Así se alza un vagabundo

Pliegues de dos personas se entreveran en esta historia de carne y noche. Escribe Sebastián Trujillo e ilustra José Bejarano.

Hervía la madrugada en el Caribe. Y la luna ni las estrellas podían brillar sobre un rancho de latas. El paisaje parecía el reino de otro mundo. El del infierno, desheredados, el de los que fueron obligados a permanecer hambrientos de monedas. Polvo caliente, enlutado de noche. Pálido durante el día. Al lado de la choza: un furgón cargado de pólvora pirata. Porque todo es pirata, corrupto. 

En el techo desesperante pendía el cordón de plata falsa sosteniendo el bombillo rojo. Había agujeros por donde brillaban centellas, penetraba la lluvia y el sol de la eterna dificultad estacional. Ella era gorda. Su piel resplandecía de grasa, transpiración. Encima de un colchón miserable movía el cuerpo desnudo junto con el de un chofer también obeso. Ambos de conductas que confesaban almas de hoz. 

Un espíritu se desplazó por las paredes. Estas crujieron. Y el hijo de la mujer, debajo del catre, adivinó una cola triangular que permaneció en forma de mancha esperando algo. Debía tener tres o cuatro años. Jugaba con papel higiénico y moscas verdes, muertas. Arriba de él la carne fusionada intentó varias posiciones. Pero el placer fracasó en las tinieblas. 

-Te voy a pagar una mierda-dijo el hombre. 

La estancia emanaba el hedor de las cañerías, la depravación. 

-Tranquilo, Rapiña-contestó la mujer, para luego escupirle la mirada ebria.

El cordón de plata giraba de izquierda a derecha. Igual que un instrumento de hipnosis. El chofer encendió un cigarrillo. La luz, escarlata e intermitente, reveló su rostro arruinado, cubierto de picaduras de peleas, acné y saliva. Expulsó el humo como dragón. Y envueltos en la nube de nicotina se agarraron a puñetazos, mordeduras. Eran serpientes tratando de devorarse. Batalla pareja. Gotas de sangre sin valor regaron el suelo de arena. El niño Abel salió arrastrándose. Como cachorrillo chillando ocultó su existencia diminuta y fugaz en una caja de cartón. Afuera el perro de la muerte envió el eco de su ladrido a través del viento.

-Atiende, condenada, lo arreglaremos- dijo examinando la caja con codicia. 

La mujer gritó a Abel. Le arrojó una botella plástica que contenía arreglos de brujería. El muro vibró y el miedo destrozó el quejido del pequeño. Ella empezó a llorar terriblemente. Rapiña se vistió de harapos. Ladeó el sombrero, dejando visible únicamente su boca de seis dientes y un nuevo cigarrillo. De los bolsillos extrajo monedas de cobre y billetes de poca monta. Los lanzó en la cajita de cartón. El espíritu de cola triangular montó su figura detrás de Abel. Mientras ella intentaba reflexionar vio las cenizas caer por enésima vez en la piel del niño. Detalló sus costillas hambrientas, la mugre, quemaduras. Pensó en los demás clientes. El futuro. 

-Lárguense-dijo- y no vuelvan más.

Abel colgó entonces de aquella mano ilegal de Rapiña. Subieron al furgón y, como alma que lleva el diablo, desaparecieron dejando atrás el huracán de polvo oscuro que tapaba, con intensa melancolía, el rancho de lata que un azar horrible les había destinado. 

Escribe Sebastian Trujillo

Sebastián Trujillo. Periodista nacido en el Caribe colombiano. 27 años. Ha escrito para la Revista Cinosargo, Chile. Revista Desbandada, Alemania. Revista Monolito, México. Revista Elipsis, Colombia.

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Compartimos un cuento del libro Piso Trece de Paola Escobar (Barnacle, 2024), ilustrado por José Bejarano.

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