El poeta argentino Carlos Battilana es una máquina de desarrollar y concretar proyectos poéticos. Un western del frío (Viajero Insomne) es uno de los más agudos poemarios de los últimos años, donde la experiencia vital y visual del paisaje del sur argentino se cristaliza a través de una poética real, sin estridencias. Con su otra novedad, Una mañana boreal (Club Hem), continúa ese despliegue personal; versos precisos y mesurados que consolidan el fruto de la experiencia como eje de su literatura. Asimismo, y en carácter de ensayista, acaba de editar El empleo del tiempo. Poesía y contingencia (El Ojo del Mármol). En este último libro, reflexiona sobre poesía latinoamericana a través de planteos críticos sobre los autores canónicos y marginales que más estima, desplegando un idioma admirablemente expresivo y copioso a la vez que depurado.
–Un western del frío, me comentaste, tuvo su origen en una época en tu vida donde visitabas Rio Negro con frecuencia. ¿Semanalmente dictabas cursos allí?; ¿cuál fue el contexto en que escribiste el poemario?
-Siempre me interesó la nieve y el frío: para mí son estados ideales. Formas de la vitalidad, un poco a contracorriente de esa idea vitalista (esa retórica de la vitalidad) vinculada con el calor, el sol y el verano. Durante un tiempo fui profesor viajero, y enseñaba literatura en la sede de Bariloche. En ese contexto, donde el frío y el cielo encapotado iban cubriendo poco a poco los días, es que escribí parte de Un western del frío. De hecho un poema del libro está dedicado a dos profesores de la universidad. La oportunidad de viajar al sur, donde fui feliz, fue determinante para mí. El clima de esa experiencia vital y visual del paisaje ojalá se transmita en el libro.
-¿Cuántas de tus vivencias y experiencias están plasmadas en tu obra? Como ocurre con algunos escritores, ¿tus libros reflejan en gran medida lo que has vivido, o expresan la vida como una suerte de alter ego?
-La poesía no es, necesariamente, autobiográfica. Puede serlo. Pero para tener entidad tiene que tener un sustrato de autenticidad, aunque no coincida con algo que haya ocurrido en la vida real. Pero siempre en la poesía, por más cruda que sea, hay una transfiguración misteriosa que se escapa de lo literal de la experiencia vivida. Un buen poema, para mí, produce un efecto de verdad a partir de esa transfiguración, a veces como contundencia física, que es una de sus mayores fuerzas. En cuanto a tu pregunta, muchos poemas de Un western del frío se escribieron en un contexto de frío, viaje y nieve y esa experiencia es la que traté de plasmar. ¿Pero cómo graduar el componente de la vivencia real y la vivencia imaginaria en un libro?
-Al leer tu poesía, pienso en piezas como “Madera”, «Sigilosamente», o inclusive “La Rosa”, u otros poemas de tus libros, suelo pensar en el sencillismo de Baldomero Fernández Moreno. Me refiero a esa difícil pero siempre lograda sencillez de decir mucho con poco.
-“Madera”, al menos su intención, habla del amor por las cosas al deshacerse. “La rosa” también. En cuanto a Baldomero, tal vez es un poeta no tan leído en la actualidad. Tengo esa presunción. Hay otros poetas que me gustan más, desde ya (sólo por nombrar, César Vallejo, Sor Juana Inés de la Cruz, Héctor Viel Temperley, Jacobo Fijman, Alfonsina Storni). Sin embargo, Baldomero es un poeta que tiene algunos poemas muy buenos en su sencillez y transparencia aparentes. Me gusta sobre todo su actitud frente a la ciudad y frente al paisaje. Muchos de sus poemas son breves descripciones de cosas pequeñas. Usa palabras y expresiones que para la época carecían de prestigio poético (“cachivaches”, “vivitas y coleando”, “chorrito”, “callejear”, “morondanga”) y se atreve a decirlas sin estridencias, como al pasar. En lo que se llamó el objetivismo de los 90, puede pensárselo como un antecedente, quizás como un involuntario antecedente. Miró los objetos, los paisajes, las cosas, las personas con distancia y, al mismo tiempo, con discreta perplejidad. Escribió poemas sobre la basura, sobre asados nocturnos, sobre un puñado de obreros arreglando una calle: miró aquello que estaba invisibilizado para la poesía. Realizó, como dijo Borges una vez, una operación revolucionaria: “había mirado a su alrededor”. Ese amor por designar los objetos y las cosas mínimas, sin ninguna efusión casi, y muchas veces sin ninguna pretensión de anécdota, es una tarea poética compleja. Algunos poemas de Ciudad son hermosos, lo mismo que muchos de sus poemas del campo. Otros no tanto: ni en su composición ni en su ideología. Fue un poeta del campo y de la ciudad. Sin ninguna solemnidad ni ninguna impronta rural tradicionalista. Sus recorridos nocturnos por la ciudad, en esa especie de épica anónima del transeúnte silencioso que sólo mira el movimiento de la calle, convierten a esos textos en pequeñas piezas que cuentan las sensaciones de un paseante sin ninguna impronta de la tradición maldita, un paseante al que le gusta salir solo, metido un poco en sí mismo y que revelan, silenciosamente, una soledad esencial. Produjo, en todo caso, un objetivismo intimista. Escribió en un verso: “Toda mi ‘arte poética’ se reduce a salir”. Parece una operación similar a la de Baudelaire, ya que recorre las luces y el bullicio de la ciudad, pero en verdad no es una operación semejante: deja de lado la confrontación. No es resignación esta actitud; es un asombro íntimo por estar vivo en el mundo en medio de las cosas y sus circunstancias.
-Me gustaría retroceder en el tiempo, hasta tus inicios. En tu época universitaria, tuviste el privilegio de tener profesores ejemplares ¿cómo te acercaste a la poesía?, ¿qué estudiaste y dónde?, ¿cuáles fueron tus lecturas poéticas en la época universitaria?
-Fue luego de la última dictadura, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Tuve el privilegio de estudiar en la universidad pública. Estudié la carrera de Letras. Un momento muy bueno, cuando muchos profesores exiliados, o profesores que habían sido desplazados de la facultad, retomaron sus cátedras y otros empezaron a enseñar. Un momento de muchas ideas, teorías, libros, amigos, grandes afectos de todo tipo. Eso fue en los 80 hasta principios de los 90. El libro que publicó Ludmer, Clases 1985, registra un poco ese clima de época. Para mí fue un momento hermoso, y también esforzado, porque había empezado a trabajar. Tuve como profesores a David Viñas, Noé Jitrik, Josefina Ludmer, Beatriz Lavandera, Jorge Panesi, Enrique Pezzoni, Beatriz Sarlo, Delfina Muschietti. Y muchos más. Al mismo tiempo, la poesía aparecía allí, sí, pero de manera más secreta a través de lecturas y amigos. Sobre todo aparecía como una posibilidad de reunión y escritura en otros ámbitos. Recuerdo que por esa época con mi amigo Damián hacíamos una revista pequeña, donde comencé a leer poesía argentina del siglo XX; yo conversaba con algunos amigos de la facu sobre poesía (recuerdo conversaciones con Lucas Margarit sobre dadaísmo, surrealismo y los poetas malditos) y luego Rodolfo Edwards, que cursaba conmigo, me invitó a participar con poemas en una revista que se llamaba La Mineta, y allí conocí a muchos poetas: José Villa, Daniel Durand, Osvaldo Bossi, Fabián Casas… Pero en verdad nunca participé de un grupo o de una poética grupal. Fue una experiencia muy buena para mí. Esa experiencia me puso en contacto con la poesía norteamericana. Recuerdo que leí la poesía de Carver con devoción. Y también a William Carlos Williams. Por entonces leía mucha poesía italiana (Ungaretti, Quasimodo, Montale, incluso Leopardi), y venía leyendo poesía argentina del siglo XX en antologías y libros, de manera dispersa, con enorme placer por los constantes descubrimientos (Pizarnik, Urondo, Gola, Trejo, Bustos, etc). Por esos años, un poco antes, había asistido a un ciclo poético por la zona de Flores: todo era combustión, libertad, y empecé a comprar revistas de poesía por la avenida Corrientes. El Diario de Poesía fue un acontecimiento, sin duda. Pero yo sabía de la existencia también de otras revistas anteriores, como Xul, La danza del ratón, Último Reino, y otras, aún más pequeñas. Y además estaba la editorial Libros de Tierra Firme, de José Luis Mangieri (a quien por un tiempo veía todas las semanas porque yo estudiaba inglés con Lea Fletcher, su compañera de entonces) que publicaba libros muy buenos. Entre regalos y compras, todo eso formaba una especie de combo y de mezcla, un mundo maravilloso, lleno de energía.
-Tu poesía está en diálogo permanente con la tradición. Sor Juana Inés de la Cruz, Martí, Juanele, Darío… Más allá de lo obvio, ¿por qué regresar a los clásicos?, ¿qué deleites nos pueden aún ellos ofrecer?
-Todos esos poetas que nombrás, cada uno de ellos, son grandes poetas. Leo sus poemas, pero no con un ademán arquelógico. Al contrario. Los leo con verdadero placer. Es una fuente de aprendizaje permanente. Hay citas de algunos de ellos en los libros que publiqué. Su poesía sigue dialogando con la poesía contemporánea, a pesar de que en muchos de esos casos la retórica y la forma métrica sean otras.
-Tu poema “La lengua de la infancia”, de tu libro Una mañana boreal, dice en una parte, tras encontrarte con tu hermano a quien no veías hacía mucho: “Conversamos sobre hechos vividos/ ya sepultados,/ y tallamos/ juntos/ un relato/ para aspirar,/ posiblemente,/ a un pasado,/ más o menos bello”. En “Después de la enfermedad”, de Un western del frio, escribís, casi decretás: “Nada podrá borrar el pasado/ -todos sabemos/ que el pasado/ es indestructible-“. ¿El ayer, al fin y al cabo, es una superstición, o un presente continuo? Me gustaría saber tu idea de la memoria en relación a tu poética.
-Lo primero que puedo decirte es que los poemas, muchas veces, se escriben en la memoria antes que en el papel o que en la pantalla de la computadora. Respecto de tu pregunta en relación a la memoria y el tiempo, vivo las cosas, a menudo, como si siguieran sucediendo, por más que hayan pasado. No es nostalgia por un supuesto pasado dorado, que casi nunca es. Es otra cosa. Como si una frase, un hecho tuviera un margen que se prolongara en el tiempo en forma de memoria psíquica y hasta corporal. El tiempo, la sucesión, las pequeñas horas son elementos que aparecen en lo que escribo. Y el instante como un lugar de incandescencia. Eso es evidente ya desde los títulos de los libros. Pensar u obsesionarse con la memoria en términos de algo definitivo y fijo es absurdo e inútil. En todo caso, la memoria precaria, siempre frágil e inestable, si tiene forma de amor o de ternura, es una experiencia posible que otorga la poesía.
-Tu trabajo literario no sólo se vincula a la poesía. Sos un ensayista y periodista cultural, pero no obstante, siempre regresás a la poesía como punto central de expresión. ¿Qué te ofrece la poesía como género artístico que no te brindan los otros géneros literarios?
-La poesía es la matriz de escritura. La crítica y el ensayo provienen de una experiencia poética, una prolongación del lenguaje poético que, no obstante, no se escribe con la forma ni el lenguaje de la poesía. Los románticos alemanes, que reflexionaron mucho sobre la crítica, decían que la experiencia crítica derivaba de la experiencia poética en tanto los buenos poemas tienen siempre un germen crítico que es posible desplegar. ¿Qué permite la escritura crítica? En mi caso, cuando hago una reseña, o si escribo un artículo, no me interesa tanto un juicio de valor positivo o negativo: “esto es bueno, esto es malo”. Si no me gusta, directamente no escribo nada porque no me permite ningún tipo de despliegue crítico, ningún entusiasmo. Censar, calificar como un árbitro, como si se tratara de una tabla de posiciones en un campeonato: no. Me interesa explorar aquello que deja como reserva el poema, que está latente y me interpela, y al mismo tiempo, que invita a releer, para establecer conexiones, vínculos, reconocer el ritmo, la expansión y el temperamento poético de quien escribe.
-Tu libro El empleo del tiempo es un trabajo extensivo donde reunís textos en prosa sobre poetas tanto argentinos como latinoamericanos. Me gustaría te refieras sobre él, porque es una pieza clave dentro de tu producción reciente.
-Es un libro que surge de manera inesperada. Valeria De Vito, la editora de El Ojo del Mármol, me había propuesto editar un libro de poesía. Entonces le propuse otra cosa. Se me ocurrió reunir algunos textos en prosa dispersos: prólogos, presentaciones, ensayos, reseñas. El libro se divide en una primera parte, que se llama “Una autobiografía afectiva”: son textos que cuentan la experiencia poética en distintas circunstancias, y tiene un componente personal. La segunda parte se llama “Experiencias de lo transitorio”, y son textos sobre poetas y libros que me gustaron y me llamaron la atención en su momento por algún motivo. Allí trato de desplegar algunos argumentos de por qué. El título proviene de una película francesa, de un personaje que pierde su trabajo. El subtítulo del libro es “Poesía y contingencia”. Traté de pensar la relación que hay entre la temporalidad de la poesía con la temporalidad del capitalismo en términos de conflicto y colisión: la voz de la poesía como una experiencia a contrapelo de esa cronología eficaz, la demora como un tiempo interesante de explorar, incluso como una resistencia. ¿En qué empleamos el tiempo? La poesía es un uso del tiempo que contradice las virtudes productivas que adora el capital.
-Hay un autor en esa colección de textos tuyos, que ha sido muy relegado, me refiero a Juan Manuel Inchauspe. Un poeta, casi invisible, sin embargo, singularísimo, ¿verdad?
-Inchauspe es un poeta que escribió solamente dos libros, y que dejó algunos poemas inéditos o no recogidos en libros. Me gusta mucho. Recuerdo que Diario de Poesía hizo un pequeño dossier, en su momento, sobre su obra poética completa. La primera Obra reunida de Inchasupe la había organizado su amiga Estela Figueroa, para la Universidad Nacional del Litoral. (La poesía de ambos, la de Inchauspe y la de Figueroa, me encanta). Luego hubo una reedición de ese libro, con nuevos textos, y con documentos y fotos, a cargo de Francisco Bitar y Sergio Delgado. Creo que de modo secreto, Inchauspe gravitó en muchos poetas. No es un poeta de enormes recursos, al contrario, pero narra las cosas del mundo de manera progresiva, y deja su impronta de tristeza y de sombras, lo que produce una verdadera afección a quien lee: una especie de condensación que dura como un efecto de perplejidad. Hay una escena emblemática en la poesía de Inchauspe. La escena en la cual, tras la inutilidad “crujiente de horas/ quemadas para vivir”, surge la posibilidad de la libertad en la noche absoluta, donde el yo poético enciende la lámpara que apagará “muy tarde”. Presumiblemente escribirá. En esta escena se esboza también la experiencia de la escritura que descree de los roles instrumentales estatuidos por el orden social y el mercado. No hay una rebelión explícita, aunque sí la seguridad de que las horas entregadas al mercado fueron inútiles.
-Algo transversal a tu poética, creo, es la experiencia del viaje. En Una mañana boreal, como en Un western frío se ve con cierta claridad. Desde el plano semántico se denota, también, el problema del arraigo.
-En un libro que se llama Narración, que editó Vox, hay una cita de un film, Cielo amarillo, que es un western: “Un desierto es un espacio, y un espacio se cruza”. El viaje supone atravesar un espacio, pero también supone una experiencia de la que, generalmente, salimos transformados. En Una mañana boreal hay una parte que se llama “Territorios”. Se narran experiencias de viaje, o de recorridos por territorios diversos. Una mirada sobre zonas de frío (el sur, el ártico, las llanuras antes de la conquista…). Un viaje es, siempre, una oportunidad, por más cercano o breve que sea. Si viajo, me siento bien.
-¿Hay algunos poetas jóvenes que, en tu opinión, empiezan a destacar o sobre los que nos recomendarías estar atentos a su obra?
-Hay muchos poetas jóvenes buenos. Los veo y escucho cuando me toca leer en ciclos y encuentros. No soy un estudioso del panorama de la poesía joven actual. Simplemente leo libros que me llegan, me regalan o que compro. Hay poetas muy buenos en Buenos Aires y en las distintas provincias a las que pude ir. Voy a mencionar tres poetas, de los cuales conozco casi todos sus libros; andarán por los 30 y pico: Jimena Repetto, Marcelo Díaz y Patricio Foglia.
-Viendo en retrospectiva tu obra, que por cierto próximamente será reunida en un único tomo a través de Caleta Olivia, ¿hay un hilo conductor que atraviese tus poemarios?, ¿cuáles creés que sean los elementos que unen a tu obra poética como corpus?
-Posiblemente la cuestión del tiempo. El primer libro se llama Unos días. Esa expresión tan habitual y coloquial, para mí, funciona como una especie de sinécdoque de la vida. Estamos solo “unos días” aquí. Creo que el amor como una experiencia irreductible es algo que también pretende estar. Los paseos, las playas, los bosques son lugares donde acontece el amor: los seres queridos. E incluso un secreto amor por el mundo. Recorrer los lugares del mundo como un agradecimiento.
-Por último, Carlos: ¿existe algún libro que te hubiera gustado escribir?
-No particularmente. Disfruto de leer a Kafka, a Sherwood Anderson, a Vallejo, a Sófocles, a Jack London, a Alfonsina, a Sor Juana, a Borges, a Trakl, y tantos otros. Leer es un privilegio inmenso. Tengo varios proyectos de escritura. Cuando escribimos algo nuevo, un libro, por ejemplo, tenemos un nuevo entusiasmo, un misterioso y secreto entusiasmo que nos mueve. Incluso, sucede una convicción que nos hace creer que eso que hacemos tiene sentido.
Lo tuve como profesor en la secundaria. Dejaba mucho que desear él y su esposa, tambien profesora mia. No se como sera en esta faceta, pero si se parece a aquella que conoci, no entiendo como saco mas de un libro.