Pequeño cuento de Marcelo Zabaloy, ilustrado por José Bejarano.
Una soleada mañana de otoño ocurre un accidente en el centro de la ciudad. Un auto ha atropellado a un peatón, que cruzaba desde la plaza Rivadavia hacia la Catedral. El conductor asustado baja del auto y corre a auxiliar a la víctima. El cielo se cubre de nubes negras. Los ocasionales testigos se agolpan alrededor de ambos. La víctima murmura algo al oído del conductor acongojado, después cierra los ojos y tumba la cabeza sobre un hombro. En cuestión de segundos los testigos arden súbitamente y se convierten en montones de ceniza que vuelan con el viento. Miles de pequeñas antorchas revolotean y se extinguen en gritos desgarradores. Los edificios se desploman como castillos de naipes y las calles con una gula sucesiva se tragan todo lo que hay en ellas. Flota un humo espeso en el aire envenenado y oscuro. Llueve a cántaros. Tan sólo ha quedado el conductor del automóvil sentado en el cordón de la vereda. Repite anonadado las palabras dichas por el moribundo: «Has destrozado la profecía. Yo no debía morir dos veces»
Explotó el polo petroquímico, va.
Una joya que se labra desde el título
¿Pequeño cuento? ¡Extraordinario! Y por si fuera poca la joyita, además, muy actual, escalofriante.
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