Jugando a las escondidillas en CDMX

Cuento-crónica de un autor peruano perdido ubicado encontrado en Ciudad de México, David Jesús Flores Heredia. Ilustración de Mariano Lucano.

1…

⎯        Juan, ve a comprar pan.

⎯        Madre, no quiero salir ni me he bañado.

⎯        ¿Te lo repito?

Otra vez por quedarme jugando en línea al Fortnite me dieron las cuatro y, ahora, a sufrir las consecuencias. Qué chingadera es no poder jugar en paz con el silencio tan padre de la madrugada porque al despertar empieza el desmadre, que compra esto, que limpia aquello… 

En esos pensamientos andaba el adolescente mientras calzaba sus Converse negros percudidos, su playera de Marvel y unos jeans. Despeinado, no deseó ni colocarse la gorra para ordenar sus cabellos rulosos. Recibió el dinero que su mamá le extendió y escuchó sus indicaciones conteniendo los bostezos. Bajó las escaleras intentando retirar todas las lagañas que sus ojos rasgados desprendían sobre su rostro moreno.  

El sol le dio de lleno. Chingue su madre, qué tal calorón, en la noche lluvia, truenos y un frío de mierda, pero, al menos, ya vamos a desayunar. ¿Dónde andará mi jefe? ¿Se habrá quedado de peda o, al final, habrá ido a trabajar? En fin. Ayer estuvo chido el juego, me la pelaron todos, je, je, je. 

Camina pausado, viendo la calle, encorvando el cuello por la vergüenza de andar sin bañarse, saluda a la verdulera, luego a la taquera que le hace recordar a una virgen calavera, sonríe y, al llegar a la esquina, dobla hacia la derecha. A varios metros divisa el Oxxo ocupado por los custodios con sus inseparables rifles y chalecos antibalas. Se dice: “Qué chingón debe ser trabajar así”.  

En la avenida, la luz del sol ilumina el camellón –o la alameda– que tiene frente a sus ojos, el semáforo demora su cambio de tonalidades. Toca la permitida y, antes de cruzar a la panadería, decide dar un paseo entre los árboles terrosos, los juegos para niños y las pequeñas atracciones empolvadas que ofrece la berma central. 

Contento, dirige sus pasos hacia una banqueta para disfrutar del fresco de la sombra y el placer de reposar. Un zanate vuela majestuoso con su enérgico graznido y algunas palomas lo imitan. Tras pocos minutos, un sonido lo abstrae, son los pasos presurosos de un bigotón en camisa, pantalones y tenis, que porta una AK-47 e inspecciona a los autos, mientras es seguido por otro de mayor edad, quien señala con su pistola hacia la afluencia que se dirige al norte. 

Juan no tiene tiempo para correr, se desata la lluvia de balas. La gente del rededor se aleja en estampida, gritos y confusión. No se oyen sirenas policiacas que aplaquen el susto. Persiste la desesperación. Los implicados desaparecen. El tránsito se hace tenso y lento por los cuerpos y los automóviles varados. Nadie fija su mirada en el adolescente caído junto a la banqueta, muerto por una bala perdida que atravesó su corazón. 

2…

Por enésima vez suena el México del Instituto Mexicano del Sonido dentro del taxi del sonriente y alucinado imitador del hollywoodense transportador, de gafas de sol, cabello corto al ras e impecable camisa blanca usadísima, quien sonríe muy amable y comedido a la jovencita. Le conversa de amor e ignorante filosofía oriental, luego le pregunta si le gusta la canción, presto a repetirla. Ella, superando su prudencia, asiente animada y recuerda que todos somos hermanos en la lucha igualitaria y que el pueblo es amoroso e inteligente. Lo expresa en su conversación y en el rostro del conductor se dibuja un gesto siniestro y burlón que esconde fijando la vista en el camino. 

La niña emocionada se siente comprendida y le habla de derechos y de humanidad. Los minutos avanzan y la camaradería se estrecha. Él ensaya su sonrisa más angelical y la invita al asiento del copiloto, para platicar mejor y, así también, pueda ayudarlo con el Waze porque tiene estropeado el gancho sujetador del celular y teme estrellarse o tardar mucho al revisar que alguna curva o atajo no se le pierda. 

Accede confiando en el prójimo. Se orilla el treintón y la veinteañera ya ocupa el frontis del auto. Sostiene el celular con esmero y él le pide que coloque, al volumen que desee, las canciones de protesta social que a ella más le gusten. Feliz, no puede creer el nivel de comprensión semántica y da rienda suelta a sus mixes de Spotify. 

Las piernas blancas y delgaduchas, en combinación con su cuerpo esquelético, de niña aún no madura, toda envuelta en una chamarra roja y una falda de bella tela azul, transforman la mente del individuo en un infierno. Para no delatarse muerde con fuerza su labio inferior y fija su vista en los autos que tiene al frente. 

Por su parte, la jovencita experimenta un sentimiento extraño, de paz y confianza. Busca en su corazón dudas, pero las respuestas amables y educadas del joven de dientes chuecos con esa educación esmerada para alguien que viene del barrio, la inundan de un sentimiento de franco compañerismo sin clases. Siente el deseo de confiarle algún secreto, de ser su amiga, saber cómo vive. Su emoción es similar a quien entrega su corazón en un arrebato.

El taxista sabe que, a unos metros, la carretera brinda un resquicio para desviarse e inventa gran preocupación debido a un desperfecto que debe resolver de inmediato. Pregunta a su copiloto si puede acompañarlo a reparar el vehículo. Presa de la mayor ilusión, ella le dice que sí, imaginando la mecánica y a sus hombres trabajando en los motores. El desalmado la conduce hacia las calles menos habitadas, hasta hallar el descampado ideal, donde saca su revólver fielmente escondido debajo de su asiento…

Al siguiente día, su fotografía semidesnuda y con el cráneo baleado aparece como noticia principal en la primera plana de los periódicos de tinta roja que los boleadores de zapatos prestan a sus clientes, quienes la revisan indiferentes.  

3…

Domingo por la mañana, el mercado callejero o tianguis recibe a los caminantes de siempre, quienes observan con ojos ávidos o con esperanza la mercadería de los puestos separados por lonas de diversos colores, codician o compran tenis, camisetas, playeras, vestidos, calcetines, abrigos, pulseras, tepache, sangría, tacos, birria, barbacoa, antigüedades, audífonos, fundas para celulares, bocinas, bisutería, cremas o medicinas con fecha de caducidad vencida, artículos de segundo uso, navajas y todo lo que uno pueda imaginar, sin dejar de lado a una de sus estrellas comerciales: el alcohol.

La oferta se basa en las micheladas con diversos sabores y las famosas “bombas”, preparados de diversos alcoholes en inimaginables combinaciones. En banda o en parejas, las personas se acomodan en las bancas y mesas dispuestas para el consumo. La música a buen volumen es el telón de fondo. No todos se quedan en el espacio. Varios piden su bebida para llevar y la van filtrando en sus caminatas, hasta pasar por otro puesto y pedir otra. Algunos no llegan lúcidos al mediodía, a las 11 ya son presa de la sonrisa fácil, las ganas de agarrarse a puñetazos con cualquiera que ande cerca o la imperiosa búsqueda de la droga que atempere la ebriedad.  

A uno de esos desbordantes establecimientos llegan Antonio y Margarita, esposos desde hace 12 años, cada uno con 30 calendarios a cuestas, dos hijos, una niña de nueve que no pudo acompañarlos porque los domingos trabaja en una papelería y el pequeño Miguel de seis que solo piensa en jugar, mientras sus padres se sientan, le piden una Coca y unas galletas. 

Inquieto como todo niño pide que lo suelten. La madre lo inmoviliza con una mirada que lo traspasa. El padre sonríe sin hacerle mucho caso y pide las primeras micheladas. Abrazado por su madre y sentado en sus piernas, el niño no llora porque sabe que le pegarán duro si lo hace, así que se distrae mirando a la gente y comiendo. 

Las personas que beben a su alrededor se le hacen extrañas, pone atención a sus expresiones. Lo hacen sentir nervioso los que ostentan sus rostros enrojecidos, le parecen misteriosos los que visten sus gorras hacia atrás y no se quitan los lentes de sol, y se divierte con las estruendosas carcajadas que se desatan tras cada chiste colorado que no logra entender bien. Llegan las segundas micheladas que son consumidas prestamente y, a los minutos, la emoción paternal empieza a desatarse. Piensan en dónde podrían dejar al chamaco que no deja de moverse para escapar de su mamá. 

Un niño, al parecer hijo de algún vendedor cercano, los identifica y se aproxima. Saluda al niño y a la madre y entabla una conversación amigable con el pequeño. La madre lo observa con desconfianza y le pregunta su nombre. Sin embargo, no suelta a su bebé. Pero tras ingerir el primer sorbo de la tercera michelada, siente que puede confiar y le dice: “Miguelito, hijo, si deseas, anda a jugar con tu amiguito Diego, pero aquí cerca donde te pueda ver”. El pequeño sale disparado. El padre feliz de ver que su hijo ya tiene niñero, se acerca a su esposa, la besa y la manosea despacio. Pero cada cierto tiempo el menor regresa y abraza a su madre debido a los celos maternos de todo infante. 

Los esposos, que son presa del jolgorio y desean mayor privacidad, instan a su retoño a que juegue libremente con su amiguito “porque es de confianza”. Dieguito aprovecha el permiso y emocionado le propone: “Vamos a jugar a que somos superhéroes que vuelan por todas partes”, y simula tener una capa y volar en círculos para animarlo. Miguelito en su eterna imaginación inocente se emociona mucho y su cuerpo rechonchito y grandes cachetes se inflaman de alegría, lo imita y les grita a sus padres: “Miren, miren, soy un superhéroe y mi amiguito también. Vamos a volar por el tianguis”. La madre le responde: “¡Ve con cuidado ah!”. El padre, en su ebriedad, desea esperanzado que se lo lleve un poco lejos para poder manosear más a gusto a su esposa. 

Los niños voladores imaginarios van y regresan. Los padres brindan y brindan. El dinero de la semana se va extinguiendo en micheladas, pero no importa, hoy decretan que merecen ser felices y piden más bebida. Diego, bien instruido, le propone a Miguelito: “Vamos a comprar unas papas, yo te invito”. Sonriente contesta: “Va, pero le voy a pedir permiso a mi mamá”. “No los molestes, ellos están bebiendo contentos”. El pequeño piensa y le responde: “Sale”. 

Se alejan dos cuadras. El retoño, maravillado por la aventura que vive con su amiguito, no se imagina que en la siguiente esquina los espera un auto rojo. En el sitio designado, una pareja de mujeres maduras lo observan con rostro de demencia alegre y le ofrecen grandes bolsas llenas de papas. Dieguito lo jala de la mano y le indica: “Ven, son mis tías, nos van a llevar a dar una vuelta”. Miguelito asiente e ingresa, solo piensa en lo sabroso de sus papas que inmediatamente engulle. Las féminas le prometen de forma dulce que lo llevarán a tomar unos helados y le comprarán algo lindo. El auto arranca. 

Por horas, los padres ebrios pasan por el mismo lugar desesperados. Nadie sabe nada. Nadie conoce al niño Diego. Su “merezco ser feliz” se convierte en su peor pesadilla. La noche llega y ambos, arrasados en lágrimas, ruegan a la Virgen de Guadalupe y a Dios por su Miguelito, pero nada les hará volver a ver a su pequeño bebé. 

No te puedes esconder.

Escribe David Jesús Flores Heredia

Escritor, periodista y músico. Autor del libro Ya, ya, ya, Yo habilito tres máquinas (Primera edición, Editorial Fondo Cultural del Perú, Lima, septiembre, 2019; Segunda edición, Editorial Lapicero Rojo, Tijuana, México, febrero, 2022); del cuento “El espejo”, antologado en el libro Los excéntricos – Antología de cuento corto I (Editorial Lapicero Rojo, Tijuana, México, enero, 2020); del cuento “El último abismo”, antologado en Constelación - Muestra de cuentos peruanos de ciencia ficción. Torre de Papel Ediciones, octubre, 2021); del cuento “El hombre que dijo (antes de morir): “No creo en Dios” y se fue al Infierno” antologado en Vislumbra - Muestra de cuentos peruanos de fantasía. Torre de Papel Ediciones, septiembre, 2021), entre otros artículos, poemas y cuentos publicados en diversas revistas nacionales y extranjeras. Actualmente radica en Ciudad de México.

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Compartimos un cuento del libro Piso Trece de Paola Escobar (Barnacle, 2024), ilustrado por José Bejarano.

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