En Panamá, en un valle excavado artificialmente llamado Culebra Cut, la vida poco artificial de un portuario. Escribe Luis Topogenario e ilustra Tano Rios Coronelli.
Vigilaban desde la esquina, oscura, la profundidad de toda esa calle, Culebra Cut, nocturna, demasiado nocturna, las balas, las bocas, las vigilaban. Cualquier movimiento iba a ser rafagueado. Yo había pretendido pasearme sin rumbo por la ciudad. Yo, y mi dril raído en los muslos. Caminé por algunas esquinas. Si me rafaguearon, esto no me produjo dolor. No está permitido vagar por la calle después de las seis de la tarde. Había un zanate posado sobre una señal metálica de tránsito. Pare. ¿Este cartel es algo así como la espada de la calle? Culebra Cut. Es sólo una calle. Ellos vigilaban desde la esquina. Del dril raído concluirán que no conozco otras ropas. Del zanate, que no apruebo otras aves. Había dos buques dormidos en la dársena del puerto. Yo pretendía pasear sin rumbo. No. No reconocí ninguna cara. No me produjo dolor.
Los obreros portuarios se estaban levantando contra el gobierno. Esto tampoco me lo produjo. Las muchedumbres rabiosas discutirían sobre la ciudad y sus órganos, el puerto canalero, como si la ciudad, o toda cosa humana, estuviese hecha de anaqueles fácilmente intercambiables. Había mucha furia entre los habitantes de aquella inmundicia. Quemarían muchas llantas, como ésta que arde junto a mis botas sobre Culebra Cut. Vigilarían todas las esquinas. Sus cuerpos recibirían las ráfagas de balas, y las devolverían, mejoradas, a los fusileros, como devolviéndoles un búmeran. Luego de disparar mi bala, ¿cómo la atrapo? No sólo en los cuarteles de Comodoro Vanderbilt duermen los fusileros. Si no es por el fogón de estas llantas ardientes, yo habría pretendido pasear. Es sólo una calle, que las muertes han desarmado. Ya no funciona. Esta calle, que era mi calle, y hoy es mi juguete roto. Había un zanate, otro, dirigiendo el tráfico de las aves. La ciudad, el puerto, los muertos, los vivos, los rostros descabalados en un fogón, cerrado por la llama, por la locura. Allí juntan la piedra, el adoquín y la llanta. ¿Yo soy el fusilero? No. ¿Sabías que las plumas en una ave están siempre muy ocupadas? Rápido, quería pensar eso rápido, por si me rafagueaban. El dolor. ¿Qué era el dolor, en este pueblo de brujos y obreros y magas ridículas, vueltos a la guerra como se vuelve el aceite usado a un vaso para reutilizarlo? Estaba prohibido caminar a esta hora. Todo aquel país, abstruso, lamido por mi rostro augural, perdido para mí. ¿Cómo es mi rostro? ¿Yo soy el fusilero que mata al matador, o la maga muerta con su pleura, inmóvil, ya matada? La guerra ya está organizada, ya están cerrando el puerto canalero en Walkertown. De esta esquina, aquí, de esta esquina partía un triciclo rojo movido por mis rodillas de maíz y copra, no hace mucho. Apareció otra ave, momentánea. Recién posado en un farol de luz amarilla, me observaba un quienescopio negro, que aquí en Vanderbilt es algo así como el areópago de todos los pájaros. Pronto cerrarán el puerto por un mes, la producción industrial se paralizará, barrerán las exportaciones y mañana ya no habrá país. Cada dólar necesita un país para moverse, como si fuese su pecera. Las empresas mimadas. Compañeros, prometo no perder estas horas marcadas a fuego con el hierro de mi amnesia. En Comodoro Vanderbilt, hasta la muerte es imperfecta. La guerra la organiza la memoria. La guerra luego la estudiarán las aves menos bravas, las manos de pólvora mojada, las mentes tras los teclados. Los niños regañados por salir sin permiso, esos son los que estudian. Permanezco de pie sobre Culebra Cut, atisbo con la mira telescópica de mi rifle, sin reconocer una sola cara de los que irán a marchar. Todo es confusión. El quienescopio negro, algo sucio en su percha callejera, un poco cobarde, visto desde aquí. Nadie mira mi cara. ¿Quizá la ha enturbiado el caucho de la llanta? ¿No era mi cara como una piedra cortada en una montaña? Como las armas en la guerra, las piedras no tienen cara. Todo es confusión. Me he parapetado junto a un árbol de mango. No sé a quién apunto, en realidad no poseo ningún rifle, no soy un fusilero, no he probado la pólvora. Si me he parapetado junto a un mango es para que no me acierten si me disparan. Y no era un mango, sino un chilamate rojo. Las muertes, esta himnología de las masacres, de verbo propio, caras asustadas, ojos todavía abiertos en las mesas de la morgue, balas rojas y balas negras. Compañero, si ves un muerto ciérrale los ojos. El puerto de Walkertown ya está clausurado. Aquí lo cerrarán mañana. Todo es confusión. Sólo recién terminada la guerra allí se sabrá quiénes la combatían y quiénes se paseaban por ella como alegres perdigueros. Los cuerpos caen cerca de los accesos al puerto, tras las barricadas relámpago armadas en la playa de contenedores. Allí hay gatillo fácil. ¿Estaba engrasado mi rifle? Si le disparé al esternón, ¿por qué le acerté en la cabeza? Es la primera guerra en toda la historia que será escrita después de haber sido leída. Por lo pronto ya habrán cerrado las rutas interportuarias, las vías a las fronteras. Todas las casas sobre Culebra Cut han clausurado los ventanales y las mallas metálicas de los zaguanes. ¿Qué dirán las montañas cortadas para hacer esta ciudad cuando la vean cerrada? Conozco de memoria a seiscientos cincuenta agentes portuarios. No recuerdo las montañas. Si las recordase. Si la tierra me hiriese, ¡qué feliz sería! No hemos vendido las montañas sólo porque no podemos moverlas. El quienescopio ha levantado vuelo. Un zanate le observa. Soy el mismo muñeco de dril, pensaré, si te mato de un balazo. No. Las astringentes columnas de humo que desde la pira de llantas quemadas. En mi país le decimos llanta al neumático, y a la llanta, rin, y al neumático, cámara, y a las cámaras, balas rojas y balas negras. Todo es confusión. Si tan sólo pudiese dispararle a un quienescopio, ya le habría disparado a mis hombros. Sí, tuve un triciclo rojo, sí, si me lo preguntan los obreros portuarios ahora que están de asamblea permanente. No hemos vendido esta guerra sólo porque no pueden bebérsela. Todo es confusión. He resistido la ciudad. No conozco las calles. No defino si soy el matador o el muñeco rafagueado, pero por el calor en el barril humeante de mi rifle, y por el tremor de mi dedo índice que tabletea en el gatillo, soy la muerte en la ciudad, en cualquier caso. Por la mira telescópica de mi rifle conozco, de memoria, a seiscientos cincuenta agentes portuarios. No poseo ningún rifle. Al apagarse sobre Comodoro Vanderbilt, el ojo gualdo del sol. Podría caminar hasta el final de Culebra Cut, donde sólo resta un muro de árboles de mango por talar y el predio donde los destazarían. No. Estoy en medio de las metrallas y no entiendo por qué no detengo las balas. Mi cara, achaflanada, perfecta para las balas como para los surcos del buril. No estoy en la metralla. Todo es confusión. La bala en la calle, el liquidámbar en el cuerpo de los desarmados. ¿Es sólo resina útil la sangre del desarmado? Si no hemos vendido todas las balas aún es sólo porque. Sobre la plaza del Boulevard de los Héroes hay algunos obreros portuarios ya organizados. El puerto está cerrado. Podrían apuntarme. O yo podría apuntarles a ellos. No. No me apuntarán. Como una piedra, soy invisible a las frases. Todo es, quizá, una confusión. No reconozco ningún rostro. Aquí había antes una farmacia. ¿Recogerán los cadáveres? Sé de guerras donde no los recogen. A ver, prenderé fuego a estas llantas que logré amontonar mientras me vigilaban y me apuntaban. No les vendo mi cuerpo sólo porque no sé aún cómo embalarlo. Allí va uno corriendo. ¡Corre!, mientras te apunto. Corre. No soy un fusilero. Si le disparé al esternón con mis palabras, ¿por qué le acertaron en la cabeza con una bala? Todo es confusión o incendio. Yo era una piedra, una cara, cortada, achaflanada, en una montaña, correcto. Conozco perfectamente a los asesinos. Correcto. El ojo gualdo del sol, la boca índigo de la luna. Atrás de los hangares sobre
Culebra Cut, la morgue de los portuarios. Correcto. El ojo gualdo, humeante. Todo es confusión.