“El espacio virtual te pide que mires al interior de una nada en la que nadie podría vivir.”
Ivan Illich, Los ríos al norte del futuro
Los lugareños pronuncian ´Ségui´ remarcando la ´e´, invariablemente. Es la primera trampa para el foráneo, el primer atisbo de que hay algo que nunca entenderá del todo bien.
Arturo Seguí es una pequeña localidad bonaerense ubicada en el extremo noroeste del partido de La Plata, antes de la ruta 36 y del sucio ronroneo del polo industrial de Berazategui. Con la referencia de la autopista que une, paralela al río, la capital provincial con la nacional, a Segui se llega tomando la bajada de Villa Elisa, cruzando las vías del Roca, zigzagueando hasta empalmar, luego del camino Centenario, la calle Arana, y en línea recta recorrer, una vez superado el camino Belgrano, las quintas emplazadas en las tierras que pertenecieron a Jorge Bell, para acabar frente al cartel de bienvenida que les recordará, por supuesto, un acento en la ´i´ final del apellido que da nombre al pueblo.
En el más allá de Segui abundan las moras, las cotorras, los alambrados, los caminos enmarañados, las vacas pastando, los lustrosos caballos –una geografía que pudo ser bucólica y que es la maqueta de un desquiciado.
Las últimas noticias pintan un asunto cada vez más fuera de tono que tensa la letanía de quienes encontraron un espacio para construir su casa cerca de árboles y pájaros, con patrulleros ciegos que son fletes para los robos cometidos por toda la zona, según denuncian los vecinos a la nada y a nadie.
El sueño mutó en pesadilla. Algunos hablan de inminente pueblada. Otros anuncian que un puñado de policías caerá detenido por la propia fuerza que los apaña.
Una de las historias, entre tantas en esa tierra que arde, es la de ´la chica que duró una semana´. Todo comenzó por lo habitual: la tranquilidad; la casa orientada hacia una arboleda; los breves caminos de tierra; los escasos negocios; las caminatas de cuadras; los vecinos raleados, nada cercanos, aunque atentos… y tan atentos que días después de que la chica decidiera alquilar, instalarse y vivir sola, a media mañana, en fila como hormiguitas, mientras ella estaba en el trabajo y algunos empleados de algo ajustaban ciertas tuercas en los alrededores de la casa, entraron y la vaciaron, con tal pericia que le evitaron a la inquilina cualquier gasto de mudanza, una vez roto el contrato.
Eso cuenta la infinita mitología del lugar, con una mueca más de burla que de tragedia.
En particular tamaña desventura no sucedió en Segui, sino en El Rincón, un barrio cercano que tomó su nombre de una añosa estancia que fue en su tiempo fábrica de chocolates y que hoy es centro de convenciones. La estancia ´El Rincón´ se entrevera con el haras Firmamento cuyas exclusivas pistas equinas enfrentan a un campo de fin de semana de un colegio de abogados, a graneros en ruinas y a enormes lotes con carteles que anuncian un futuro que nunca llega de aldeas destinadas a la clase medio alta que deciden no interponer, en sus guetos, muros con los de afuera.
La barriada llamada El Rincón se extiende como un rectángulo desde el conglomerado regido por la estancia –digamos, los estertores de Segui- hasta el camino General Belgrano, teniendo como límites laterales alguna calle interna paralela a Arana y el arroyo Carnaval.
Oficialmente el barrio no existe –aun cuando desde hace un tiempo funcione una subdelegación municipal. Por catastro la aberración territorial depende para algunas cosas de Villa Elisa (el servicio de electricidad, por ejemplo), para otras de City Bell (eso que llaman comisaría), para otras del propio Segui (los consumibles no declarados).
Oigan la historia del ´buen vecino´.
Una de las brillantes estrategias de la policía para resolver los conflictos con rateros y narcos de baja monta es moverlos de un sector a otro de las barriadas populares en un radio de veinte a treinta cuadras que, de una u otra forma, conocen y comparten. Es común por ejemplo que los transas que abundan en Segui caigan al Rincón (y que los del Rincón vayan a la Fortaleza, sector cercano a la zona del Parque Ecológico y fuera de este relato).
Hace un tiempo –me cuenta el joven N., nacido y criado en el barrio- aterrizó como inquilino un transa de menudeo con revolver, grandes parlantes, amigotes y muchas ganas de pelear. Las primeras tardes -en cuadras que rugieron al ritmo de otros ladridos- salía al patio simplemente a exhibir su infierno. ´Uno les tiene miedo por la prepotencia –comenta-pero incluso en días de bajón sueltan lamentos que recuerdan a quien quiera oír que ellos son los que más han sufrido en el mundo y que por eso andan alzados, tan malos´.
La mirada torva, un constante desafío, la bronca fácil son las monedas de cambio heredadas de una gauchesca residual, de hombres de a caballo, de botas de cuero y espuelas, de costumbres de facón a la cintura que perduran (como los bajos salarios, la explotación, la violencia laboral), pero de las que no quedan mucho más rastros (exceptos estos últimos) en el inexorable proceso de conurbanización de la zona.
Capa de tras capa de tiempo, el cóctel de ingredientes incongruentes comienza a ser letal.
La regla dice -´donde hay estancia, hubo tren´- y allí se yerguen todavía los terraplenes que contuvieron las vías que empalmaban o que eran del Ferrocarril Provincial de Buenos Aires. Esos montículos separan actualmente la estancia (y uno de los futuros guetos neo-amish) del barrio propiamente dicho sobre el que me gustaría añadir esta historia.
Una referente barrial –llamémosla R.- después de algún tumulto que entorpeció el cotidiano y que nos puso en contacto, me dijo: “A mí nada me sorprende de por acá. Vivo hace veinte años, cuando era descampado, mucho antes de los Procrear. Los conozco o creía conocerlos a todos. Me conseguí un terrenito ahí al fondo –cerca de las vías- y estoy construyendo y llevando adelante mi proyecto. Podría hablarte de los cogolleros que entran con las plantas en las motos, podría hablarte del choreo entre vecinos, día y noche, pero una vez, hace un tiempo, en unos días de lluvia y frío, estaba yo haciendo una tarea en el patio y escuché llorar fuerte a una criatura en la calle, salgo y la veo –dos o tres años- en pañales en medio del barro, a eso de las diez de la mañana berreando, empiezo a caminar y a lo lejos aparece una camioneta de las grandes, como las de la estancia, se acerca y una señora de guita me dice sin bajarse, ´dámela que si ustedes no pueden criarla, me hago cargo´, y señalaba a la criatura. No sé qué hubiera pasado si esa mañana no salía a la calle o qué hubiera escuchado si hubiera seguido la charla.” La camioneta dio marcha atrás por entre los charcos, los eucaliptos, los insaciables perros esquizos, las vacas rumiando.
En El Rincón todo sucede como si nada. Cualquier intervención parece posible e ineficaz. Todavía algunos recuerdan el caso de ´las sociólogas´ que quisieron hacer un relevamiento del barrio y que a la segunda visita huyeron espantadas: si el mapa al que se enfrentaban era incomprensible y monstruoso, no se detuvieron a comprobar qué era el territorio.
Es probable que cada manzana tenga aún seis, ocho, diez casas emplazadas en un terreno que hace de generoso patio. Pero eso va cambiando año a año. Movilidad y arrejunte. Los nuevos que escapan de la ciudad o que no consiguen alquilar allá y que se tientan porque en el barrio los alquileres son un poco más baratos. Los hippies, los alternativos, los artesanos, los idealistas, los impostores, los obreros, los que siempre vivieron allí.
En ese hervidero, cuya fisonomía muta, una de las obsesiones –como quedó claro- es la ausencia de tranquilidad. Algunos vecinos desde hace tiempo intentaron resolver el asunto apelando a la tecno-utopía del ´grupo-de-whatsapp´. Todo fue conventillo, peleas e infinitas escisiones en otros utópicos grupos que tenían como fin alertar de cualquier problema o anomalía y que se convirtieron en el ambiguo centro de información, quién está, quién se fue, quién salió, quién no vuelve. En El Rincón nada es lo que parece, ni siquiera del lado de los rateros, un grupo con luminarias reconocibles, pero ciertamente impreciso.
Los intentos de organización territorial, en la realidad y con las nuevas tecnologías como mero canal de comunicación, entendieron por otro lado que, entre tantas problemáticas -calles intransitables, falta de transporte público, escasa asistencia médica, hambre y desnutrición- incluir en los principales reclamos a la ´inseguridad´ era conservador (o dicho con letras más ajustadas, ´gorila´). Hubo asambleas, ollas populares, cortes de calles, y pocos enarbolaron esa consigna como problema fundamental.
¿Por qué una situación que toca a tres de cada cuatro vecinos es negada? La explicación tal vez no sea ideológica. Poner en una comunidad grande pero finita el dedo sobre ese nudo, desenrollaría la madeja erosionando los vínculos.
´Si les das trabajo, no te roban´. Además de la delación básica entre vecinos, y de los lugares comunes de remiseros o de polis como dateros, una de las dinámicas habituales para organizarse es la vigilancia indirecta a través de albañiles y de peones adjuntos –que viven tres, cinco, siete manzanas más allá de donde están trabajando- quienes mientras construyen, asimilan con paciencia los movimientos.
Los infinitos robos en la zona de Segui y de El Rincón no siguen la lógica que podría desprenderse de la convivencia entre personas que están por debajo de la línea de pobreza y los ricachones, de mayor o menor monta, cada uno con su quinta de fin de semana.
El robo metódico es una bestial disciplina barrial generalizada. Que saluda poco; que le sobra, que tiene dos; que pasa mucho con la bici; que nunca da nada o que da y da; que no quiere que le corten el pasto o que lo corta siempre con su máquina; que hace mucho asado o que no hace nunca nada, y entonces ¿qué come?, ¿yuyo?; que no tiene alambrado y es fácil o que tiene mucho y qué esconde; que compra siempre en el barrio (cuánta plata tiene) o qué nunca compra (para qué vive acá).
Los condimentos: neoliberalismo (atomización), patriarcado (disciplina), capitalismo (deseo de consumo de lo que sea), y para el caso particular rioplatense, la herencia de la dictadura. El resultado entonces es que si alguien quiere arrebatar por envidia, por rencor, por necesidad material o por el deseo de imponerse sobre otro, en el entorno nadie nunca ve nada, aunque escuchen y vean todo. Los portazos en serie marcan la noche. La comunicación se vuelve imposible –incluso con los hippies, los alternativos y los artesanos. Renace al día siguiente el paraíso de pájaros y de árboles… Y esa es la norma barrial que rige también para abusos, violencia intrafamiliar, violaciones, intentos de secuestros.
Sé que ustedes creen que estoy exagerando.
Me queda todavía una historia –o un fragmento- para contarles.
Apareció entre mis apuntes, como nota breve y rápida, hecha al pasar. Voy a transcribirla casi como la dejé, olvidada durante un tiempo, acomodándole algunas palabras.
En el momento de tomarla -lo recordé luego- intuí haber presenciado una historia de amigos de juerga. El paso de los meses modificaría esa perspectiva sin asidero, ni sustancia.
La nota rápida decía así: “El Rincón. 24 de junio de 2017. Salí a la nochecita para comprar algunas cosas. A un par de cuadras, un auto para y alguien se baja. Más allá, una persona corre a los tropezones. El que se baja del auto le grita ´volvé, volvé´, el que corre resopla ´sálvame, sálvame´. Paso cerca y acelero…”.
Es todo lo que recuerdo. Aquel día volví de hacer las compras, anoté la historia y la descarté por completo.
Acaso esa errática nota sea la mejor evidencia de la paradoja de registrar sin saber qué es exactamente lo que estamos viendo.///
*** Uno de los grandes amores vividos en aquel barrio fue el de la bella e inteligentísima perra Romance, Roma, o para nuestra casa, Vaqui, apodo que con Citro le dimos por su piel jeroglífico blanco y negro como el de una vaquita. A ella le dedicamos entonces este texto cuya oscuridad no la roza.
Una prueba del encanto del estilo de Lépori, es que con mi familia nos exiliamos en Segui (también llamado, y éste era el nombre de la vieja estación, Los Eucaliptos), luego de leer este artículo. Es irrestible
Tal vez se pronuncia ségui, para que rime con berazategui o con caña legui