Sarmiento y su intento de civilizar la llanura. Querer borrar las huellas del carácter barbaro e intimista de un espacio que lo precedió y que se le resistía. La tierra como campo de batalla concreto y simbólico donde se dirimían dos concepciones de mundo muy diferentes.
Cuando Domingo Faustino Sarmiento hacia mediados del siglo XIX escribió en formato folletín su obra Facundo o civilización y barbarie, sentó las bases de la gran dicotomía desde la cual se interpretaría, durante siglos, la argentinidad.
Para Sarmiento civilización se dice en plural. Civilizar es, entre otras cosas, organizar; y podemos afirmar que hay tantas formas de organizar la realidad como grupos humanos.
Por el contario, la barbarie es siempre una y la misma. Ya sea que estemos en Asia, Europa, África o América[1], la barbarie permanece invariable como la animalidad que se encarna y expresa toda junta en cada uno de sus especímenes.
Si la civilización puede ser computada en años, meses, días y horas; la barbarie subsiste ilimitada, como un chorro de tiempo impasible de ser fragmentado. Monótona y sin altibajos es, en pocas palabras, una eternidad tan plena como opaca.
La barbarie descansa en esa monotonía de la llanura donde un lugar es igual a cualquier otro y cada instante es uno y el mismo.
Mientras que la temporalidad fue la temática preferida de los autores del siglo XX, el espacio fue el tema del siglo XIX. Cuando Sarmiento afirma que “El mal que aqueja a la república Argentina es la extensión” (Sarmiento, 2005:29), lo dice de manera literal.
“La inmensidad por todas partes (…) entre celajes y vapores tenues, que no dejan en la lejana perspectiva, señalar el punto en el que el mundo acaba y principia el cielo.” (Sarmiento, 2005:29). El alma anglicanizada de Sarmiento se horroriza ante esta imagen de indistinción y continuidad entre el hombre y la naturaleza, quizás le recuerda demasiado a su infancia con piso de tierra, en una lejana provincia caudillesca.
Pero la extensión no es sólo territorio vacío. Es, también, el cuerpo rudo del gaucho, los mojones de indiada que obstruyen el paso, las corpulentas vacas cimarronas que pastan en los vastos territorios de nadie. A todo esto opone Sarmiento la velocidad del ferrocarril, con sus vías que, como arterias bulliciosas, recorrerán el territorio borrando hasta los últimos rastros de imágenes bucólicas.
La pesada extensión es también, paradójicamente, como un tiempo fuera del tiempo que no puede ingresar a la línea de montaje de la civilización. Es, por tanto, la negación de la temporalidad sucesiva necesaria para la producción capitalista. Así, Sarmiento concibe una relación entre barbarie-extensión-lentitud-atemporalidad.
Gobernar no es sólo poblar. Gobernar, para Sarmiento, como lo explica Dardo Scavino en su libro Barcos sobre la Pampa, “es mover” (Scavino, 1993: 144) y, podríamos agregar, mover aceleradamente en orden a la extracción de un rédito económico.
Sin embargo, toda esa extensión profusa y la posesión común de la tierra impiden la mencionada extracción. La solución se impone con la claridad de un silogismo, para que la tierra pueda ser transformada en stock disponible, debe ser antes expropiada por la fuerza. Así, no es casual que en Argentina la civilización haya hecho su primera aparición en el ámbito de lo supuestamente bárbaro por excelencia, a saber, la guerra.
Es en un espacio peculiar, devenido campo de batalla, donde se pone a prueba el dispositivo civilizado como sistema regularmente jerarquizado de poder.
En la guerra se puede observar el diferente manejo del espacio por parte de las montoneras y el ejército profesional.
La montonera parte de un espacio expropiado, conformado por la ubicación de las tropas del enemigo; es por tanto una práctica de reacción y defensa, más que de apropiación y extensión del espacio propio; por lo que la montonera como dispositivo guerrero no es útil al proyecto de conformación de un territorio nacional.
La táctica de la montonera es escasa si no nula, la victoria del caudillo es posible gracias a un notable conocimiento de las peculiaridades del terreno, la lucha es localista y acaece en un territorio definido, ya que por lo general el caudillo combate en su propia tierra.
En contraste con lo anterior, una de las características del ejército nacional, además de la profesionalidad, regularidad y organización jerárquica de los cargos, es sobre todo el hecho de que debe estar compuesto por un porcentaje más o menos variable de hombres habitantes de distintas provincias evitando así el surgimiento de sentimientos localistas.
Ya aquellas batallas de un incipiente ejército nacional contra las montoneras prefiguraban una nueva organización del territorio en el que éste comenzaba a ser concebido como un elemento maleable y pasible de control. Elemento que debía ser alterado en su fisonomía mediante los desmontes masivos para la instauración de un sistema productivo basado en la agricultura, la articulación geográfica entre las nuevas ciudades -a la usanza europea- y a través de la construcción de líneas férreas y libre navegación de los ríos, etc. Este proyecto, que aparece en las últimas páginas de Facundo, sólo fue posible, como sabemos en la actualidad, mediante uno de los genocidios más sangrientos de nuestro país, el de los pueblos originarios.
La barbarie no es propiedad exclusiva de los bárbaros. Sarmiento lo sabe, no le importa; lo único que se torna menester es que toda esa barbarie esté al servicio de la técnica civilizada.
Sin embargo, la barbarie resiste o, mejor dicho, existe un duelo constante en el que se trenzan la civilización y la barbarie. También esto lo sabe bien el autor de Facundo, conoce que ambas categorías existen como componentes de una mezcla que descansa en una inestable tensión bélica; la esfinge rosista es prueba de ello.
Sarmiento entiende que a la barbarie hay que darle batalla a veces en su propio terreno, en este sentido, en su Facundo, lleva a cabo una detallada enumeración de los tipos de gauchos, entre ellos menciona al rastreador considerado por el autor como “el más conspicuo y extraordinario de todos” (Sarmiento, 2005: 52-54), dado que ostenta un saber decodificador del territorio, definido por el autor como “poder microscópico” (Idem).
Y Sarmiento fue sin dudas el mayor rastreador que tuvo la civilización en estas tierras. Con su agudo olfato, se valió de la técnica bárbara del rastreo para identificar hasta las características más nimias de la barbarie; con el fin de intentar, aunque sea desde la teoría, derrotarla. Sin embargo, en su uso deviene un arma de doble filo, ya que en ella se encuentra encriptado el derecho a la subversión bárbara.
Esto es así porque Sarmiento persigue al bárbaro para destruirlo en su territorio. Pero perseguir consiste en seguir un rastro, y un rastro es una huella de alguien que estuvo allí antes y que imprimió sus costumbres y características comunitarias a la tierra.
Es así que el intento de destrucción se transforma en un gesto afirmador de lo que se pretende negar, esto es, la precedencia de la barbarie y una posesión intimista y localista de la tierra como espacio vital.
Y esto último es significativo, dado que una categoría resignificada de la barbarie sigue actuando como contrapeso y dando eterna batalla a la desaforada ramificación de la técnica “civilizada” devenida, hoy en día, capitalismo global.
Datos bibliográficos
Sarmiento, Domingo Faustino. (2005). Facundo, Civilización y Barbarie, Buenos Aires, Centro Editor de Cultura.
Scavino, Dardo. (1993). Barcos sobre la pampa, las formas de la guerra en Sarmiento, Buenos Aires, Ediciones El cielo por asalto.
[1] En este sentido Facundo o civilización y barbarie abunda en comparaciones entre los gauchos de la Pampa y los pobladores árabes del desierto, entre otros (Cfr. Sarmiento, 2005: 48 y ss.).
https://www.youtube.com/watch?v=2QPBpFAKTGo
Muy bueno, Grabriela. De la extraordinaria y fogosa pluma de Sarmiento nos llega este planteo del liberalismo extractivista. La barbarie molesta al latifundio, el campo «ocupado» por los bárbaros no da lugar a la civilización.