Aleksiévich en Afganistán

La Guerra de Afganistán, documentada por la escritora, duró casi diez años y fue el Vietnam soviético que marcó la victoria de los muyahidines y el surgimiento de Al Qaeda, pero también un pacto de fuego de Occidente con los extremistas islámicos. ¿Y si todo comenzó en el sangriento invierno de los ochenta? Escribe Matías Rodríguez, ilustra Lucas Iranzi.

—De noche tengo miedo porque vuelvo a ver. En los sueños no soy ciego. 

El soldado que da testimonio no tiene nombre y si lo tuviese serviría de poco, porque los datos reales fueron modificados. La Guerra de Afganistán sigue siendo una herida abierta y más de treinta años después muchos veteranos tienen vergüenza de confesar que combatieron en un conflicto injusto, indiferente y tan cruento como irrelevante para ese régimen en decadencia que era la Unión Soviética de finales de los setenta. 

La escritora Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015, recoge en Los chicos del zinc los testimonios de militares, enfermeras, mujeres y prostitutas que fueron protagonistas de la guerra que se inició en 1979 y que terminó nueve años, un mes y quince días después, dejando quince mil muertos soviéticos y secuelas imborrables entre los soldados, que combatieron —y perdieron— en el caluroso desierto afgano equipados con uniformes de invierno, mal preparados y enfrentando muyahidines que se aprovecharon del vacío de poder y que estaban armados por potencias enemigas.

La mecha se encendió cuando la Revolución de Saur asesinó a Mohammed Dayd Khan, el presidente que lideró el breve periodo republicano del país con un sistema de partido único y alineado con el comunismo, pero con algunos vicios democráticos. La Unión Soviética entró en Kabul para restablecer el orden y lista para una guerra convencional de corto alcance, pero en cambio se encontró con una guerra de guerrillas sin cuartel, a destajo, eterna y desgastante. En menos de dos años el Kremlin tenía doscientos mil hombres estacionados en territorios afganos y repatriaba por las noches los cadáveres de sus caídos enfundados en precarios ataúdes de zinc, que eran enterrados en fosas comunes sin lápidas ni mayores registros. La debacle de Afganistán, el Vietnam soviético, terminó con la victoria de los muyahidines, el surgimiento de agrupaciones yihadistas y el desatino de Occidente, con Estados Unidos e Israel a la cabeza, proveyendo de armas a las facciones extremistas islámicas, entre las que se encontraban las que posteriormente formarían el Talibán. 

—Nos preguntábamos todo el tiempo dónde conseguir algo para comer —recordó un soldado—. ‘¿Dónde hay algo de comida?’. La única vez que recuerdo no haber pasado hambre fue mientras estaba herido en una tienda de campaña. 

Los soviéticos sufrían el calor abrasador y las tormentas de arena —el famoso viento afgano— que los dejaba ciegos. Por el grosor de las botas se les hinchaban los pies y la deshidratación terminaba en desmayos. Además, afrontaron la guerra con una ley seca inapelable, no existía el vodka y muchos soldados se refugiaron en la marihuana. Los combatientes “viejos” introducían a los recién llegados y a las pocas semanas todos fumaban para aguantar el dolor de las manos por la retención de líquidos y los pesares de la guerra. En esa penuria, Aleksiévich recorre las biografías de los verdaderos héroes, voces con caras reales. Los que se mutilaban para que los devolviesen a casa, los que recuerdan el color que toma la sangre cuando se mezcla con la arena —gris si está fresca, azul si está seca o contra las rocas— y también los que se acostumbraron a matar y podían hacerlo una y otra vez:

—He disparado a quemarropa y he visto como un cráneo humano se hacía pedazos. Y pensé: ‘Es el primero’. Después del combate solo quedan muertos y heridos. Todos callados…

Los soviéticos también fueron aprendiendo la guerra sucia. Barrían los kischlaks —campamentos rurales de muyahidines— con sigilo y ejecutando a sangre y fuego. Los soldados de reconocimiento no usan fusiles sino dagas y bayonetas para no alertar al enemigo. Durante esas incursiones las decapitaciones se contaban por decenas y así recuperaban terreno en Shindad, Herat e incluso Kabul. También participaron muchas mujeres en las campañas, la mayoría de ellas solteras o divorciadas, autoconvocadas o voluntarias, que buscaban emular las hazañas de abuelas o madres durante la Gran Guerra Patriótica, el nombre que los rusos le siguen dando a la Segunda Guerra Mundial. 

Para Aleksiévich la guerra no es un suceso sino un mundo, y no vive en los cuarteles sino en la memoria de las víctimas, que son casi todas. Es por ello que remacha en la importancia del hombre pequeño en los grandes acontecimientos, porque la guerra son millones de anónimos cavando un pozo en el infierno. En Afganistán, como en cualquier conflicto, no faltaron las actitudes valerosas como tampoco las miserias, las violaciones sexuales, la matanza indiscriminada y el factor económico que tiene todo evento sangriento. A falta de alcohol y con drogas de por medio —el opio también corría a sus anchas— la prostitución, por ejemplo, ganó terreno entre las poblaciones locales.

La Unión Soviética colaboró ampliamente con la putrefacción de las instituciones afganas y cuando retiró su ejército en 1989 el país ya estaba dividido y bajo la mueca de un estado fallido. Afganistán, desde entonces, nunca alcanzó la paz nuevamente: fue gobernado, alternativamente, por emiratos islámicos, administraciones títere y facciones extremistas, y en la actualidad los talibanes volvieron a ondear la bandera blanca y la shahada. En ese terreno indómito se forjó también Al Qaeda y el poder que hizo temblar a Estados Unidos en el 11-S. 

En la Rusia heredera de esa enorme madre patria soviética la Guerra de Afganistán sigue siendo una mala palabra y aún hay 287 soldados que continúan desaparecidos, muchos de ellos buscados activamente por sus camaradas, que en el absurdo de esa guerra encontraron sus propias razones para seguir luchando: 

—Te haces amigo de un buen tipo… y poco después ves sus entrañas esparcidas por las rocas. Entonces empiezas a vengar su muerte.

Escribe Matías Rodríguez

Matías Rodríguez nació en 1992 en La Plata. Es periodista y abogado y escribió en la revista El Gráfico y en el diario Infobae.

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