Coronavirus: un mundo ciego

María Lublin

Recuento de lo que se vivió en redes sociales y otros entornos en relación a la pandemia global. Entredichos, luces y sombras de la libertad cuando la urgencia no da tiempo para el debate. Dibujos de María Lublin y Mercedes Roch.

 

Imagen uno

Se repite varías veces, en oficinas alrededor del mundo.

La habitación es agradable, pero está amoblada con el tono impersonal de una dependencia del Estado. De un lado del escritorio, espera siempre la misma persona. Cambia, a lo sumo, una vez. Es un Ministro, quizás incluso un Presidente. Del otro, las caras, los géneros y las profesiones se multiplican; epidemiólogos, médicos de otra especialización, analistas de riesgo, investigadores de institutos públicos, directores de ONGs, gente de la industria del software.

La conversación es la misma, aunque varían las formas, los énfasis. Una epidemia puede venir; va a venir, tarde o temprano. El país, el mundo, no están preparados. No se sabe cuál, no se sabe cómo, pero sólo es cuestión de tiempo. Se mencionan casos donde esto casi sucede, se mencionan mercados de animales en oriente, se menciona la creciente densidad de las poblaciones en las ciudades y la interdependencia de un mundo.

El Ministro escucha interesado, aunque distraído. Hablar de esto es como hablar de un problema matemático o una dificultad filosófica, algo para lo que la gente que trabaja con el día a día no tiene tiempo. No le dice eso a su interlocutor, pero sus ademanes se lo dan a entender. Pide precisiones o certezas, pero no las hay y se queda tranquilo. La experiencia del Ministro es larga y las cosas nunca han sido tan graves como anticiparon los alarmistas. Todo siempre va a seguir siendo más o menos igual, como ha venido siendo hasta el momento. El Ministro siente esa convicción no en su mente, sino en su piel y nunca se ha equivocado.

Después de hablar de esto durante un rato, se dan la mano. Una mención a una conferencia se deja escuchar. Los que hablan con el Ministro saben que a los ministros les gusta Bill Gates.

La conferencia es escuchada y olvidada en el transcurso de una semana, por un problema gremial o la eventualidad de un conflicto presupuestario.

Imagen dos.

La situación anterior se repite todos los años, pero ahora hay una novedad: los habitantes de una ciudad china están encerrados, un virus mutó. Las cifras son opacas y el gobierno de ese país no comunica nada con demasiada claridad, pero se trasluce suficiente como para preocupar. Las conversaciones en la oficina se vuelven cada vez agitadas. Es enero y después febrero. La mortalidad se estima entre el 3% y el 0,1 %, el contagio posible en un 60 %. La incertidumbre es grande, pero los epidemiólogos ya no hablan sólo de una amenaza futura: la próxima gran pandemia puede estar al borde de ocurrir, ya estar comenzando. Los aviones entran libremente de todas partes, aunque en Italia y en Irán hay ya algunos casos.

Se le piden al Ministro medidas urgentes. Se le habla de los problemas que evitará actuar temprano, incluso si se sobrereacciona. Se le habla de las posibilidades catastróficas que tendría no reaccionar si se llega al peor de los escenarios posible. El Ministro, irritado, pide certezas y no las obtiene. La conversación lo fatiga y no lo divierte para nada; su interlocutor, adivina, se está dejando llevar por el pánico cuando todavía no hay suficientes datos.

Se despiden con un apretón de manos. El Ministro promete reaccionar, pero sin exageraciones; con calma y esperando a ver cómo evolucionan las cosas. Todo tiene que hacerse con moderación, dice. Descarta sin escuchar los anuncios de que esperar a tener certezas es esperar a no poder actuar sobre ellas.

Imagen tres.

Un hombre en Wuhan come un animal exótico. El mundo se desmorona.

 

 

Las imágenes anteriores son caricaturas, pero ilustran parte importante de lo que sucedió en realidad. Quizás la conversación no tuvo lugar en una oficina, sino en una conferencia o en la presentación de un libro, quizás otros componentes varían; un Ministro particularmente cauto puede haber corrido a avisar al Presidente del peligro que estaba por venir. Los resultados, al final, fueron los mismos.

Durante años, la necesidad de tomar precauciones fue obvia, universalmente aceptada e ignorada por todo el mundo, o, al menos, por todo occidente. Incluso a finales de febrero, cuando los casos en Italia se multiplicaban, la abrumadora mayoría de los posteos en Facebook y de los comentarios distraídos en persona calificaban a la situación de absurda. Se comparaba al coronavirus con las muertes por accidentes automovilísticos, con los femicidios, con el dengue y, en el mejor de los casos, con la gripe. Se trataba de ridículos a los que expresaban inquietud. Todavía, se aseguraba, no había muerto nadie y no había que preocuparse antes de tiempo.

Mientras tanto, quienes seguían la progresión de los contagios, incluso sin ningún conocimiento específico, veían como el virus se esparcía con total libertad y como nadie actuaba para detenerlo. Italia dejaba subir las cifras confirmadas a los cientos antes de movilizarse y millones de personas deambulaban en un acto en España el día anterior a cancelar todo, como si la diferencia no importara. Las cuarentenas en Latinoamérica empezaron siempre siendo sugerencias y endureciéndose sólo con el pasar de los días; se esperaba a confirmar que un país tenía infectados para sugerir que quizás esa gente no debía salir de la casa. Las medidas parecían- y en algunos lugares todavía parecen- ir constantemente una o dos semanas atrás de las situaciones, incluso para los gobiernos más rápidos en reaccionar. Para los gobiernos que aún dilatan las decisiones necesarias, esperando un milagro, el porvenir parece completamente negro.

¿Cómo puede generarse ese nivel de falta de preparación en algunas de las sociedades más informadas y técnicamente competentes de toda la historia humana? ¿Cómo algo puede ser a su vez evidente en un sentido y completamente impredecible en otro? ¿Por qué no se pudo actuar sobre lo obvio?

 

 

Todas esas preguntas son demasiado opacas, demasiado complejas, como para que puedan ser contestadas con seguridad. Creo, sin embargo, que pueden ofrecerse algunas respuestas, que no pretendo originales:

A) Entendemos lo normal, pero lo excepcional se nos escapa.

María Lublin

Usamos la inducción en exceso, tendemos naturalmente hacia ella. Nos parece casi inconcebible que el mundo de mañana pueda dejar de parecerse, en un segundo, al mundo de hoy.

Sabemos que los turcos atravesaron las paredes de Constantinopla, que Roma cayó, que los Mayas desaparecieron en el aire, que hubo una gripe que mató millones en 1918 y que durante milenios la idea de ir a la luna pareció mucho más imbécil que las de la hechicería o la adivinación. Pero pensamos inevitablemente con la vara de nuestra propia vida, con lo que hemos visto y experimentado y lo que han experimentado quienes conocemos. Los cambios suceden, incluso cambios enormes, pero se hacen menos brutales en la memoria. Pensamos en lo lineal y no en lo exponencial, en la inevitabilidad de que las tendencias que vemos ahora se continúen, en qué si algo está destinado a cambiar el horizonte de nuestra experiencia, lo veremos venir y lo podremos anticipar.

Cuando se predice que se avecina un cambio gigantesco, sentimos desconfianza. No importa cuántos indicios haya de su inevitabilidad. Casi nadie cree, en los huesos, en la posibilidad del holocausto nuclear o en la multiplicación del sufrimiento humano por el deterioro del medioambiente y casi nadie creyó, en los huesos, en la posibilidad de que una enfermedad infecciosa pudiera aparecer de la nada y enclaustrar sociedades enteras.

 

B) Entendemos lo concreto y lo tangible, pero no lo abstracto.

 

Es sencillo comprender y explicar que la diferencia del promedio de contagio entre una persona con coronavirus y la gripe es de, aproximadamente, 2.9 a 1.3. Era sencillo hacerlo hace un mes.

En ocasiones hay alguna dificultad más en entender la enorme diferencia que eso significa a nivel social: si una persona contagia a 1,3, esos 1,3 a otros 1,3 y así hasta que el proceso se repite diez veces, el número total de contagiados ronda los 14. Si la cantidad de contagiados promedios es 2,9, para cuando el proceso se repite 10 veces, los contagiados son más de 40.000. Esa dificultad es fácilmente salvable; quién lea el cálculo por primera vez tal vez se sentirá confundido y tendrá que revisar los números en una calculadora, pero, después de insistir una o dos veces, se convencerá de que esa es la manera en la que las cosas funcionan.

Lo que es casi imposible es lograr una comprensión practica de lo que esos números significan. Miles de personas que siguen ese cálculo sencillo, no pueden sino ignorarlo al segundo siguiente. Lo que esos números podrían indicar-incluso siendo, es cierto, una simplificación burda- sigue pareciendo tan irreal como parecía el segundo anterior a analizarlos. El sol se filtra por la ventana. Las calles están repletas de gente. El cuerpo no siente ningún peligro.

No fueron gestos o palabras lo que cambió la opinión pública, sino imágenes. Fotografías de camiones cargando cuerpos, vídeos de profesionales de la salud narrando su experiencia, audios de enfermos relatando lo duro de la enfermedad. La reacción sólo sucede cuando las cosas se hacen materiales y aparecen casi a la distancia de la mano; en muchos casos, ese momento es demasiado tarde.

 

C) Exageramos el poder de nuestra razón. Actuamos cegados por nuestros instintos.

 

Podemos considerar esto un problema o dos problemas gemelos.

Por un lado, el conocimiento nos da confianza. La confianza a veces se convierte en fiebre. Amamos la simplicidad, los modelos definitivos, las certezas. Empezamos a investigar algo y nos sentimos, al primer momento, inclinados a declarar que lo sabemos todo. Tenemos una narración sobre cómo funciona el mundo y nos enamoramos de esa narración, incluso por sobre la fuerza de las cosas. Ese fenómeno llevó a que médicos pusieran sanguijuelas sobre la piel de enfermos y a que se rehusaran a lavarse las manos, a que economistas decretaran haber eliminado la volatilidad del mercado, a que filósofos quisieran empezar sociedades desde cero y gobernarlas y a que Inglaterra, siguiendo modelos epidemiológicos sin considerar la posibilidad de un error, jugara durante semanas con el futuro de su población entera.

Por otro lado, también nos dejamos llevar por el instinto. El instinto nos hace reaccionar al peligro con fuerza y velocidad, aunque de forma errática. Ocasionalmente nuestros instintos pueden despertarnos del hechizo de la razón, en su versión torpe y simplificada, pero también con frecuencia nos hunden en trances de distinto tipo. Por instinto ignoramos el aviso de la pandemia, creyendo que no había peligro alguno, desconfiando en la boca del estómago de los complicados discursos de los expertos- todo parecía normal, los números de otros países, lejanos y absurdos, creer parecía llamar a la desgracia y generaba ansiedad. Por instinto y pánico, intendentes tratan de cerrar caminos que son necesarios para que la cadena productiva funcione. A veces ambas reacciones se dieron en las mismas personas, una después de la otra; el de seguir como si nada, encandilados por la luz del auto que se aproxima y el de tratar de correr sin detenerse, incluso aunque adelante haya un precipicio.

 

D) Somos un animal mimético, imitativo.

 

Nuestro comportamiento, nuestro nivel de preocupación y nuestros mecanismos de toma de decisiones están permanentemente influenciados por claves de comportamiento mimético; vemos qué hacen los demás para ver qué hacer, juzgamos al que actúa distinto por su rareza y no por el mérito o demérito de su excentricidad. Por eso un país entero puede pasar meses, incluso décadas, sin preocuparse por un tema específico y luego tratarlo con preocupación obsesiva.

 

E) Creemos en el progreso con celo religioso, sin percatarnos de cuál es nuestra religión.

 

Herencia del cristianismo, de su segunda versión hegeliana y del efecto que produjo el progreso económico y moral de los últimos trecientos años, no podemos sino tener una versión lineal de la historia, donde nosotros somos un eslabón de una cadena indudablemente dirigida hacia un lugar mejor y pleno de sentido.

Se objetará que cientos de partidos políticos dicen lo contrario, tanto desde la izquierda como desde cierta derecha conservadora y que incluso en colegios se repite que el progreso automático de la sociedad es una farsa. Es cierto, pero el inconveniente es similar a muchos de los anteriores; despejamos la fantasía del progreso inevitable de nuestras cabezas, de nuestros razonamientos conscientes y verbales, pero no de nuestros principios de acción o de nuestros principios de organización política.

El discurso político de la mayor parte de los países de occidente es un indicador de nuestro optimismo involuntario. Si bien frecuentemente se menciona la insustentabilidad del sistema previsional, el esquema internacional de deuda o el daño a la biosfera, esas discusiones suelen ser secundarias e importar poco en las elecciones. Casi la totalidad del debate público es sobre cómo acelerar el desarrollo o sobre cómo repartir lo ya ganado; casi ninguna sobre cómo mantenerlo en el tiempo.

Hasta los revolucionarios son, en cierto sentido, optimistas. Quizás los más optimistas; creen poder fundar desde cero una realidad nueva, superior a la real y creen que cuentan con capacidades para gestionarla, sin necesidad de experiencia previa o mecanismos de corrección.

La popularidad de políticas cuya línea de defensa es “en el largo plazo, todos estaremos muertos”, viene menos de que la mayor parte de las personas desprecie el porvenir y más de la confianza ciega en que cada problema nuevo de la humanidad será resuelto por talento o por algún azar, sin necesidad de ocuparse demasiado de antemano.

 

 

En las últimas semanas han aparecido varios artículos con vagas anticipaciones del futuro; capitalismo reforzado, triunfo de China, el big data y el estado de vigilancia, retorno del comunismo, caída del imperio de Estados Unidos, renacimiento de Estados Unidos como potencia industrial. Leídos individualmente, los artículos son interesantes; juntos, generan la sensación de que mirar a nuestro alrededor e intentar predecir qué será de la sociedad del mañana es como tratar de leer el futuro en la borra del café o en los intestinos de un elefante.

En este texto se “pronosticará” una sola cosa, hablando casi exclusivamente sobre el presente: se llegó al final de la Larga Paz, ese extraño periodo entre 1945 y nuestro año, durante el cual gran parte del mundo vivió una estabilidad sin precedentes, las guerras fueron frías, todas las grandes catástrofes mundiales se evitaron casi por arte de magia, los misiles no fueron lanzados, la violencia interpersonal cayó a la mitad y casi todos los indicadores de desarrollo subieron sin demasiados sobresaltos.

Asegurar esto es insistir sobre lo obvio, no probar suerte con la futurología. Los seres humanos siempre han estado cercados por el azar, ya sea en forma de epidemias, de terremotos o de ejércitos enemigos que avanzan desde el Oeste. Lo singular de este periodo- además de su bienestar sin precedentes- es la cantidad de nuevas amenazas que se han ido generando en el proceso de control de la naturaleza y el brutal aumento en la conectividad entre las personas. Los peligros son muchos y, en el estado actual de las cosas, pueden afectar a todas las personas al mismo tiempo con mucha facilidad, multiplicando el riesgo de catástrofes. El sistema abierto de las sociedades humanas nunca fue tan complejo, nunca fue tan competente y nunca fue tan frágil. Nunca los riesgos existenciales fueron tantos.

Incluso si lo que actualmente se estima sobre la pandemia resultara ser exagerado- siempre posible, en un contexto de información opaca- nuestra reacción frente al coronavirus nos muestra la indefensión de nuestras sociedades frente a una amenaza real.   Se falló en los primeros días y en los primeros meses y, como consecuencia, fue necesario detener el funcionamiento de la economía mundial entera. Eso no será gratuito.

Esperar un retorno automático a la estabilidad, sin un esfuerzo enorme de reforma y de precaución, es ilusorio.

 

Mercedes Roch

 

El concepto de cisne negro fue usado con frecuencia para explicar esta crisis. Los cisnes negros son eventos inesperados, impredecibles, que vienen a cambiarlo todo; a primera vista, observando el ritmo al que se ha modificado la vida cotidiana, la clasificación parece justa. Pero el coronavirus no es un cisne negro; es, a lo sumo, un cisne gris. Quizás blanco.

Un amplísimo grupo de gente sabía que una pandemia era inevitable, que probablemente iba a venir en la forma de una enfermedad respiratoria e, incluso, que los coronavirus eran una bomba de tiempo. El conocimiento estaba en algún lugar de la sociedad y, sin embargo, la sociedad, que no es una persona sino un agregado disperso de millones de individuos, no pudo utilizarlo. Y un conocimiento sobre el que nunca se puede actuar vale tanto como ningún conocimiento. El coronavirus nos golpeó como un cisne negro, aunque teníamos todos los mecanismos para verlo venir.

Somos un animal poco preparado para el extraño mundo que habita. Nuestro sistema cognitivo responde a épocas más simples, de caza, recolección, combates breves y lucha contra depredadores. Gran parte de nuestras relaciones sociales y de nuestro sistema de creencias hace más por reforzar esa dificultad que por palearla.

Es incuestionable que estamos en una época de progreso científico sin igual, que esta amenaza probablemente será erradicada por una vacuna, que otras han sido eliminadas por los antibióticos, que la influencia del internet sobre las cuarentenas ha sido casi milagrosa y que tractores eléctricos y plantas nucleares han logrado separarnos del reino de la necesidad de una forma que hubiera sido inimaginable para toda otra época de nuestra especie. Esos avances son maravillosos y dignos de elogios sin fin; pero también es cierto que estamos embarcándonos en una serie interminable de apuestas ciegas, siempre confiando en nuestra capacidad para resolver problemas a medida que aparecen. No es probable que esta estrategia nos sostenga largo tiempo; incluso el mejor jugador pierde si sigue apostándolo todo un número suficiente de veces.

Para sobrevivir al nuevo mundo, debemos marcar las cartas. No hay balas de plata, solo soluciones provisorias, pero debemos intentar encontrarlas. Es necesario encontrar la forma de hacer accionable lo intelectualmente predecible y de construir esquemas de relaciones sociales adaptables a la llegada de aquello que no se puede prever.

 

 

Desde que comenzó la epidemia, una de las narrativas más populares fue la de la humanidad cayendo por su desmesura. Traspasamos, sostienen varios, los limites naturales que debíamos habitar y ahora vamos a pagar por eso. Extendimos demasiado la población, demasiado la vida, creamos tecnologías demasiado poderosas y sociedades demasiado opulentas. La tierra eligió este momento para corregirnos; entenderemos su lección o la guerra terminará su trabajo.

Dos mitos volvieron a recordarse en todas partes: el primero es el de Ícaro, el joven qué robó de su padre unas alas de cera y emprendió vuelo, remontándose por los aires. Ícaro se despegó de la tierra y logró lo que nadie antes, pero no pudo a aterrizar a salvo; el exceso de orgullo y entusiasmo lo llevó a subir cada vez más alto, hasta acercarse demasiado al calor del sol, sin considerar que la temperatura derretiría sus alas y lo estrellaría contra el suelo. El segundo mito es el de Prometeo, un titán que, llevado por el amor y la piedad, robó el fuego a los Dioses y lo entregó a los hombres. Los dioses descubrieron la traición de Prometeo y lo capturaron, atándolo a una piedra, donde día a día su hígado es devorado por un águila, sólo para volver a crecer y a ser devorado en un ciclo interminable.

Hay algo plausible en la equiparación a esos mitos. El experimento comenzado con la revolución industrial fue el gran generador de bonanza y bienestar humano, pero quizás fue también el momento dónde la especie dio comienzo a un proceso de crecimiento y destrucción sin retorno. Hay algo, sin embargo, extrañamente desagradable en la utilización de esas imágenes. El universo soñado por los griegos tenía reglas y límites claros, a diferencia del que nosotros conocemos; no hay una ley moral que vaya a obligarnos a desaparecer y la especie todavía depende de su adaptabilidad, de su dureza y de su ingenio. Si no creemos en el destino, y ya no creemos en él, no podemos aceptar la idea de que estamos condenados.

Aunque con menos frecuencia, también otra imagen fue rescatada en estos días, como posible metáfora del porvenir humano. La prefiero. Esa imagen es la de Ulises; un hombre tosco y prudente, sin acceso alguno al conocimiento divino, que con trucos y trampas logra vencer fuerzas superiores a las suyas, ver el mundo y volver a casa.

Escribe Manuel Max Gónzalez

Nació en 1995. Estudia filosofía. Escribe. Hace otras cosas. Describirse le da pudor y un poco de risa.

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2 Comentarios

  1. Si. Solo quería agregar que en algún canto de la Divina Comedia (el XIII creo) se relata el encuentro del Dante con Ulises, y este le relata que no soportó demasiado en casa. Regresó a navegar, cruzó Gibraltar y viajó hacía el infinito, se perdió para siempre, me parece

  2. José Alberto Marsilli

    Excelente artículo!

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