. Las librerías no abren tan temprano, se dijo, extrañada. Mario seguía durmiendo: había tenido una noche espantosa. Se había despertado gritando a causa de una pesadilla y había tardado siglos en volverse a dormir. Ahora roncaba y Perla estaba despierta, sentada en el inodoro, mirando por la ventanita del baño cómo salía el sol. Se dio una ducha y volvió a la habitación tratando de vestirse sin hacer demasiado ruido. Bajó a desayunar: en el comedor había un grupo de jóvenes rubios que hablaban alemán, calzados con botas de excursionistas. Comían cereales con leche y se reían a los gritos.
En un rincón, un hombre de camisa y corbata había colgado el saco del traje en la silla y miraba fijamente la pared en la que había un cuadro de casas colgadas de la montaña.
Perla puso dos rebanadas de pan en la tostadora, mientras se servía café con leche y elegía mermelada. Los excursionistas parecían borrachos, felices y hambrientos. El hombre de corbata se acercó antes de que sus tostadas saltaran. Perla le cedió el turno con una sonrisa y fue a sentarse en una mesa ubicada justo debajo del cuadro montañés.
– Se dejó esto al lado de la tostadora, le dijo el hombre, mientras ponía una llave en la mesa.
Perla tanteó instintivamente el bolsillo del pantalón. Allí estaba la tarjeta magnética para abrir la puerta de su habitación del cuarto piso. La llave que el hombre había dejado tenía un rectángulo de madera con un 143 grabado. Le dio rabia el truco tan idiota, tan infantil, tan pasado de moda y, por todo eso, agraviante. El hombre había sacado un diario y leía concentradísimo, mientras masticaba tostadas. Los excursionistas se fueron levantando de a poco de la mesa: quedaron dos varones y una chica que se había peinado con unas trenzas demasiado cortas para el tamaño de su cabeza.
Perla salió del comedor junto con el trío. Los cuatro se pararon frente al ascensor detenido en el piso 6. Los alemanes seguían hablando a los gritos y no parecía preocuparles que pasara el tiempo y el ascensor no bajara.
– Alguien olvidó cerrar la puerta.
El hombre se había puesto el saco. Comenzó a apretar con insistencia el botón de llamada e incluso, golpeó la puerta, sin éxito. Los alemanes se fueron por las escaleras y Perla se sintió abandonada. El hombre le indicó con una seña que el ascensor se había puesto en funcionamiento.
Tuvo miedo: no quería subir sola con él. Le abrió la puerta y le cedió el paso. Le preguntó el piso y Perla mintió el 5º. El hombre apretó, además, el 8º. ¿Y la habitación 143? Cuando llegaron al 5º, le volvió a abrir la puerta.
– Que disfrute de su viaje a Génova, dijo antes de que el hueco lo succionase hacia arriba.
Bajó trastornada hasta su habitación. Mario estaba duchándose: silbaba una canción de Queen por encima del ruido de la lluvia. Discutieron fuerte cuando dijo que le dolía la cabeza y se quedaría en cama todo el día.
– Vos armaste esto, no podés dejarme solo.
– Vos te encerraste tres días en Sorrento.
– Ni siquiera sé a dónde vamos.
– Tomate el tren y sacá muchas fotos. A la noche me contás.
Después de que Mario salió golpeando la puerta con furia, volvió a abrirla para colgar el cartelito de “no molestar”. Le pareció que un hombre de corbata andaba en el pasillo. Se encerró con llave y puso una silla trabando el picaporte. Después se dijo “demasiada tele”, y se sentó en la cama. Por la ventana se veía la calle: sol y calor. Cruzando la avenida había un hospital, una parada de autobuses y una de taxis. Gente subiendo y bajando las escalinatas del hospital, colectivos y automóviles en la calle: el mundo en movimiento sin turistas armados de cámaras, amontonándose para ver lo que les dicen que es necesario que vean.
Perla sintió una especie de calma al mirar la vida de los otros sin formar parte de ella. El teléfono zumbó, supuso que Mario estaría perdido en una estación de trenes. La pantalla, sin embargo, mostraba un número desconocido, con código italiano. Pensó en el hombre de corbata y supo que sería él. No contestó. El zumbido siguió insistiendo. Tapó el teléfono con la almohada: afuera sonó una ambulancia y tal vez una segunda.
Por debajo de la puerta pasaron un papelito. “Librería Contrappunto. Via Galileo Galilei, 17”. Levantó la almohada: el celular estaba mudo. Salió a la calle: hacía mucho calor. La avenida del hospital desembocaba en una recova larga y fresca. El GPS del teléfono la desvió hacia un tortuoso camino por calles estrechas, que muchas veces no eran más que una escalera hacia arriba y otras, una rampa hacia abajo.
Atravesó un pórtico que parecía la entrada de una casa pero era el ingreso a un pasaje que la llevó a una plaza –casi un patio- con un árbol solo, lleno de naranjas. No había alrededor nada que se pareciera a una librería. El celular vibró: Mario le enviaba una foto desde una playa rocosa de agua transparente.
Buscó en las paredes las indicaciones del nombre de las calles: vicolo del Bollo, Via dell’Olio. “Unnamed road”, según la pantalla. Por ningún lado Galileo Galilei, pero clamaba el GPS que había llegado a destino. Una puerta de madera antigua, no muy diferente de todas las que había alrededor de la plaza, tenía un pequeño cartel: Contrappunto. Nada más.
El celular volvió a sonar: “no sabés lo q t perdiste” decía Mario, y enviaba una foto abrazado a un gordo pelirrojo y un negro muy alto, esgrimiendo unos tremendos jarros de cerveza. “Naciones Unidas” y caritas de risas.
Perla volvió a mirar la puerta. Un llamador como una garra, un picaporte retorcido y una cerradura como para recibir las llaves del Paraíso.
Esta vez, un mensaje de voz de Mario. Se lo escuchaba excitado, en medio de un bochinche indescifrable. “El pelirrojo de la foto es no sé qué de literatura y conoce al cubano que estás buscando. Compró el libro en Roma. Le dijeron que lo tenían porque alguien lo había encargado y no había pasado a buscarlo. ¿No serías vos? ¡Qué loco, no!”. Y después, un texto: “¿te mejoraste?” más caritas con besos.
Le escribió frenética: “compráselo, compráselo, compráselo”, pero la ruedita siguió girando en vano y el mensaje no se envió. Sin embargo, siguieron llegando fotos de Mario con el pelirrojo, con un jarro de cerveza, con un gorro tricolor que decía “ITALIA”, con una multitud de japoneses de sombreros extraños y sonrisa fotocopiada. “Compráselo, compráselo, compráselo”, repitió Perla en mensaje de audio. Pero no hubo ningún envío y sintió que el teléfono se le burlaba en la cara: acabó arrojándolo contra el llamador en forma de garra.
Una mujer pequeña y sonriente abrió la puerta.
– ¿Usted es la señora que va a Génova?
Perla se sintió paralizada en la plaza, como el naranjo. El lugar parecía fuera del mundo: no llegaban hasta allí ruidos de personas ni de autos. Tal vez ni siquiera de pájaros. La mujer dio un paso hacia adelante, sosteniendo la puerta con una mano y extendiendo la otra. Perla tendió la suya pero antes de tocar la de la mujer pequeña se dio media vuelta y salió corriendo.
Se perdió en el laberinto de calles tortuosas. Alguien al pasar le preguntó si necesitaba ayuda. Perla no respondió porque se dio cuenta de que lloraba. Estaba oscuro cuando encontró la avenida de la recova y se tiró en la vereda a serenarse. Una mujer se le acercó y le dijo algo en italiano: entendió apenas la palabra “Ospedale” y le vino a la memoria el comedor del hotel y el ruido de las ambulancias.
Metió la mano en la cartera y encontró la llave con el número 143 y se la tendió a la mujer que la miró con lástima. Un hombre con corbata la observaba con insistencia mientras hablaba por teléfono. Mario ya estaría volviendo del paseo; con seguridad, borracho. Pensó en la plaza silenciosa y el cartel que decía Contrappunto. Intentó pararse, alguien la sostuvo. Empezó a caminar con dificultad por la avenida. No estaba tan lejos del hotel, seguro. “Dritto, dritto” había dicho la mujer.
Una ambulancia pasó veloz y se perdió en la avenida, hacia donde debía estar el hospital. Cruzó la calle casi sin mirar y casi la atropella un auto. El hombre de corbata estaba ahora en la esquina siguiente. Y tal vez en la otra cuadra, y quizá más allá. Y más allá, más allá.
Así, todo el tiempo.
Hasta llegar a casa.