Un cuento de Sebastián Trujillo sobre cómo nos descompone la vida. Ilustra Mariano Lucano.
Entró al supermercado a robar dos botellas de vino. Quitando las etiquetas y precios de los envases recordó a un puñado de personas.
Especialmente a sus padres, exesposa, tres o cuatro amigos preguntando, mientras cenaban en restaurantes y después fumaban cigarrillos bajo la luna, por qué solía comportarse así. Pisando rápido en el bulevar a blanco y negro, se detuvo un instante a contemplar una rata durmiendo encima de un vagabundo. El hombre tenía los ojos abiertos y miraba hacia un cartel oxidado donde antes hubo imágenes.
La niebla de la noche los borraba ligeramente de la escena. Entonces concluyó que aquella sensación era, de todas las conservadas, la más parecida a la libertad. De repente, el mendigo vomitó. Como si su presencia hubiera despertado un asco vetusto por la ley o esas lámparas decorativas y de neón que a veces alumbran el horrible interior de bares, oficinas y apartamentos familiares.
Guardaba algunas monedas y billetes en los bolsillos. El Centro de Llamadas no pagaba tan mal las palizas. Pensó en dárselos. Pero prefirió proveerlo de la otra botella. Era lo que a él le hubiera gustado recibir de estar echado en los cartones.
– Un día o noche, lloviendo, fui igual que tú, muchacho. Igual que tú y ellos- dijo el vagabundo.
Señaló el anuncio. A medias aparecían rostros sonrientes a causa de los triunfos alcanzados. De lo que son y serían. Del dinero. La rata estaba muerta. Envenenada. El movimiento de su dedo semi amputado provocó el desplome del animal. Cayó desde su hombro izquierdo, enseñando los dientes y un trozo de lengua.
-Te habrás cansado de ser como nosotros-replicó.
El horizonte lucía como un portal oscuro que conducía hacia un fragmento del universo carente de estrellas o planetas. Avanzó. Bebiendo. Buscando la eterna búsqueda. El eco de las últimas palabras del tipo rugió a sus espaldas.
Solo me sustentaba lo invisible, muchacho. La libertad no es nada de esa mierda forzosa. Está donde no habita nada. Luce como la muerte. Amé a Dios porque me hizo solitario.
Y empezó a reír como si fuera el caótico querubín errante y rebelde, como alguien sosteniendo una cerveza en la mano y observando cómo arde la esclavitud. Cómo brota la confusión en los jardines, en la ciudad. Destruye lo que existe. Contempla sin sentir. Crea, si puedes.
La arquitectura, la calle, la basura, mentones altivos, brazos en las cinturas, etiquetas, reconocimientos, competencias, el dinero sin saber en qué usarse, el bien y el mal iban quedando atrás a medida que se adentraba en la profundidad. El mundo se hacía diminuto a cada paso. Se desnudó. Rompió la botella y con un cristal se rajó una cruz en el pecho. La sangre iba escurriendo por su cuerpo y se derramaba en el camino. Finalmente, su existencia fue desintegrándose en la neblina junto al eco de las últimas palabras del vagabundo. Junto a su risa caótica, demente y cuerda.
Habrán secuelas de este cuento ? Pagaría por leer una segunda parte!