Se aburre y se saca fotos todo el día.
Todos los días.
Se aburre todos los días.
No puede dormir de noche.
Tiene sed cuando es de noche.
Le pertenece cada ausencia,
cada poema de Pizarnik
y cada copa desbarrancada de la barra del bar;
la mano del chico de barba detrás de la barra del bar.
Se aburre sobria.
Se divierte no estándolo,
y a veces, sólo a veces,
se arrepiente de
la mano del chico de barba detrás de la barra del bar;
la mano que la comanda.
La cama disuelta,
el rímel por el piso,
la cabeza a punto de morir…
el corazón pensando en un poema de Pizarnik.
Alejandra sólo comparte el nombre con su poeta preferida.
Los ojos leen ávidamente,
pero nunca pudo escribir; nunca supo.
De día piensa más en la muerte,
pero a veces, sólo a veces,
la noche llega vertiginosa
y el ruido por dentro se calla,
finalmente se calla,
cuando la luz es sólo un artificio
y la música es muy fuerte,
como la copa,
como la mano que cae pesada
y remueve los tacos
–los pensamientos aciagos del día–
para luego desvestirse sin nombres,
él y ella,
sin Alejandra, sin Pizarnik,
sin recuerdos cercanos,
recuerdos tantas veces repetidos de la mañana siguiente,
la mañana del rímel
y el corazón que se muere,
pobre poema,
por jamás ser escuchado.