El año llega a su fin y, embarcados en esta nueva travesía alrededor del sol, recordamos distintas formas antiguas de vivir el fin de los tiempos antes de su renovación anual. Escribe Gabriela Puente. Ilustra José Bejarano.
“Cada vez que el sol se acerca a los solsticios está cerca de enloquecer y el mundo tiembla, porque la carrera del astro podría seguir, por su inercia, en lugar de invertir su ruta.” (Calasso, “Las bodas de Cadmo y Harmonía”).
Durante el remoto siglo IV A. C., en la lejana Hélade, más precisamente en Samos, un astrónomo y matemático llamado Aristarco afirma una contraintuitiva hipótesis. La idea en cuestión fue de lo más paradojal y revolucionaria, desechada aun en su tiempo y cruentamente prohibida durante siglos por la cristiandad medieval, tuvo su retorno auroral con Copérnico durante el Renacimiento. Se le dio el nombre de heliocentrismo por defender la centralidad del sol con respecto a los demás cuerpos celestes.
La osadía de Aristarco demostraba una vez más que la intelectualidad griega se diferenciaba de sus antecesores. Así, el pensamiento de elite helénico eligió una cosmología de carácter axiomático y abominó (salvo, quizás, por lúcidas excepciones como el estoicismo) de explicaciones astrológicas acerca de los fenómenos cósmicos.
Pero, poco y nada supo de aquella original idea el saber popular. Sumida profundamente en rituales de muerte y renovación, la comunidad griega entendió el tiempo encarnándolo en el sacrificio y retorno de algún héroe o divinidad. Y la concepción heliocéntrica de una revolución alrededor del sol, quizás por su abstracción, fue desechada.
El cambio de las estaciones fue explicado por la metáfora vegetal/ctónica. El retorno de algún dios (Dionisos, el sol o algún otro, según el caso) y la renovación anual del tiempo dieron lugar a las celebraciones antiguas de fin de año, de las cuales las nuestras son deudoras, al menos en apariencia.
En la antigüedad, Grecia no era más que un conjunto de ciudades-estado autónomas con sus deidades, valores y rituales propios. Y si bien hubo una consciencia de los griegos de compartir un espíritu en común, sus festividades variaban dependiendo de cada polis.
En Atenas, el año nuevo se celebraba en el mes del Hecatombeon, durante la primera luna del solsticio de verano. Rabiosos y multitudinarios sacrificios de animales dieron el nombre al mes, recordemos que el término hecatombe hace referencia a la masacre ritual de un gran número de víctimas.
Cada hecatombe honraba a Cronos, el temible Titán devorador de su prole, identificado con el tiempo.
También en Roma, el año nuevo acaecía en el contexto de las celebraciones conocidas como Saturnales dedicadas, como en el caso ateniense, a Saturno/Cronos.
Las Saturnales anunciaban la llegada del solsticio de invierno y durante 7 días (del 17 al 23 de diciembre según nuestro calendario gregoriano) Roma asistía a una verdadera destrucción del mundo, luego a su regeneración.
El sol antes de ingresar al solsticio de invierno pasaba anualmente por un período de prueba y oscuridad, durante todo el año había estado perdiendo su luz y llegaba el momento preciso en el que podía regenerarse o desaparecer. Esta ascensión del sol en el cielo de capricornio significaba una nueva victoria solar, por eso se lo llamó sol invictus, se celebraba el 25 de diciembre.
En cuanto a las Saturnales podemos diferenciar dos facetas: una benévola y festiva, antecesora de la navidad cristiana. Durante los días de celebraciones se decoraban las casas y las calles con flores y diversos presentes circulaban entre familiares y amigos. La felicidad lo colmaba todo, como si acaeciese un retorno al pasado más edénico de la humanidad, una verdadera vuelta al reinado de Saturno, considerado por la mitología grecorromana como el regente de la antiquísima edad de oro.
Pero el dios y la festividad celebrada en su honor tuvieron una faceta más cruenta y escatológica. Las Saturnales transcurrían en las noches en las que el mundo corría el riesgo de desaparecer. Iluminado por múltiples antorchas, el pueblo romano asistía a la máxima subversión de las normas sociales conocidas: los esclavos eran liberados, los hombres se travestían en mujeres, las mujeres se masculinizaban y, en las casas romanas, se elegía entre las personas de más baja calaña al saturnalicus prínceps, príncipe de las Saturnales, adorado, por una semana, como el mismísimo emperador de Roma.
Orgías y excesos de todo tipo contagiaban el ánimo de la plebe. Pero el frenesí del pueblo latía al mismo ritmo que el temor de las clases gobernantes, y las Saturnales fueron restringidas por un tiempo; así, durante el imperio de Augusto, y luego el de Calígula, se redujo la cantidad de días festivos.
El pueblo se resistió, se negaba fervientemente a perder el sacro contacto con la muerte y la regeneración que con cadencia vegetal restituía por un momento al hombre dentro de un cosmos más amplio. Los emperadores debieron ceder al clamor popular y devolverle a la plebe sus siete días de fiesta y de furia.
Sin embargo, al filo de la Edad Media, las pomposas, subversivas, obscenas Saturnales fueron finalmente prohibidas por el cristianismo; para erigir en su lugar un drama humilde e íntimo, el de un dios que nace, en medio de una persecución y una fuga, en la inclemente pobreza de un pesebre.
En la actualidad, quizás ni aquella escena reste, y vivimos nuestras fiestas de fin de año, vaciadas por igual del sentido agrario y de la revelación cristiana. Reducida a un tedio repetido maquinalmente, la celebración parece limitarse a ponderar el inicio de una nueva y abstracta travesía terrestre alrededor del sol. Y subsiste tan sólo una esperanza tímida, quizás un ruego silente, de que el año próximo sea un poco más benévolo que el anterior.
Bibliografía
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