En poesía, escribir versos sin caer en algún tipo de ornamento resulta una tarea casi quimérica. Felizmente para Walter Lezcano, no. Sus poemas no se enamoran de las palabras, no padecen de sintomáticas vertientes de la época. En sus versos nada resulta gratuito. 23 patadas en la cabeza (Eloísa Cartonera), revela el advenimiento de un espíritu lúcido ante “la hora de la orfandad”, ese presagio de inexistir que yace en la raíz de toda existencia. Su poesía nos busca, nos interpela para evitar esa percepción de vacío.
A.M: ¿Qué significa 23 patadas en la cabeza para vos? Para mí, que te leí de una sentada, una audaz batalla contra la solemnidad poética. ¿Podrías reconstruir el proceso imaginativo que termina concretándose en 23 patadas en la cabeza?
W.L: Es un libro que me permitió ingresar, digámoslo así, en una zona nueva respecto a lo que venía haciendo. Y se trataba también de poner por escrito cierta tonalidad que respetara la musicalidad que habitaba mi cabeza en esos momentos. El texto comenzó a tomar forma una vez que tuve el título, que lo saqué de una noticia que leí no recuerdo dónde. Me pareció genial esa posibilidad de poder tener cierto grado de consciencia o cordura en un momento desesperante. 23 patadas en la cabeza: mientras más lo repetía más sentido tenía. A partir de ahí, a medida que los poemas fueron surgiendo, supe que había un libro que era unido por una certeza: la escritura literaria permite destronar la falsedad del discurso institucional frente a lo real. Es decir, uno aprende el abecedario y de ahí llega hasta donde puede y después esa educación te permite falsear lo que sucede, a vos y a tus pares y a tus enemigos. Te inventás una historia que repetís frente a cualquiera. Bueno, yo intentaba romper con la capacidad, inevitable, irresistible, de adornar los fracasos. En cuanto a la solemnidad puedo decir que es una falacia a la cual nunca le rendí ningún tributo. Para los que tuvimos alguna que otra tragedia inolvidable en la nuca sabemos que la risa, la desprolijidad, el error y la constancia son nuestras únicas herramientas posibles para sobrevivir al mundo y a las tentaciones que siempre tienen la forma de la indulgencia y el respeto a instituciones que no se lo merecen.
-Comparado con poemas anteriores tuyos, aquí aparece una escritura más llana. ¿Qué cambió en tu idea de la poesía?
-Lo que te puedo decir es que yo pretendía desenterrar un par de muertos que estaban pegados a lo que escribía. Y cuando hablo de muertos me refiero a vicios arrastrados por falta de lecturas o ausencia de rigor con las debilidades de los textos. Quería, en algún sentido, hacer la escritura más liviana pero de ninguna manera frívola ni automática. El plan era acercarse lo más posible al corazón de la experiencia, vivida o perpetuada en el imaginario. Se trataba de crear territorios para que surja la conmoción, el desconcierto y una sensibilidad que no estuviera viciada por la impostura y la teatralidad. De todas maneras, la aventura era cortar los puentes con el artificio, tender lazos con lugares inesperados del cuerpo del lector. Es imposible, por supuesto, zafar de eso pero hay que intentar esa clase de cosas para las cuales no estamos preparados y esperar que quede en el papel algo decente, legible en cuanto a la sonoridad y el ritmo más allá del sentido.
-Tu poesía alcanza un nivel de literalidad que es incuestionable, en el buen sentido, pues no incurre en eufemismos, simplemente nombra las cosas tal como son. En ese sentido, tu propuesta le gana al armazón retórico que es donde muchos poetas tienden a refugiarse.
-Cuando te enfrentás a la hoja en blanco se hace, francamente, lo que se puede. Digo, todos los meloneos que andan rondando tu cabeza pueden volverse polvo cuando llegan a tener la forma de un verso. La derrota es constante. A pesar de eso, yo insisto en la escritura porque me interesa sostener ese tipo de vida: la que implica batallar constantemente con el Word. Si 23 patadas en la cabeza tiene cierto despojo de metáforas y otras figuras retóricas es porque surgió de esa manera desde un comienzo y seguí esa estela que para mí brillaba más que ninguna otra tentación. En mi caso eso se traduce en una absoluta falta de interés por la competencia con gente cercana o lejana. Leo a mis contemporáneos y a los clásicos y a los olvidados y a los recuperados. Pero en plan de saqueo. La literatura es, por suerte, un campo donde medirse la pija o la lengua con el otro resulta desoladoramente improductivo.
-La primera impresión que tuve al leer estos poemas, es que hablan sobre la realidad, pero sin golpes bajos. Aparece la cuestión misteriosa del sexo, la violencia familiar, el divorcio de nuestros padres, el remordimiento de haber malgastado nuestras vidas haciendo algo inútil… Es decir, la experiencia es un tema central en tu poética.
-Sí, pero me gustaría decir que la experiencia, para mí, es todo lo que ocurre tanto en la vida que llamamos “real” como lo que ocurre en un procesos de imaginación intensa. En cada de uno de esos momentos sos vos viendo cómo continuar la escritura y mantenerla viva con lo que tenés a mano. A veces son los recuerdos y otras es la continuidad de una anécdota robada en una sobremesa. Quiero decir: considero que más allá de todo, lo importante es la libertad que uno tenga y se permita sin remitirse a ninguna escuela, moda o extorsión turbia de los amigos o los géneros. Lo que manda, siempre, es el texto y la propia verdad que este puede construir e imponerse encima de cualquier clase de prejuicios.
-¿Lo autobiográfico es imperativo a la hora de escribir versos?
-Lo único imperativo a la hora de escribir versos es apoyar el culo en la silla para ver si podemos hacer del tiempo algo más interesante que esperar la jubilación y la muerte. Después cada uno verá de dónde saca los materiales con los que va a edificar su texto. La única valentía a la que podemos aspirar es a no abandonar: los escritos se terminan. Hay que tatuárselo.
-¿Sentís que tu poesía dialoga con alguna poética en particular?
-La poesía en particular y la literatura en general es un hecho comunitario. Cada escritor va creando, con sus lecturas y sus presencias, una comunidad de afinidades con los cuales hace fuerza para que ciertos poemas tengan un sentido de continuidad o irrupción de cierta novedad. Todos necesitamos un contexto que nos aguante o algún amigo que nos invite la birra. Por eso creo que siempre estamos dialogando con otros autores porque no podemos parar de leer y recomendar y escuchar lo que otros hacen. Los nombres en estos casos son lo de menos. Cada uno tiene bien claro quién o quiénes son esos seres que acompañan y le dan vida y entidad a lo que se escribe.
-En “Mi vieja todavía no tiene casa”, parece haberse construido sobre un trasfondo social muy delicado, pero también, el tono elegíaco cobra una fuerza muy singular. ¿Pensás que la poesía debe cumplir alguna finalidad, Walter?
-La poesía no debería tener ninguna utilidad en términos mercantiles, y por lo tanto miserables. La creación de un poema debería estar regida por el deseo de hacer que las palabras contengan, una vez que uno la ubica dentro de un verso, cierto sentido novedoso, incluso descarriado. La poesía no te mejora como persona, ni siquiera te ayuda a comprarte una casa o a ganar prestigio social en los asados. Es la hora de la orfandad, hermano. Desde ahí, desde la fuerza de la desesperanza, hay que ponerse a escribir como si nuestra única motivación fuera el hecho de poder terminar un poema y ver si nos queda la respiración suficiente como para poder empezar otro. Y así hasta que el juego finaliza o se nos van las ganas de todo o nos bajan la persiana.
-¿Cuáles son hoy tus preocupaciones en torno a la poesía?
-Las mismas que tengo para mi vida laboral, social y sexual: hacerlo más y mejor. Y cuando utilizo la palabra “mejor” no pienso en términos de evolución o de metas o nada parecido, sino en armarme, en lo posible, de cierto nivel de lucidez con el tiempo para aprender a diferenciar lo que hay que tirar de lo que hay que mejorar y de lo que, simplemente, se la banca y se para de manos en la página. Son salto de fe que hay que estar dispuesto a llevar a cabo. Escribir poesía, una verdadera poesía que te modifique dentro de tus limitaciones, es algo complejo e ingrato. Sin embargo, hace falta valentía para seguir ahí, intentándolo. No es una obligación ni un mandato: uno decide embarcarse o no.
-¿Hay algo en particular que los poetas debieran abstenerse a la hora de escribir?
-No soy de dar consejos. Perdón. Además no creo en el deber. Por suerte, no hice el servicio militar. Ya lo dijo Osvaldo Lamborghini: “Nací en una generación”.
-Otra particularidad de tu poesía es que resulta narrativa. Con “Voy a tratar de ser preciso”, por ejemplo, desplegás toda una historia en apenas un par de páginas. Están los protagonistas, la atmósfera, pero se lucen a través de la sintaxis que ofrece la prosa.
-Derribar los cercos genéricos siempre me resultó una apuesta entretenida. El único libro de poemas de Juan José Saer se llama “El arte de narrar”. Hablo de algo como eso.
En ese poema en particular al que te referís tenía todo armado en mi cabeza pero cuando la comencé a escribir sabía que tenía una cadencia poética, rítmica. Y ese también es un laburo al que hay que estar atento: saber cuál es el marco más adecuado a tu texto. “Voy a tratar de ser preciso” pudo haber sido un cuento si yo me distraía o buscaba por los caminos más seguros y transitados.
-En la construcción de tus versos le das mucha importancia a la oralidad. ¿El cómo se dice impera sobre el qué?
-Un texto, creo, debe sostenerse en lo público y en lo privado. Y eso que son dos terrenos bien distintos con sus propias reglas y lógicas dinámicas. Esa debería ser una manera de pensar cómo un escrito va creando sus propios aliados que son, por supuesto, los lectores. De esa manera las palabras significan algo más que los que habilita las acepciones del diccionario. Pensemos, por ejemplo, en los libros de Vicente Luy, a eso me refiero y los alcances de los que hablo. Por otra parte, un show de poesía, por llamarlo de algún modo, debería estar sostenido por los textos y nunca por el amaneramiento ni la locución de una voz cargada de whisky ni por la presencia escénica. En este sentido, la oralidad no reemplaza ni “ayuda” a versos desgraciados, aburridos, infantiles o faltos de ardor. Creo que la gente que sabe leer y conecta con sus oyentes es aquella que sabe, antes y sobre todo, escribir.