Cualquiera puede ser un asesino

Durante el Juicio a Eichmann, Hannah Arendt revolucionó la filosofía con su teoría sobre la banalidad del mal, un estudio que basó en su experiencia como sobreviviente del Holocausto, pero también en el análisis de la obra y el semblante de ese jerarca nazi que sólo frunció el ceño cuando le recordaron sus fracasos militares. ¿Qué tan lejos puede llegar una ambición personal en un régimen macabro? Escribe Matías Rodríguez, ilustra José Bejarano.

-Ich bin Adolf Eichmann.

El hombre, prolijamente afeitado, se incorporó como pudo mientras sus muñecas reconocían las sogas que las amarraban. Una hora antes un comando del Mossad lo había secuestrado cuando estaba llegando a su casa y ahora los dos únicos captores que hablaban alemán lo estaban interrogando. “Ich bin Adolf Eichmann”, dijo él. “Yo soy Adolf Eichmann”, tradujeron ellos, y enseguida todos entendieron que la Operación Garibaldi había tenido éxito.

Eichmann había sido capturado en San Fernando, a once mil ochocientos ochenta y cinco kilómetros de Wannsee, la ciudad alemana que selló la suerte de la Solución Final durante la Segunda Guerra Mundial. Sus delitos eran considerados universales e imprescriptibles y la justicia israelí le había puesto precio a su cabeza. El Mossad sabía que muchas de las ratlines habían terminado en Buenos Aires pero también que el gobierno argentino no era muy colaborativo en la persecución de criminales nazis. Josef Mengele, por caso, se les había escapado cuando desde Jerusalén pidieron la extradición, que encima fue denegada, por lo que con Eichmann cambiaron la estrategia, que cumplieron al pie de la letra. Ya no se trataría de una negociación formal y amistosa entre embajadas, sino de un secuestro planificado, un traslado furtivo y un juicio ante la atenta mirada del mundo. Un nuevo Núremberg pero personalizado, en el corazón del nuevo Estado de Israel.

Eichmann, en efecto, fue capturado en Argentina y llevado a Jerusalén, en donde fue juzgado durante cuatro meses en 1961. Esos juicios, que fueron cubiertos por periodistas de todo el mundo, contaron también con la presencia de Hannah Arendt, la filósofa y escritora acreditada como corresponsal de la revista The New Yorker. Arendt era una judía alemana que había logrado huir, en primer término, de la Alemania Nazi y luego del campo de concentración de Gurs, en Francia. A Estados Unidos llegó sin nacionalidad en 1941 y continuó como apátrida durante diez años hasta que el gobierno de Harry Truman le reconoció la ciudadanía. Sus trabajos habían combatido a los totalitarismos de todos los colores y era una académica reconocida, pero su postura ante la figura de Eichmann la convertiría, para bien y para mal, en una celebridad.

Arendt narró por entregas las etapas del juicio y comenzó a darle forma a una de las teorías más importantes del siglo pasado, que se basaba en la personalidad del acusado y que más tarde tomaría forma de libro bajo el título Eichmann en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal. El análisis no era muy complejo en sí mismo, pero era revolucionario, sobre todo porque los jueces exudaban revanchismo y se empeñaban en mostrar a Eichmann como un monstruo antisemita, un jerarca mefistofélico sin más ambiciones que la destrucción del pueblo judío. Arendt, en cambio, entendía que el acusado era, más bien, un burócrata no demasiado pensante consagrado a su carrera, y que su ambición no fue la locura ni la maldad, sino ser útil dentro de un sistema que, intrínsecamente, conducía al exterminio. No obstante a ello, Arendt no renegaba de la culpabilidad de Eichmann, como tampoco de la pena, pero se empeñaba en resaltar lo peligroso que era para todas las sociedades del mundo que esa persona de la horca no tuviera los rasgos de alguien mentalmente enfermo, sino una sana y lúcida cordura.

La escritora checa Monika Zgustova, cuya obra aborda largamente los martirios del exilio y la vida íntima de las personas en los marcos totalitaristas, analizó la lógica arendtiana: “Eichmann hizo lo que hizo actuando como un burócrata, como un simple ejecutor, como una marioneta banal, solo guiado por el deseo de hacer lo que debía, lo que estaba estipulado. Otros dicen qué y cómo y yo lo hago. Punto. No tenía sentimiento del bien o el mal en sus actos. Es el retrato de un burgués solitario cuya vida estaba desprovista del sentido de la trascendencia, y cuya tendencia a refugiarse en las ideologías lo llevó a preferir el nacionalsocialismo y a aplicarlo hasta el final. Lo que quedó en las mentes de personas como él no era una ideología racional o coherente, sino simplemente la noción de participar en algo histórico, grandioso, único”. La defensa de Eichmann iba a tono con la interpretación de Zgustova; durante todo el juicio se declaró inocente afirmando que su único trabajo era organizar el transporte de deportados entre los campos de concentración y asumiéndose ajeno a las consecuencias de esas directivas. Argumentaba que su mano, algo que está comprobado, no había sido percutora de vida alguna, judía o no. Quien es considerado el arquitecto del Holocausto, una persona común y corriente a los ojos de Arendt, estaba en realidad sometido a una presión extrema que, adiestrada, puede desembocar en el odio hacia los judíos o cualquier otra minoría. Ese mal puede ser el resultado de los actos de personas normales que se encuentran en situaciones anormales.

Las conclusiones de Arendt estuvieron apuntaladas en distintas observaciones. En la primera entrega para The New Yorker la filósofa se muestra irónica sobre el supuesto tratamiento justo que se le dio al reo. El juicio fue desarrollado íntegramente en hebreo y se tradujo, a su vez, al francés, al inglés y, precariamente según ella, al alemán. Esto último lo interpretaba como una agachada innecesaria, ya que Eichmann y su abogado sólo entendían este idioma. Arendt también lucha por exponer sus criterios “a pesar de que el fiscal intente convencer al mundo de que el acusado es un monstruo al servicio de un régimen criminal, un hombre que odiaba a los judíos de forma patológica y que fríamente organizó su aniquilación”. El concepto de banalidad del mal, de esta manera, no es aplicable simplemente a Eichmann, él sólo oficia de plataforma, pero el genérico que insinúa Arendt es el de una persona como tantas, disciplinada, aplicada y ambiciosa,  no un demonio, sino alguien terrible y temiblemente normal, un producto de su tiempo y del régimen que le tocó vivir, el cual, en su caso puntual, no se entendía sin el antisemitismo.

El semblante de Eichmann es otra de las particularidades que aborda Arendt en sus escritos. La filósofa presenció, de punta a punta, cada audiencia determinante del proceso y sólo recuerda un gesto adusto en el acusado cuando uno de los jueces le recordó que, a pesar de sus esfuerzos, no había logrado alcanzar el grado de coronel. Eso reforzó su lectura de los hechos como la aplicación práctica de la actividad de un jerarca: Fue como si aquellos últimos minutos resumieran la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.

Claro que la teoría de esa Arendt indómita no encontró eco en muchas personas, menos que menos entre los israelíes, que le profirieron insultos, amenazas y la trataron de traidora. Otros recordaron su amorío de juventud con Martin Heidegger, el filósofo del nazismo, y los más benévolos catalogaron el estudio como una buena idea mal aplicada. Sin embargo, la filósofa tenía una sólida base intelectual, sentía un rechazo profundo por los totalitarismos y, cuando pasó la bruma, sus conclusiones se asentaron con mucho éxito. Lo más difícil de explicar fue aquella desproporción entre la persona y el crimen, pero logró asociarlo, acertadamente, con la irreflexión. “El delito de Eichmann –aseveró- fue la pura y simple irreflexión. Fue lo que lo predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo, en un verdugo en el patíbulo de la historia. No era estupidez, sino una curiosa, y verdaderamente autentica, incapacidad para pensar”.

En la misma línea las reflexiones de Arendt también alcanzan a la burocracia de los estados, y aquí va otra crítica a los totalitarismos que interpela a cada persona, porque son estos aparatos despóticos los que van despojando al individuo de la conciencia sobre sus actos, absorbiéndolos en su maquinaria y alejándolos del resultado final de su acción, algo que catalogó como “mal radical”. Esto, se reitera una vez más, no exime de responsabilidad a criminales como Eichmann, pero en el análisis de las consecuencias no deben sobrevalorarse las intenciones, ya que no se trata de lo que el jerarca hubiese podido hacer en sus mismas circunstancias sino de lo que efectivamente hizo.

Eichmann fue condenado a muerte y ahorcado en mayo de 1962. Con ello se saldó el juicio más importante de la historia de la Shoá. Arendt emergió como la filósofa política más importante de su tiempo y su teoría sobre la banalidad del mal, su obra cumbre, se extrapoló a otros experimentos como el de Milgram y el de la Universidad Stanford, que mostraron resultados estremecedores. En una lectura brechtiana al infierno se llega por escalones y no de un salto, y a la expulsión, esterilización, deportación, tortura y eutanasia le sigue el genocidio, porque lo más grave, escribió Arendt, fue que hubo muchos hombres como Eichmann, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales.

Escribe Matías Rodríguez

Matías Rodríguez nació en 1992 en La Plata. Es periodista y abogado y escribió en la revista El Gráfico y en el diario Infobae.

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Un Comentario

  1. Excelente artículo, que narra acontecimientos históricos sucedidos en esa época y que posibilita el esclarecimiento de ciertas dudas que aún permanecen en la memoria colectiva de las generaciones pasadas y actuales.

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