Fantasías individualistas que conducen a acaparar: ¿otra forma de finiquitar el mundo? Una lectura de la serie animada Rick and Morty por Juan Agustín Otero, dibujada por Cindel García.
Una cruz de plata en el cuello bronceado, apenas cubierto por la remera blanca. Un dado azul que se lleva a todas partes, en el bolsillo. Los zapatos marrones, gastados, que deberían estar en la basura desde hace meses. El pequeño objeto es casi siempre una clave. En su Curso de literatura rusa, Nabokov explicó que el carácter de un hombre puede estar encerrado en una caja. Stevenson fue más ambicioso: metió al diablo en una botella y cifró en ese acto el destino de toda la humanidad. No hay ficción sin el detalle. No sería verosímil, a nadie le interesaría. Ni la historia del mundo ni la de Walter White se sostendrían sin las camisas a cuadros, la barba candado y ese color extraño, azul, de la metanfetamina perfecta. Un personaje o un relato muchas veces dependen del tamaño de una cortadora de pasto o de la forma particular de un pastillero verde, vacío. Roiland y Harmon, los creadores de Rick y Morty, inventaron un cosmos alrededor de una petaca.
Rick Sánchez es un científico loco. Tiene el pelo erizado y una bata blanca que nos llevan fácil e inmediatamente a Back to the future. Su secuaz imperativo es Morty, un nieto bastante más estúpido que él, muy nervioso, que lo sigue en sus aventuras y en sus experimentos desmesurados. Como Hououin Kyouma, el protagonista de Steins Gate, Rick arrastra a Morty y a todos en el planeta tierra al borde de la catástrofe, saltando de un universo a otro, como de una plataforma a otra en un videojuego, solamente porque está aburrido. A diferencia de Kyouma, en Rick no es posible la redención moral, ni el arrepentimiento, y la trama gira cómicamente en torno a su narcisismo. Por lo menos, hasta el final de la segunda temporada.
Pero antes que científico loco, Rick es otra cosa: un alcohólico. En un bolsillo interno de la bata, muy cerca del corazón, ese recipiente hipotético y arcaico del alma, Rick guarda una petaca gris a la que recurre de manera frenética, casi permanente. Y en la petaca hay ¿vodka?, ¿brandy?, ¿whisky? No se sabe, pero tampoco importa. Resulta evidente que el líquido es fuerte y también es evidente que Rick puede aguantarlo. No sólo que puede, sino que lo necesita. En la serie, pocas veces o ninguna Rick está sobrio. La baba que con exagerada frecuencia le mancha la boca es la marca del cansancio y la borrachera.
¿Por qué toma Rick? ¿Por qué su nave espacial está repleta de botellas de cerveza sucia? De todos los objetos bizarros que tiene a su disposición –son muchos– los dos que más usa son su pistola interdimensional, que le permite abrir portales hacia otros mundos, y la petaca, que alivia el peso de las cosas y habilita el humor negro, la indolencia, el riesgo y –en último punto– el cinismo. Rick y Morty tal vez no sea más que el uso indiscriminado de la petaca y la pistola. Podría decirse, sin mucho esfuerzo, que las premisas fundamentales de la serie son la capacidad técnica de manipular la realidad y la capacidad moral de hacerlo sin escrúpulos. Sin esos dos elementos, la estructura argumental prácticamente no existiría. En la ausencia de la petaca y la pistola, nos quedaríamos con una familia de dos dimensiones en un típico suburbio norteamericano que –a decir verdad– ya ha sido dibujado muchas veces.
Leída así, la historia de Rick es el cuento de un borracho con poder que no destruye el universo simplemente porque es demasiado grande. Es el cuento de un tirano viejo, un Oppenheimer sardónico, que, cansado de todo, se enfrenta a todo inútilmente para divertirse. La petaca es el símbolo del cinismo y la indiferencia: el triunfo de una estética de la confusión sobre cualquier moralidad posible. Pero discutamos, por las dudas, otra hipótesis.
En El Poder y la Gloria, Graham Greene construye otro antihéroe borracho: un whisky priest que escapa por la selva mexicana perseguido por las autoridades durante la Guerra Cristera. Este cura bebe para no ser cobarde, para mitigar los pecados, pero también bebe porque ama el vicio. Como Rick, el whisky priest también esconde bajo sus hábitos la botella de brandy y la lleva en un lugar muy cercano al corazón ¿Pero es posible que Rick Sánchez sea un alcohólico culpable? ¿Que bajo el aparente nihilismo haya una profunda y agria decepción ante una realidad donde nada importa, ni siquiera él mismo?
Que Rick toma para no sufrir y que hace para no pensar es un tema explícito en la serie. Y aunque Rick se esfuerza por desmentirla y ponerla en crisis, no termina de eliminar esa duda. Rick y Morty es una orgía de la acción. Siempre está pasando algo, no hay un solo momento de contemplación, de silencio, de tranquilidad, a pesar de que cada episodio, en sí, es una idea en movimiento. Si Saer escribió novelas donde los hechos tenían igual peso por su densidad cotidiana, Roiland y Harmon escribieron una serie donde los hechos se igualan en el disparate. En un mundo donde ser bueno es imposible, porque un acto de bondad es algo microscópico, irrelevante, y todo es confuso como una noche con dos litros de vodka encima, lo único verdaderamente moral o significativo parece ser la acción constante, el intento (tal vez vano) de ser original, la diversión.
Bajo esta nueva luz, Rick Sánchez es un humanista, un optimista de los últimos días. En vez de suicidarse o caer en la mediocridad, se llena la panza de líquido y desafía el vacío existencial con sus locuras. Toma para darse valor.
El alcohol de una petaca, como las aventuras de Rick y Morty, es tremendamente adictivo. Pero tiene siempre los mismos efectos. No hay matices de sabor en un trago de Bols o de Peters. En Rick y Morty tampoco. La libertad conceptual, como la desinhibición en una noche de fiesta, tiene un precio. Las cosas valen mucho menos cuando se multiplican o cuando uno no está en condiciones de apreciarlas. Una caja de Mr. Meseeks –unos hombres azules que pueden cumplir, más o menos, cualquier deseo– es apenas una herramienta más en un universo donde lo extraordinario es la regla. También la mujer más linda del boliche es una imagen borrosa al día siguiente si uno se pasa de tragos.
Rick y Morty no es una celebración del nada-importa ni mucho menos una defensa del relativismo. Más bien es una mirada ambigua, una exploración de los límites físicos, estéticos y morales de la libertad: una crítica subrepticia al género de la ciencia ficción y a las fantasías individualistas. Cada capítulo es una historia autónoma, pero todas juntas tienden casi necesariamente a un mismo punto: el fracaso de los emprendimientos personales, de los delirios propios que no se comparten. Tal vez, al final, Roiland y Harmon nos sorprendan con una alusión al Quijote. Es posible que, en un hipotético lecho de muerte, un Rick sobrio admita frente a un Morty cubierto de lágrimas como Sancho Panza que todo lo que hizo fue una actuación y una estupidez.