Lectura del libro Ajab de Alberto Cisnero (Barnacle, 2016), un homenaje al clásico Moby Dick de Herman Melville. Ilustración de Cindel García.
Los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera.
Proust
Estoy leyendo con cierta lógica dificultad Ajab, un libro raro-breve-distópico-, relato quizás de un naufragio. De Alberto Cisnero. Escribo a medida que leo. Me propuse ir leyendo tranqui sus libros sin advertir que navegaré en medio de una tempestad verbal, mar cuyo nombre desconozco. Temo naufragar y no alcanzar siquiera los bordes de Akata Mikuy, el último impreso en este manicomio de vocablos. Con lo que ese término significa. Dice Corominas: “Manicomio: tom. del gr. manía, ‘locura’, deriv. de máinomai, ‘estoy loco’, y koméo ‘yo cuido’.”
Yo cuido de los locos. Por algo en Ajab cuesta entrarle al poema.
Hay algo loco allí, algo de una luz esquiva, una melancolía o no se sabe qué, una sustitución, un apoderamiento increíble de ecos y de fugas. Y el estilo, si lo tuviera, no ayuda. Desdeña el poeta las mayúsculas, evita las precisiones, aunque tiende a dar señales. ¿Para evitar la zozobra del lector aunque se ahogue? ¿Para no advertir a su hostigada presa de una eventual captura? ¿Para que se comprenda qué de lo que narra? ¿Narra?
¿Es la suya una literatura figurativa? ¿O lo que se lee (se intuye) son sólo sensaciones? ¿Habla de él, de sí mismo, de sus goces y alianzas afectivas? ¿Cuál su lengua verdadera, su alfabeto? ¿Este país o aquel mar, la isla de Nantucket que él conjetura un mundo suyo, incomedible? Y Ajab, ¿Ahab, the captain? Me tengo como un amante fiel de Melville, no del perseguidor de la ballena blanca sino del solipsista que se lastima la cabeza rumiando, se la toca, se la siente, se la come, se la pesa, la deforma… la cabeza de un loco -claro- que se va convirtiendo en lo que persigue (¿cazarse a sí mismo?).
Hasta ahí reconozco a Melville. Pero este otro tipo que por instantes aparece en la obra me excede, hay que rastrearlo en la niebla (los diccionarios), compartir su regocijo por la pura espuma que la marea deja entre los escombros de coral: una vida no orgánica (¿rota?) en las playas del pensamiento que apenas caracolean un rostro humano como esas valvas que él va desencontrando, una cara hecha de a pedazos, de restos, hecha al fin con un débil cúmulo de sal y sangre.
(Vaya a saber uno cuándo, por qué y cómo alguna vez y en qué naufragio personal del poeta Cisnero fue vertida).
¿Fue así acaso? ¡Pero qué sabe uno de la memoria, los deslices, la adolescencia (la decencia) de otro, de sus fabulaciones y deseos! Se escribió este libro (parece) como si se pudiera reconstruir un ser que ya no pertenece al mundo, dar vida a una especie de figura, arrancada de la figuración pero despojada de cualquier función representativa: no puedo encontrar otra Razón de su escritura: dar apariencia de vida a un otro Ahab, Ajab: una otra gota de tinta entresacada de la gota de tinta original, aquella que no se extinguirá jamás y ésta del presente que no es una sutil aspiración del nombre propio sino casi un grito del mar, una palabra que despierta en la mente la certeza de que existe más allá de toda comprensión un mundo colérico, desolado, insaciable e inextinguible, propicio para las visiones, la también inextinguible fantasía de abandono (locura). Dos gotas de tinta -decía- en un mar colérico de verbos y adjetivos antojados, dos gotas que entre sí se atraen, embarcada una en la antigua Sopena hace siglos y esta más luego, reciente, en Barnacle, hará un par de años. A esta altura sólo puedo decir que quien no leyó Moby Dick debe abstenerse de leer Ajab, y que se joda entonces, porque se pierde la posibilidad de entender cómo una idea se transforma en materia por el genio, y cómo el cuerpo de un hombre se transforma en idea y se regenera poema por el poeta.
Notable sustitución de personajes, para nada simbólicos. Ishmael, Starbuck, el propio Ahab, Cisnero, Moby Dick, todos son uno Real en Ajab. Cuesta reconocerlos pero ahí los ves sonreír entre el aguijonear de temas: cuando el aire está seco de almas suelen aparecer éstas en libros ajenos para enseñar con desastres o esa cosa rara (cisnereana) de hacerlos revivir olvidados con sus sueños y locura a cuestas, a comprender qué somos (fuimos) (seremos), unos nadies (sin duda). Sí, como por ahí dice Girri por ahí: nadies a los que sin embargo ninguna mutación temporal afecta. Ajab es una prueba. El poema, un magnífico homenaje a Melville, quien supo entrever pero ni pudo capturar los tesoros del mar. Como dice Deleuze de Moby Dick (habrá que pensar lo mismo de Ajab): un gran libro es siempre el anverso de otro libro que sólo se escribe en el alma con silencio y sangre.