Ansia

En Ansia,Virginia Barcelona recupera el sopor del verano en la quinta de la abuela,  incita a los  nietos a escuchar y  cifrar  el pasado familiar desenterrando secretos de inesperadas consecuencias. Un relato con bordes fantásticos que encarna la imaginación y la sensorialidad de la infancia como un recurso para sobrellevar y dar sentido a la experiencia. Ilustra Tano Rios Coronelli.

Las margaritas doradas y plateadas quemaron todo el jardín. Su penetrante perfume a uva nos inundó, el penetrante perfume a uva, a higo, a miel de las margaritas quemó toda la casa. 

“Las margaritas abarcaron todo el jardín…” Marosa di Giorgio

Íbamos todos los veranos a la quinta, los siete primos varones y yo. La abuela nos esperaba con bizcochos duros y por la tarde nos sentaba en el patio bajo la parra con las cabezas embebidas en vinagre, el pelo encerrado en bolsas de nylon. Mientras esperábamos el tiempo de la asfixia de los piojos, mirábamos el patio, medio baldío, medio jardín, con la parcela del fondo bien delimitada: un cuadrilátero perfecto de margaritas enormes, pétalos blancos y centro amarillo y también naranjas con corola muy roja. Las flores brillaban y nosotros nos aguantábamos las ganas de ir hacia ellas, salir corriendo, mientras los bichos se retorcían en las cabezas y el sol quemaba sobre la tierra. Nos quedábamos quietos como pedía la abuela, el Cambá con nosotros, inmóvil bajo el alero; todos absortos ante la visión del patio y las margaritas incandescentes.

A la noche, la abuela nos contaba el relato de los hombres del lugar. El de la época en que el abuelo tenía el almacén en aquel cuadrilátero del fondo, el mostrador de mármol blanco y los paisanos acodados con su grapa. Las partidas de truco o de tabas, las disputas de peones que venían de alambrar y borrachos de caerse se agarraban a cuchillo por mujeres y por plata. Se colgaban de los árboles por pena, por apuestas o traición. El abuelo trataba de arbitrar. “Un día la ligó por creerse juez o mandamás”, dijo la abuela. Nosotros queríamos saber más, pero ella se encogía y no contaba el final. Y era apenas cuando se iba, porque ya era tan tarde y nos apagaba la luz del cuarto desde el pasillo, que sentíamos con claridad los susurros que venían desde afuera. Escuchábamos las raíces crujiendo bajo tierra y el calor de las margaritas que aumentaba con las fases de la luna. Bajo las frazadas pesadísimas nos asfixiábamos, el pelo brillante con olor a vinagre sobre las sábanas rígidas de almidón y veíamos los cuerpos balancearse en el aire de la noche. La higuera retorcida bajo el peso; otros pelos que chorreaban de los álamos. Aquel olor. Venía la madrugada y no sabíamos bien si estábamos dormidos o aterrados, aunque a veces nos tentábamos y las voces desde afuera se reían con nosotros. Escuchábamos quejidos o ratones o cuises o comadrejas. Sentíamos el desvelo de la abuela y la hora en que encendía la cocina para un mate. Parecía que arrastraba las chancletas pegoteadas del recuerdo del abuelo: el difunto que de prepo descansaba con las flores. Y a pesar de que la abuela repetía, “sin piojos, a correr por el campo y sacar yuyos del patio; nunca comer los higos tan calientes, jamás acercarse el jardín de margaritas”, nosotros no pudimos con el ansia.

Fue una mañana del último verano, los siete y yo madrugamos como nunca. La abuela aún dormía, el calor desde el fondo era agobiante. El perfume a higo traspasaba las paredes y venía más allá de la higuera. Salimos gateando hacia el patio, arañando los pijamas contra el suelo. El cuadrilátero de flores era perfecto, entonces, tiramos de los tallos que estaban casi hirviendo y un sollozo, un llantito, empezó a salir desde abajo de la tierra. Cambá se acercó enloquecido, ladrando empezó a frotarse contra nosotros. Los roces se volvieron golpes, embestidas. Con su mandíbula llena de baba me mordió el cuello del camisón en la nuca y tironeó de la tela y de mi pelo largo y brillante arrastrándome fuera del cuadrilátero de flores. Y así, con cada uno de los primos, nos alejó de aquel sopor radiante. Los chicos protestaban a los gritos y el Cambá redoblaba sus ladridos. El escándalo terminó por despertar a la abuela que apareció furiosa en el fondo, envuelta con la colcha de su cama.

—¡Qué me hacen renegar, borregos del diablo!

Por tres noches no hubo cuentos ni de ahorcados ni de abuelo; tampoco hubo bizcochos por las tardes. El perro, agotado, dormía sólo de día y hacía guardias en el fondo a partir de medianoche. La abuela comenzó a arrugar la frente por cualquier cosa y repetía al aire aquello de no acercarnos, que si la tierra se abría enojaría a los muertos. Que había un gualicho viejo y que había que hacerle caso. Cuando tocó la tarde de despioje, sentimos sus dedos temblar en nuestras cabezas, los huesos puntiagudos dejaron surcos de vinagre entre los pelos. Cada tanto, se hacía una pausa rara: la abuela estallaba un piojo entre las uñas y se limpiaba la gotita de sangre en un pañuelo. Cuando entraba a la casa, alguno se deslizaba en cámara lenta hasta la higuera y robaba los frutos que hervían al sol. Eran como las margaritas: irresistibles. Entonces, nos metimos a escondidas los higos en la boca para sentir la pulpa deshacerse y correr por dentro como una lava. Una lava hirviendo. Al fondo, el cuadrilátero, brillante, enorme, se volvía borroso. Nosotros imaginábamos el almacén con paredes rojas y a la peonada, meta disputa, meta cuchillo; el pobre abuelo quedando tieso. Del interior nos llegaba el ajetreo de la abuela que hablaba sola sobre los piojos y la sangre, refunfuñaba sobre la culpa o sobre los hombres: que el finadito tal, que los peones brutos, que el abuelito vivía borracho y ella era muy joven, que tanta cosa hubo que aguantar hasta aquel día en que lo acalló, sin vuelta atrás, y ya fue otra.

El sábado cuando entramos a la cocina, un resplandor nos llamó la atención desde abajo de la mesa. Un montoncito de huesos: dos fémures, una costilla, un cráneo rajado al medio. La abuela tomaba mate como si nada, con el Cambá lleno de tierra acurrucado entre sus pies. El perro tenía la trompa negra, carbonizada, y olía a quemado. Los siete y yo nos miramos. Me atreví a preguntar, los labios pastosos con olor a boca: 

—Abu, ¿y eso?

—¡Ay, mi hijita! Cosa de perro, ¡qué va! Eso de andar hurgando entre las plantas y para nada… ¡Pero mire usted, quién lo pregunta! —remató.

Arturo, el más chico y el más osado de los varones, se agachó y estiró un brazo, pero la abuela lo paró en seco:

-—Vaya por mate cocido, Arturito, que no conviene andar revolviendo lo que está quieto—. Y guardó los huesos con cuidado en una caja.

Cayó la tarde y luego las sombras cubrieron como un mantel el alero hasta el patio. Esa noche tampoco hubo cuentos. Desde las camas, casi asfixiados, inquietos bajo las cuevas que hacíamos con las mantas, creímos reconocer el zumbido. El olor penetrante nos llamó. Los pies descalzos se separaron del suelo, salimos de las camas, del cuarto; flotando recorrimos el pasillo, no se filtraba ruido ni luz por debajo de la puerta de la abuela; la cocina estaba en calma. El Cambá dormía bajo la mesa y apenas frunció el hocico cuando pasamos. Atravesamos el patio, el medio jardín y las malezas. Se hizo el claro de tierra y pedregullo; llegamos al cuadrilátero de margaritas amarillas. Nos lanzamos hacia las flores. Agarramos los tallos, otra vez, ahora más gruesos, más hinchados; tiramos y enterramos las uñas en la tierra mientras los pétalos enormes y calientes se fueron desprendiendo uno a uno, nos rozaron las cabezas bajo el brillo de la luna. Tiré fuerte de un manojo de esos tallos ya sin flor como si fueran juncos sin centro o sin cabeza, y algo duro se envolvía bajo tierra. Entonces, escuchamos los quejidos. Arturito con las manos embarradas sacó una astilla blanca, de la sorpresa se me colgó del pelo, me destrozó la trenza, todos sudamos. Grité y seguí escarbando; la tierra quemaba como una brasa. Con los otrosprimos desenterramos las raíces que eran cada vez más fuertes y retorcidas y salían enroscadas entre huesos. Huesos viejos, destartalados; un rizoma calavera repleto de fémures y cráneos. Y de pronto, un chisperío; el barro y los tallos, las margaritas, comenzaron a prenderse en llamaradas.           

Salimos corriendo. Vimos, a lo lejos, arder el fuego desde las flores a la casa. No hubo tiempo de nada. El caserón fue una corola de reina, un copete de llamas enormes que desprendía un olor nauseabundo a vinagre, a higo muerto, a la piel chamuscada de la abuela.

Escribe Virginia Barcelona

Virginia Barcelona (Montevideo, 1974) Su labor creativa cruza cuerpo, movimiento y escritura. Como bailarina y coreógrafa ha participado en diferentes proyectos de danza y performance y es docente de técnica de danza contemporánea en la Universidad Nacional de las Artes, donde también es alumna avanzada de la Licenciatura en Artes de la Escritura.

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Sebastián Trujillo (¿Quizás más narrativo que nunca?) comparte esta historia sobre recelos, talentos e imposibilidades de la noche. Ilustra José Bejarano.

Un Comentario

  1. Hermoso cuento! Atrapante y, sobre todo, muy sensorial y repleto de imágenes que se expanden.
    Me encanta la vuelta de tuerca al poema de Marosa di Giorgio.

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