Roberto Lepori reseña la traducción de Matías Carnevale del libro de Heathcote Williams, Autogedón. Libro editado por El Pasquín, Editorial. Ilustración de Mariano Lucano.
El primero de agosto del año 2015 -pleno invierno, noche cerrada, a eso de las cinco y media de la mañana, en el cruce de Cuatro Esquinas y Ruta 74- un aciago tren interrumpió el derrotero del auto que manejaba Harry Portalez camino a Tandil y lo mató. Conocí al Harry, músico y entrañable personaje de melena oscura, en la secundaria. Compartimos pasillos y aulas, y aún hoy recuerdo su alegría por descubrir que asfalto también podía decirse ´macadán´, una joya para la joven lírica de su guitarra. Luego, la involuntaria distancia durante años. Volvimos a vernos las fachas, entonados, meses antes del fatal estruendo. Nos abrazamos. Nos toreamos. Breve escena y nunca más. Desde su huida de este aquelarre, quise escribir, a mi manera, un homenaje. La oportunidad me la da el azar de los libros. Para vos, entonces, Harry, esta pedestre escaramuza contra el olvido.
Según la asociación civil Luchemos por la vida, durante 2015 murieron en Argentina 7472 personas, con un promedio de 622 por mes, de 21 por día. Esos guarismos responden aproximadamente al valor repetido desde 1992. En 25 años dejaron de existir en el país más de 180.000 personas. Masacre, negligencia, genocidio, dígale como quiera, menos accidente porque la sangría continúa. Si miramos hacia afuera el asunto se pone pésimo. A modo de ejemplo, y entendiendo lo relativo de una comparación de esta índole, mientras otras jurisdicciones redujeron drásticamente los números -España entre 1990 y 2015 bajó el 80% de muertes, de 9000 a 1500-, Argentina mantiene la veintena diaria.
Por un segundo, imagínense que el dolor de los padres del Colegio Ecos y el empuje del gran Flaco Spinetta hubieran logrado instalar la discusión. ¿De qué hablaríamos hoy? ¿Hasta dónde llegaría la fuerza de ese reclamo? ¿Iríamos contra las automotrices? ¿Incendiaríamos las fábricas del asfalto? ¿Tomaríamos las estaciones de servicio? ¿Sabotearíamos noche a noche, calle a calle -como algún grupo- autos estacionados? ¿Dejaríamos, como se deja la peste o el cigarrillo, a las complejas máquinas y amaríamos las bicicletas? Ni idea.
Sí sé que esas volátiles preguntas son el corazón artificial del extenso poema Autogedón [Autogeddon, 1991], escrito por el polifacético inglés Heathcote Williams [1941 – ] y traducido al castellano por Matías Carnevale, nacido y criado en Tandil, como el Harry. A Matías Carnevale le interesó la obrilla porque estaba en inglés, porque no estaba traducida, porque podía traducirla, porque Heathcote ni en sueños tomaría una máquina para llegarse hasta acá y hacerle líos, porque el propio autor inglés aceptó el pedido, aunque esbozó reclamo infructuoso de compartir lo recaudado frente a la risa incontenida de Carnevale que tuvo que convencer con sudor plateado al responsable de El Pasquín editorial que lo colocó en el ´número 2´ de su ´Colección Mambo´.
Mambeados o, mejor, ´neuróticos´ llamó Lewis Mumford, el pensador de la técnica, a quienes rechazaban la máquina. Los logros técnicos son parte del ser y del hacer humanos. Los que se resisten evidencian, en su dependencia crítica, una adaptación neurótica a la megamáquina, dice la estocada de un viejo conocedor del tema como Lewis, citada por el anarquista Murray Bookchin en su polémica con los anarco-primitivistas recogida en Anarquismo social o anarquismo personal. Un abismo insuperable [1995]. Sea cual fuere la interpretación, en lo particular o en lo general, estamos frente a un problema grave, muy grave, y sobre ese submundo del reinado automotor trata Autogedón, pequeño volumen de 56 páginas, presentado por el propio traductor Carnevale y adornado con casi una decena de gráciles dibujos, productos de la pluma de Patricio Delpeche.
Los 1000 versos poco menos que obligan al eventual lector a pensar ´esto es un poema´, pero la catalogación interna ´microficción´ es también correcta. Autogedón es un poema de ciencia ficción. En sus siete primeras líneas lleva la cuenta. Desde que “…en 1885 Karl Benz construyó el primer automóvil…/ más de diecisiete millones de personas / han sido asesinadas en una guerra sin declarar…”. A continuación, con cierta ingenuidad, el poeta ensaya que “…si un Visitante Extraterrestre… / creyera / que los autos son la forma de vida dominante,/ y que los seres humanos son una especie de batería / ambulante bípeda…/ que se extrae cuando se gasta…”, acertaría. Esa mirada ajena abre la acumulación de argumentos poéticos que riegan la idea: la adoración / adicción por el automóvil es una mierda y enchastra con su metálica existencia los deseos sexuales, sociales, económicos y religiosos. Lo que caracteriza a la civilización del automóvil es el ruido. Si a tales niveles las ratas dejan de alimentar sus crías, los humanos aceptan ese trepidar, hipnotizados por el estertor, sin advertir que -oh! golpe bajo- “ningún niño conoce el silencio”. Pero golpe bajo más o menos, Williams es obvio y a pesar de lo obvio, su canto arrulla y atrae y mantiene el ritmo, traducción / traición de Carnevale de por medio.
Simpática obviedad es la neo-imagen del Autoreich global: “Lo que Ford y Hitler comenzaron, / la industria automotriz / parece estar completando / ofreciendo la pobre excusa de que ´los accidentes ocurrirán´. // El monóxido de carbono…/ era el gas verdugo que Hitler favoreció al principio.” Y remata: “Un holocausto monótono: La Tercera Guerra Mundial que nadie se molestó en declarar.” Escenario apocalíptico: “Con su aire de cementerio maldito,/ bañado en la luz espectral de sodio,/ las autopistas parecen llenas/ de almas dementes…”. Apocalipsis. Si en la tradición judeo-cristiana ´armageddon´ es el escenario de la ulterior conflagración universal, Williams interviene con su pluma en la estirpe hebrea del término y le adjunta una prótesis griega –auto– para referirse a la inmolación por el automóvil, a la autodestrucción catastrófica. El ensayista Al Álvarez, británico como Heathcote, recordaba en su estudio sobre el suicidio, El Dios Salvaje [1973] a “…los miles de accidentes inexplicables –los buenos conductores que mueren en accidentes de automóviles, los peatones cuidadosos que se hacen atropellar- que nunca llegan a las estadísticas…”. Una civilización con la pulsión de muerte a flor de piel. Muerte y placer. Acaso por eso, el escritor J. G. Ballard encontró adorable Autogedón. En Crash, novela de los años setenta, el accidente de tránsito era para Ballard metáfora del encuentro sexual. Y abundo recordando la película de comienzos de los ochenta de John Carpenter, Christine, basada en la novela de Stephen King, cuyo protagonista se enamora y obsesiona con su auto. Catástrofe emotiva. Sed de sangre.
El mencionado Lewis Mumford, estadounidense, había esgrimido que los accidentes de tránsito eran los sacrificios rituales requeridos por la sociedad moderna. Algo semejante sugiere el alienígena de Autogedón: “El Visitante echó otra mirada a la masacre / individual, todavía perplejo, / pero después recordó que en una visita previa / tribus ahora extintas –en particular los aztecas- / solían sacrificar víctimas humanas, / manteniendo las calles constantemente / lubricadas con sangre / para asegurarse que el sol saliera cada día…”. Antropología de bolsillo, bajo el aura de la poesía.
Apocalíptica es también la catástrofe ambiental, atmósfera bombardeada por polución, acribillada por toxinas: “Las partículas tóxicas se incrustan / en el tejido pulmonar humano…”. Imágenes semejantes replican y se repiten. “El auto ´no contaminante´ es tan verde como el pus…”. La tierra, organismo vivo, atacada por máquinas cancerígenas. Claro y distinto. Pero alguna vez leí que la bosta de vaca contaminaba montón con gas zutano o metano… Igual –tranquilos, gente del ahora- no se le puede caer a Heathcote que escribe antes de la era Internet, donde todo se sabe, sin que se sepa qué hacer.
La máquina es para Williams la clave de la pérdida de la vieja libertad: “El centro de la comunidad / la calle / se despedaza rentado a diario- / Las conversaciones se apagan. […] / Las calles, alguna vez el foro abierto de la vida cotidiana / hoy son las cloacas sin tratar del culto al auto.” Años atrás, otro apocalíptico, insistía en marcar cómo la invasión maquínica, había atacado el espacio humano, la dimensión humana, la concreta esfera de lo comunal. En Energía y equidad [1973] sostenía Ivan Illich: “Atravesándolo a pie el hombre transforma el espacio geográfico en morada dominada por él. Dentro de ciertos límites la energía que aplica al movimiento determina su movilidad y su poder de dominio… El motor mediatiza su relación al medio ambiente y lo enajena de tal manera que depende del motor para definir su poder político. Él perdió la fe en el poder político de caminar.” ¿Cuál es el fondo del argumento? La tecnología hace que el humano delegue en ´un otro ser mecánico´ su propia voluntad y que, al final de cuentas, acepte como normal ser conducido. Y conducir en política es dominar, imponerse, dictar, que es como Williams ve al automóvil / autogedón: manipulación dictatorial.
El universo paralelo del automóvil –talleres, mecánicos, repuestos, publicidades, fetiches, ensueños- es un problema principalmente político. Hacia el final del extenso poema, el espasmódico Visitante Extraterrestre advierte esa dimensión y considera que el “…vándalo eventual / podría sentir que –dado que nadie votó por el auto- destrozarlos no necesitaba referendo / y que acuchillar ruedas, / echar azúcar en los tanques, / arrojar papas dentro de los caños de escape / para que exploten, haciendo volar el colector…” era lógico y lícito porque “…en un tumulto / o en una revolución / resultaba curioso que los autos / los autos de cualquier persona, / parecían ser siempre los primeros en sufrir.” Invoca, sin dudas, al espíritu de los ludditas, los destructores de máquinas, aquellos artesanos y obreros también ingleses que a comienzos del siglo XIX veían en el tren la encarnación del mismo diablo, del maldito Moloch.
Y entonces ¿qué queda de Autogedón? Por lo pronto la aventura estética. Léala si así lo desea y considere, sopese, evalúe, usted caro lector, que seguro tendrá -¿como Heathcote?- amor por los automóviles. Esta civilización ama a la máquina, la pone bien en alto, la endiosa, le rinde pleitesía. Ir contra eso sería negar la multitudinaria evidencia (más allá de lo que cada uno sostenga). Por eso mientras escribía esta acelerada reseña, recordaba aquel libro que mantengo en nota mental de deuda, pergeñado por Robert M. Pirsig, rechazado por más de cien editores, y éxito fenomenal de ventas, Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta (traducido por un tal Renato Valenzuela para editorial Sexto Piso) que reúne viaje en moto, filosofía y budismo zen, en un mismo mejunje, así, como lo lee, porque –píii píii, cambio de mano- hasta la multinacional de neumáticos Goodyear, lo sabe, y sino repase aquel cartel que alguna vez encontré por las calles de la apocalíptica Tandil (no se desespere, este-es-otro-tema) y que con humor corporativo mezcla máquina y equilibrio emocional: “La tranquilidad absoluta se alcanza viajando en unas Goodyear Excellence que tiene mayor adherencia en todo tipo de caminos.” Firma: Ravi Llantá, ¡ja!
¡Señoras, señores, señorxs, señor@s! ´Vive en las alas de Goodyear´ el fuck you inmenso que la civilización maquínica le hace al librito del bueno de Williams.
Heathcote Williams. Autogedón. Traducción: Matías Carnevale
El Pasquín editorial. 2016. Colección Mambo No. 2. 56 páginas.