Caos

Orlando Espósito escribe este cuento sobre el fin del mundo o de alguno de los mundos, de algunas convenciones, de alguna que otra idea quizás. Ilustra Tano Rios Coronelli.

Esto se está yendo todo a la mismísima mierda, dijo Ela mirando las cartas. No le creí. Vámonos ya mismo, urgió. ¿Qué decís? ¿Adónde querés que nos vayamos? Se puso de pie sacudiendo su pelo rojo, la bata de raso dejó entrever la piel de sus muslos que yo sabía blanca y tersa. Abrió los brazos para centrar mi atención sobre las tres figuras del tarot alineadas en el centro de la mesa.

Mirá, siguió, salen y salen y no dejan de salir. No puede ser peor lo que se viene: La Torre, La Muerte y El Diablo, las dos últimas, siempre cabeza abajo; te aseguro que esto se va a la mierda, y más vale que estemos preparados. Tenemos que irnos al Uritorco, ¿venís? ¿Ahora? ¿Ya? 

No le creí. Al tarot, al hexagrama del I Ching –43: el desbordamiento, peligro–, a Nostradamus, no creí en el mes y el año en que ocurriría el desastre. Y Ela insistía: Vení, dejá todo, quiero que estemos juntos cuando llegue el momento. Yo negaba con pretextos, con burla, incrédulo y seguro. A la mañana siguiente tendría que ir al centro para hacer unos trámites, después vería, pasado mañana, tal vez la próxima semana.

Fue durante las primeras horas del día siguiente cuando empezó, acaso provocado por el arranque del vuelo de una mariposa en Bangladesh o en Birmania; acaso empujado por la fatalidad de las predicciones. Mientras que yo seguía rumiando mis insignificancias, lamentando la partida de Ela, de repente sentí náuseas, algo parecido a un mareo, una pérdida del equilibrio a pesar de que estaba plantado sobre mis dos pies. Entonces me dio por mirar hacia el Obelisco con la esperanza encontrar una referencia y recuperar mi sentido de la verticalidad; una reacción provocada por el instinto, como quien tropieza y se apoya contra una pared.

Y ahí fue cuando vi al carancho, que volaba detrás de la paloma. La pobre, lo único que atinaba a hacer era zigzaguear en el aire y girar alrededor de la punta y en eso, la desesperación, el apuro por escapar, la hacen chocar contra la pared, cerca del ventanuco y se precipita, cae como piedra, como si el golpe la hubiera desmayado o si se hubiese roto la cabeza, y el carancho hace un quiebre en picada y roza con el extremo de un ala una de las aristas que forman el ápice allá, a setenta metros de altura.

No puedo creer que fuera ese roce el principio de todo pero, para mí, fue en ese momento cuando la base cedió del lado de Corrientes al este, hacia el río. No sé cuánto… ¿diez centímetros, cincuenta? Fue cuando me agarraron las náuseas. Abajo los autos seguían moviéndose al ritmo de los semáforos, la gente seguía caminando y sacando fotos mientras el carancho se alejaba, creo que ya con la paloma entre las garras. 

Entonces hubo una oscilación, como si la primera movida hubiera sido para tomar envión, pero con el destino final hacia el lado contrario. Se alzó una nube de polvo blanco de la base cuando se volcó perdiendo la vertical, algo escorado hacia el chalé de Muebles Díaz. En ese momento se pararon todos, autos y peatones, motos y bicicletas; creo, no me puse a mirar en detalle porque no podía dejar de mantener los ojos clavados en el Obelisco, que se estaba yendo a la mierda con una lentitud que sacaba de quicio.

Las paredes del edificio de la esquina de Cerrito se partieron abriéndose como un zapallo que recibe un golpe de machete. Quedaron a la vista las oficinas. La gente se agrupaba tratando de huir de los bordes del abismo tirándose de los pelos y gritando. Pienso, imagino que gritaban, porque aunque no podía oír veía las bocas abiertas como si estuvieran en eso. Lo que sí oía hasta quedarme sordo era la bulla de las bocinas. Todos, todos tocaban aullando una ¿protesta, auxilio? Tuve una visión de Ela trepando el Uritorco; un segundo.

La mole blanca se inclinó unos metros más, ya en franca caída. Algo en la base la retenía, pero no había duda de que el desplome era inexorable. La plazoleta de la República se levantó hacia Cerrito. Todo se sacudía y temblaba. La gente caía de los pisos al vacío hundiéndose contra las veredas; vi algunos que quedaban enterrados hasta la cintura, inmóviles, creo que muertos. Otros se estrellaban contra el techo de los vehículos. 

Una torre, la de un hotel, cayó atravesada sobre la 9 de Julio y aplastó la marquesina del Colón. El pavimento se levantó haciendo olas en dirección a Córdoba volteando a su paso todo lo que encontraba. Veredas y edificios desaparecían tragados por los túneles de los estacionamientos y los subterráneos.

Algunos iban y venían corriendo y agitando los brazos. Otros se aferraban a los árboles. Las madres levantaban a los hijos y corrían en un intento de escapar del peligro. Incendios por doquier, humo y polvo, autos que estallaban envueltos por una nube de fuego. Sirenas, gritos.

Corro por la diagonal hacia plaza Lavalle. Sorteo como puedo los autos apilados unos contra otros. Avanzo, esquivo, cruzo de una vereda a la otra, busco la forma de pasar. Una multitud va en la misma dirección; me pasan, empujan, corren. Llego frente al palacio de Justicia en el instante en que golpea contra el suelo la columna que sostiene la estatua del general Juan Galo Lavalle. El mármol se parte, rueda la cabeza; veo que está hueca, tan hueca como cuando fusiló a Dorrego.

Oigo un rugido a mis espaldas. Gritos, alaridos. El teatro es sobrepasado por una ola que triplica su altura. Avanza barriendo con todo. Autos, barcazas, lanchones, veleros. Es un agua sucia, pestilente. Ceden las columnas del palacio, se derrumba el frontispicio. ¿Tsunami? Estoy hundido hasta la garganta tengo miedo de ahogarme, siento asco, ganas de vomitar.

Me arrastra la corriente que parece comenzar un movimiento de giro. Ela… Estoy sobrenadando en un mar de barro, hierros, cadáveres, árboles, sillas de escritorio. Libros, códigos, expedientes, togas. Un remolino que abarca hasta donde se pierde la vista. El vórtice parece estar ubicado en lo que supo ser la plaza de la República. Todo gira. 

Veo la cúpula del Congreso dada vuelta; se hunde con cierta lentitud, se hunde…  ¿honorablemente? No sé nadar. Veo pasar los códigos; pongo el civil debajo de una axila y el penal bajo la otra; pero no flotan. Pasa la Constitución y la agarro con una mano, pero no me sostiene. Pasan los sillones de los jueces supremos; como puedo doy una brazada. Alcanzo uno por el espaldar, me aferro, se quiebra y sumerge. Podrido, carcomido por la quera y las termitas.

Abrazo un paquete de libros, una de las pocas cosas que se mantiene a flote. Del vórtice, allá donde debería estar el Obelisco, brota una columna de humo. Una bocanada como de polvo, espesa, negra, amarilla, densa. Ahora brotan de a cientos. Son mil volcanes en erupción que se abren paso en el barrizal que gira para escupir el azufre, el humo de sus infiernos, el magma de sus vientres. Los pulmones braman reclamando aire puro, arden los bronquios. 

Giro cada vez más rápido. Hace mucho rato ya que vi pasar los cadáveres de los senadores acompañados por sus asesores. Vi fiscales y abogados, intendentes, inspectores, jefes de sección, gerentes generales, militares, lansquenetes y gendarmes, médicos, odontólogos, plomeros, gamberros, estafadores, mendigos, presidentes, enfermos terminales y mil más que no identifico. Tengo miedo, me aferro al paquete de libros.

A cada vuelta voy mas rápido y me acerco más al vórtice, negro y grande como una cancha de fútbol. No hay humo ya. El cielo está cubierto de nubarrones que giran en sentido contrario. Abajo el agua va hacia la izquierda, como en todos los inodoros del sur del planeta, mientras que arriba las nubes giran a la derecha. Me lleva el agua, me lleva. Giro a tanta velocidad que por momentos temo que me despida la fuerza centrífuga. Advierto con algo de sorpresa que no quiero que eso pase, quiero que me trague el hoyo y que todo se acabe de una vez. 

Y caigo, al fin. Una caída libre por un pozo negro hacia un fondo que nunca alcanzo. Una caída en la soledad de mi alma a oscuras. Voy librándome en ese derrumbe hacia el fondo de la sima del peso de culpas, temores, traiciones, cobardías, pecados, celos, envidias, frustraciones. Caigo, sí, más rápido y más liviano. Por un instante llego a sentir que subo, que voy en un ascenso en espiral. Pero no, es solo un sobresalto, un engaño de los sentidos que aúllan reclamando por las alteraciones de la percepción.

No puedo decir cuándo, no podría. De pronto cesa la sensación de vacío y vuelvo a estar sobre mis pies, dentro de mi cuerpo. Un sol amarillo brilla en un cielo abierto, sin trazas de nubes. Estoy en una playa. La arena es cálida y fina. Miro hacia atrás y veo un agua que es como un manto sin fin, una transparencia que devora el horizonte.

Veo un grupo de hombres y mujeres que agitan las manos en señal de bienvenida. Están vestidos con ropa elegante, reconozco etiquetas de las marcas más famosas. Sonríen. Una mujer entrada en años se adelanta, me tiende la mano, invita a que me acerque. Vení, dice, unite al festejo. Doy un paso hacia ella, pero algo me frena. Vení, vení, insiste. Una intuición, una prevención, algo indefinido –miedo, tal vez–, impide que me una al grupo. Declino la invitación. Entonces veo una figura de mármol en el centro del grupo, es un cuerpo sin cabeza. Tratan de mantenerlo en pie poniendo troncos a modo de puntales. Dos o tres apisonan el barro en la base. 

Me alejo por la orilla rumbo al Sur en busca de un lugar seguro, en busca de otra gente.

Escribe Orlando Espósito

Orlando Espósito nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1946. Es padre de cuatro hijos. Fue fotógrafo, librero, distribuidor de maquinaria para la industria gráfica y gerente comercial en empresas de desarrollo de software desde que esta industria dio los primeros pasos. Durante años se ocupó de la explotación de una granja ganadera situada cerca de Fuerte San Javier, en la Patagonia Norte. Viajero, apasionado por las letras desde su adolescencia, hoy vive en Buenos Aires y se dedica de lleno a escribir.

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