Matías Rodríguez viaja a Sarajevo, la Jerusalén de Europa, la ciudad-Aleph donde se conjugan diversas culturas. Ilustra Mariano Lucano.
La Jerusalén de Europa es la capital en la que es posible escuchar, al mismo tiempo, el adhan cuando el reloj lunar de Sahat-Kula marca la hora señalada y cien metros más allá, hacia el río Miljacka, las campanadas de la Catedral católica del Corazón de Jesús. Sarajevo es (o fue) la ciudad del encuentro de las culturas, pero también podría ser la de los cementerios omnipresentes o la de los museos en cada esquina, muchos de los cuales ofician de testigos de la guerra fratricida que en los noventa intentó aislar a Bosnia para exterminar sus tradiciones y, con ellas, a su gente. Padres contra hijos, amigos contra vecinos y hermanos contra hermanos dinamitaron siglos de tolerancia de la noche a la mañana y se enfrentaron en trincheras urbanas durante 44 meses.
Entre 1992 y 1995 el ejército nacionalista serbio asedió la capital bosnia en el sitio más largo desde Leningrado. En ese lapso más de doce mil personas, la mayoría civiles y muchos de ellos niños, murieron, pero lo hicieron de formas brutales. Cazados por los francotiradores mientras intentaban cruzar las calles, masacrados en las filas de espera para recargar bidones de agua, alcanzados por el fuego de artillería en los mercados de abastos. Los que sobrevivieron apenas corrieron mejor suerte: debieron huir del país heridos, perseguidos, desplazados, amputados por las heridas provocadas por las minas terrestres.
Sarajevo, ciudad mártir, tuvo que subsistir 1425 días sin gas, electricidad ni agua potable porque desde la cima del monte Trebevi, la espina dorsal bosnia, el ejército serbio cerró el grifo de suministro de los servicios, incluso durante los cruentos inviernos balcánicos que pueden alcanzar, sin demasiado esfuerzo, temperaturas bajo cero. Durante todo ese tiempo los sarajevitas sólo salían de sus casas con tres objetivos: conseguir agua, abastecerse de alimentos e intercambiar libros, el único atisbo de normalidad en un escenario de locura. Esa generación atropellada, abarrotada de poetas, cronistas y novelistas del horror, no perdió su voracidad lectora ni siquiera en los días más aciagos del bombardeo, porque así había sido siempre. Mientras que Belgrado fue el músculo fabril y Croacia ofreció sus costas al turismo de masas, Bosnia fue el refugio cultural de la Yugoslavia del Mariscal Tito.
El daño fue incalculable para Sarajevo, que era un lugar muy chico para un infierno tan grande. A las vidas astilladas por la guerra se sumó la destrucción del patrimonio histórico y un casco urbano reducido a cenizas. Los bosniacos —bosnios musulmanes— fueron el principal objetivo de los nacionalistas ortodoxos y la mayoría de las mezquitas de la ciudad fueron destruidas pero el genocidio no fue sólo cosa de los serbios, porque por allí también merodearon los croatas. Los milicianos bosnios, que fueron apoyados por voluntarios muyahidines, llegaron a estar enfrentados con ambos bandos en una guerra tripartita, tan absurdamente desigual como sanguinaria. En Mostar, por caso, el ejército croata dinamitó el Puente Viejo para cercar a los bosniacos e instaló campos de trabajo en los que los prisioneros, ataviados con chalecos refractarios, eran usados como carnada para atraer el fuego enemigo.
Actualmente, los bosnios que tuvieron que desplazarse y formaron historias en dos orillas, estragados por el exilio, encuentran en las fachadas derruidas de los edificios las ermitas del sufrimiento, puntos cardinales del ruido ensordecedor que alguna vez reinó en donde ahora sólo retumba el silencio. En Sarajevo, dicen, es posible distinguir a los visitantes de los locales por su forma de caminar. Los primeros lo hacen mirando hacia arriba, buscando cicatrices en el hormigón, mientras que los segundos enfocan su vista al frente. Esta metáfora demuestra que los sarajevitas no quieren quedar atrapados en el poema de Bertolt Brecht que remite al destierro, aquel del hombre que llevaba el ladrillo consigo, para mostrar al mundo, como era su casa.
Sarajevo durante la guerra fue el espanto, las bombas y la sangre derramada, pero también el violonchelo de Vedran Smailović sonando en las ruinas de Bascarsija, el Esperando a Godot de Susan Sontag en un teatro local o la primera edición del Festival Internacional de Cine de la ciudad, que se celebró en medio del ruido de metralla por autogestión de Haris Pasovic. A propósito de este evento, que sirvió para visibilizar el padecimiento bosnio, un periodista inquirió al director sobre el sentido del mismo. La respuesta de Pasovic fue concluyente: “Lo que en verdad hay que preguntarse es qué sentido tiene organizar una guerra en mitad de un festival de cine”.