Compartimos un cuento sobre decisiones postergadas escrito por Orlando Espósito, con ilustración de Mariano Lucano.
Grito y me despierto, o creo que grito aunque no lo oigo. Me duermo sobre el teclado de la computadora, o sobre los papeles del escrito que estoy corrigiendo y vienen las pesadillas, me asaltan. Estoy cansado, duele el cuerpo. Recuerdo girones del sueño.
Camino de regreso a casa y hace frío. No corro; no importa que esa casi niebla vaya empapando mi ropa. Tal vez siento frío porque se corrió la frazada por moverme tanto. Me arrimo lo más posible a la pared del frente de las casas del barrio, que está en silencio, apenas iluminado por los focos del alumbrado y la luz que se filtra por algunas ventanas. Salí a dar una vuelta para apartarme por unos minutos de la historia que estaba escribiendo. ¿Salí o estoy dormido y sueño que camino? ¿Dentro del sueño es posible darse cuenta de que se está soñando?
Veo sombras a través de las cortinas que protegen la intimidad de las miradas como la mía. No alcanzo a identificar el lugar de donde provienen las notas de un piano, ¿ejercicios del Hanon? Veo la casa natal, las clases con la profesora que huele a naftalina, la regla de madera para castigar los errores, mis dedos soportando los toques, advertencias que nunca llegaban a doler. Un perro está enredado en los cables de la luz, ¿cómo hizo para subir hasta ahí? Es un perro lanudo, mi Oso.
Cuento las baldosas de la vereda. No puedo dejar de hacerlo. Hay una parte de mi cerebro que no para, nunca cesa en este tipo de acciones que me molestan, que reconozco sin sentido pero no puedo evitar. Luz ultravioleta que vira al arco iris denunciando la presencia de un televisor en algunas ventanas. Dos personas sentadas a la mesa. Están en silencio, beben algún licor, acaso un vino, no hablan, los ojos fijos en la pantalla con las bocas entreabiertas. ¿Qué hago allí mirándolos beber? ¿No me ven?
Ruido de fritura; olor a tortilla de papas. La madre cocina mientras los hijos hacen sus tareas, cuadernos y carpetas sobre la mesa bajo la ayuda y vigilancia del padre recién llegado. Me duele ese ruido, clava una estaca en el pecho, espasmo de angustia. Sé que alguien se colgó de una de las vigas del techo. No miro, no quiero ver a ese hombre colgado que todavía se balancea.
Alguien machaca sobre una tabla, ¿perejil y ajo laurel albahaca orégano y comino? aromas de la infancia. Gritos, insultos, golpes. Ciento cuarenta y uno, ciento cuarenta y dos. Sé que voy a perder la cuenta y, también, que voy a volver a empezarla una y cien veces, cada vez que esa parte de mi cerebro falla desconecta la tarea y la cuenta se pierde. Hay veces en que no me deja dormir en el sueño. Sueño que me despierto porque perdí la cuenta.
Voces. No alcanzo a entender qué dicen. Cocinan carne. El calor del horno, ¿asado con papas? ¿Estarán poniendo la mesa? Platos, cubiertos, copas, servilletas. ¿Risas? La risa y el dolor van de la mano. «Ríe hoy; llorarás mañana». El miedo a la angustia es de ella. Está en esa parte del cerebro que cuenta baldosas postes árboles. Ese es el nido del miedo y el miedo es de la angustia. ¿Y la locura? Un perro lanudo, gordo, se pega a mi pierna izquierda y camina conmigo. Un hommbre llora sentado sobre una pila de ladrillos.
Historias en retazos. Partes de un relato que no conozco. Pretensiones. Escribir es una pretensión sin fundamento. Es el vacío que llama, el canto del abismo. Pero no hay más que eso. Retazos, fragmentos, lo que queda después de que el viento y la lluvia borran los restos del fuego sobre la tierra.
Lejos, por la esquina pasa un coche. Nadie anda, salvo ese vehículo… y yo. ¿Serán policías? ¿Darán la vuelta manzana y vendrán por mi espalda? Levanto el barbijo. No quiero toparme con ellos. Cruzo la calle y busco el puente sobre las vías. La estación tiene un par de lámparas encendidas que solo hacen más patente la oscuridad. Tengo miedo de ver el cuerpo de Susana destrozado sobre las vías.
Oigo la voz de un hombre que dice: «Tendrías que terminar el cuento que habías empezado». ¿Escribo? Por la noche fui otra vez a la librería y quedé vacío. Paralizado. ¿Pienso si será posible que los sueños en lugar de ser un deseo reprimido sean una visión alternativa de la realidad? ¿Podría ser que el inconsciente mandara un mensaje así: Aquí estás, esto sos y arreglate como puedas? Pero esto lo pienso en el sueño. Trato de escribir esta pregunta en un cuaderno pero no logro trazar las letras. Escribo pero no veo lo que escribo. ¿Escribo?
Una y otra vez lo mismo. ¿No es una pesadilla? Siempre termina cuando vuelvo a casa, tomo el arma y hago fuerza para apretar el gatillo. Es ahí cuando grito. Digo «termina», pero no es así, vuelvo a casa agitado, siento que se va enfriando el sudor que cubre mi cuerpo y el sueño me invade, me tira para abajo. Entro en el cuarto de trabajo busco la llave, la introduzco en el ojo de la cerradura y la giro para abrir el primer cajón del escritorio.
Y siempre empieza más o menos igual. Empieza cuando entro a una librería que está debajo del nivel de la vereda. Hay tres o cuatro escalones después de traspasar la puerta. La estancia es grande, paredes de revoque picado y ladrillo a la vista, mesas tapadas de libros, estanterías, distintos ambientes.
Alguien, no sé quién, no logro ver su cara me presenta a un escritor mencionando su nombre como si fuera famoso, le tiendo la mano y él la estrecha, pero no hay contacto. Entiendo que en un sueño no puede haber sensaciones táctiles. Le digo mi nombre pero él no parece registrarlo, no me reconoce como escritor. Allí nadie me conoce.
Después recorro las mesas y los exhibidores buscando mis libros. Una mujer en un rincón oculta su rostro. No los encuentro, a mis libros. No los encontré anoche, pero hay otras veces, en otros sueños en los que sí los encuentro. Esas veces, cuando los encuentro, los veo pero no logro visualizar la tapa. A veces llego a tomar uno y, aunque lo tengo en la mano, no siento su peso.
Sé que es uno de mis títulos y lo abro y tiene las páginas en blanco. Otras noches lo saco del estante y desaparece. No desaparece de entre mis dedos: evanesce, se deslíe, el gesto muere por la falta del objeto; tomo del estante un libro que no es, que no estaba.
No tengo nada que hacer ahí. Me voy de la librería llena de gente inmersa en un ambiente festivo que conversa y compra libros. Salgo a la calle. Garúa, cuento las baldosas de la vereda. Vuelvo a casa.
Entro. Voy hasta el cuarto de trabajo luchando contra el sopor que pugna por vencerme. Busco la llave del primer cajón del escritorio. Miro ese brillo negro del empavonado de la Browning. Es un brillo que hipnotiza, parece latir. Tal vez, cuando despierte…