Compartimos el doceavo capítulo de El camino a Wigan Pier, un libro de George Orwell en el que el autor analizó la vida de mineros en la década del ´30. Este es el tercer capítulo de la segunda parte del libro, en esta parte se desarrolla de forma puntual el «testamento ideológico» de Orwell. Los capítulos anteriores pueden encontrarlo en este link. La traducción es de Marcelo Zabaloy y las ilustraciones de María Lublin.
De todos modos, hay una dificultad mucho más seria que las objeciones temporales y locales que describí en el último capítulo.
Enfrentado con el hecho de que las personas inteligentes están tan a menudo del otro lado, el socialista es capaz de adjudicarlo a motivos corruptos (consciente o inconscientemente), o a una creencia ignorante de que el socialismo no ‘funcionaría’, o al mero temor a los horrores e incomodidades del período revolucionario antes de que se establezca el socialismo. Indudablemente todos estos son importantes, pero hay muchas personas que no son influenciadas por ninguno de ellos y que sin embargo son hostiles con el socialismo. Su razón para recular del socialismo es espiritual, o ‘ideológica’. Lo objetan no en base a que ‘no funcionaría’, sino precisamente porque ‘funcionaría’ demasiado bien. Lo que temen no son las cosas que van a suceder durante su propia vida sino las cosas que van a suceder en el futuro remoto cuando el socialismo sea una realidad.
Muy pocas veces me he encontrado con un socialista convencido que entendiese que las personas pensantes pueden sentirse rechazadas por el objetivo al que el socialismo parece moverse. El marxista, especialmente, descarta este tipo de cosas como sentimentalismo burgués. Los marxistas como regla no son muy buenos leyendo las mentes de sus adversarios; si lo fueran, la situación en Europa podría ser menos desesperada de lo que es en el presente. Poseyendo una técnica que parece explicarlo todo, a menudo no se molestan en descubrir qué es lo que está pasando en la cabeza de la gente. Aquí, por caso, hay una ilustración de la clase de cosas a las que me refiero. Discutiendo la teoría ampliamente difundida –que en un sentido es cierta– de que el fascismo es un producto del comunismo, Mr. N.A. Holdaway, uno de los escritores marxistas más capaces que poseemos, escribe lo siguiente:
La trillada leyenda de que el comunismo lleva al fascismo … El elemento verdadero en ella es este: que la aparición de la actividad comunista advierte a la clase dominante que los partidos laboristas democráticos ya no son capaces de mantener a la clase obrera bajo control, y que la dictadura capitalista debe asumir otra forma si ha de sobrevivir.
Se ven aquí los defectos del método. Porque él ha detectado la causa económica subyacente del fascismo, asume tácitamente que el costado espiritual de esto no tiene importancia. El fascismo es descartado como una maniobra de la ‘clase dominante’, lo que en el fondo es. Pero esto en sí mismo solo explicaría por qué el fascismo atrae a los capitalistas. ¿Qué hay de los millones que no son capitalistas, que en un sentido material no tienen nada que ganar del fascismo y a menudo son conscientes de ello y que, sin embargo, son fascistas? Obviamente su enfoque ha sido desde la línea puramente ideológica. Solo podrían haberse precipitado al fascismo porque el comunismo atacaba, o parecía atacar ciertas cosas (patriotismo, religión, etc.) que son más hondas que el motivo económico; y en ese sentido es perfectamente cierto que el comunismo conduce al fascismo. Es una pena que los marxistas se especialicen casi siempre en se les escapen gatos económicos de bolsas ideológicas; esto en cierto sentido revela la verdad, pero con la penalidad de que la mayor parte de su propaganda no consigue su objetivo. Es el recular espiritual del socialismo, especialmente como se manifiesta en las personas sensibles, lo que quiero discutir en este capítulo. Lo analizaré con alguna amplitud porque está muy extendido, es muy poderoso y es casi completamente ignorado entre los socialistas.
Lo primero que hay que notar es que la idea del socialismo está ligada, más o menos, inseparablemente, con la idea de producción maquinal. El socialismo es esencialmente un credo urbano. Creció más o menos concurrentemente con el industrialismo, siempre ha tenido sus raíces en el proletariado de ciudad y el intelectual de ciudad, y es dudoso que hubiese podido surgir en cualquier sociedad que no fuese industrial. Asegurado el industrialismo, la idea del socialismo se presenta naturalmente, porque la propiedad privada solo es tolerable cuando cada individuo (o familia u otra unidad) es por lo menos moderadamente autosustentable; pero el efecto del industrialismo es hacer imposible que alguien sea autosustentable ni por un momento. El industrialismo, una vez que se ha elevado por encima de un nivel bastante bajo, debe llevar a alguna forma de colectivismo. No necesariamente al socialismo, por supuesto; posiblemente puede llevar al estado esclavista del que el fascismo es una especie de profecía. Y la inversa también es cierta. La producción maquinal sugiere socialismo, pero el socialismo como sistema mundial implica la producción mecánica, porque demanda ciertas cosas incompatibles con un modo de vida primitivo. Demanda, por caso, una constante intercomunicación e intercambio de bienes entre todas las partes de la tierra; demanda cierto grado de control centralizado; demanda un nivel de vida relativamente igualitario para todos los seres humanos y probablemente una cierta uniformidad de educación. Podemos asumir, por consiguiente, que cualquier mundo donde el socialismo fuese una realidad estaría por lo menos tan altamente mecanizado como los Estados Unidos en este momento, probablemente mucho más que eso. En todo caso, a ningún socialista se le ocurriría negar esto. El mundo socialista siempre es descripto como un mundo completamente mecanizado e inmensamente organizado, dependiendo de la máquina como las civilizaciones de la antigüedad dependían del esclavo.
Hasta aquí muy bien, o muy mal. Muchos, quizás una mayoría, de las personas pensantes no están enamoradas de la civilización mecánica, pero cualquiera que no sea un tonto sabe que es un sinsentido hablar en este momento sobre desguazar la máquina. Pero lo desafortunado es que el socialismo, como se lo presenta habitualmente, está ligado a la idea del progreso mecánico, no simplemente como un desarrollo necesario sino como un fin en sí mismo, casi una especie de religión. Esta idea está implícita en, por caso, la mayor parte del material propagandístico del rápido avance mecánico en la Rusia Soviética (la represa de Dniéper, los tractores, etc., etc., etc.). Karel Čapek lo logra bastante bien en el horrible final de RUR, cuando los Robots, habiendo asesinado el último ser humano, anuncian su intención de ‘construir muchas casas’ (por el solo hecho de construir casas, evidentemente). La clase de persona que más rápidamente acepta el socialismo es también la clase de persona que ve el progreso mecánico, como tal, con entusiasmo. Y tanto es así que los socialistas a menudo son incapaces de comprender que la opinión opuesta existe. Como regla, el argumento más persuasivo que pueden imaginar es decirle a uno que la actual mecanización del mundo no es nada en comparación con lo que veremos cuando se establezca el socialismo. Donde hoy hay un avión, en esos días habrá cincuenta. Todo el trabajo que hoy se hace a mano entonces se hará a máquina; todo lo que hoy está hecho con cuero, madera o piedra, será hecho con goma, vidrio o acero; no habrá desorden, ni cabos sueltos, ni desiertos, ni animales salvajes, ni malezas, ni enfermedad, ni pobreza, ni dolor –ni esto ni aquello. El mundo socialista será sobre todas las cosas un mundo ordenado, un mundo eficiente. Pero es precisamente de esa visión del futuro como una suerte de resplandeciente mundo Wells que las mentes sensibles reculan. Es importante notar que esta versión esencialmente barrigona del ‘progreso’ no es una parte integral de la doctrina socialista; pero ha llegado a ser considerada como si lo fuera, con el resultado de que el temperamental conservadurismo latente en todo tipo de persona es fácilmente movilizado contra el socialismo.
Toda persona sensible tiene momentos en los que sospecha de la maquinaria y hasta cierto punto de las ciencias físicas. Pero es importante despejar los distintos motivos, que han diferido enormemente en distintos momentos, de la hostilidad hacia las ciencias y la maquinaria, y descartar el celo del literato moderno que odia la ciencia porque la ciencia se ha robado el estruendo literario. El más temprano ataque a fondo sobre las ciencias y la maquinaria que conozco está en la tercera parte de Los viajes de Gulliver. Pero el ataque de Swift, aunque brillante como tour de force, es irrelevante e incluso tonto, porque está escrito desde el punto de vista –quizás parezca extraño decir esto del autor de Los viajes de Gulliver –de un hombre con falta de imaginación. Para Swift las ciencias eran meramente una especie de chismerío fútil y las máquinas eran artilugios sin sentido que nunca funcionarían. Su estándar era el de la utilidad práctica, y le faltó la visión para ver que un experimento que no es demostrablemente útil por el momento puede dar resultados en el futuro. En otra parte del libro la nombra el mejor de los logros ‘para hacer crecer dos briznas de hierba donde antes creció una’; sin ver, aparentemente que esto es justamente lo que la máquina puede hacer. Poco después las máquinas despreciadas empezaron a funcionar, la física incrementó su alcance, y llegó el celebrado conflicto entre ciencia y religión que agitaba a nuestros abuelos. Ese conflicto terminó y ambos bandos se retiraron y proclamaron una victoria, pero todavía queda un prejuicio anticientífico en la mente de la mayoría de los fieles creyentes. Durante todo el siglo diecinueve se levantaron voces de protesta contra la ciencia y la maquinaria (ver Tiempos difíciles de Dickens, por ejemplo), pero habitualmente por la razón bastante superficial de que el industrialismo en sus primeras etapas era cruel y horrible. El ataque de Samuel Butler contra la máquina en su bien conocido capítulo de Erewhon es un asunto diferente. Butler mismo vivió en una época menos apremiante que la nuestra, una época en la que todavía era posible para un hombre de primer nivel ser un diletante parte del tiempo, y por lo tanto todo el asunto le parecía un ejercicio intelectual. El veía bien claramente nuestra abyecta dependencia de la máquina, pero en lugar de molestarse en deducir sus consecuencias prefirió exagerarlo en aras de lo que no era más que una broma. Es solo en nuestra propia época, cuando la máquina finalmente ha triunfado, que podemos realmente sentir la tendencia de la máquina de hacer imposible una vida completamente humana. Probablemente no hay nadie capaz de pensar y sentir que no haya mirado ocasionalmente una silla de caño metálico sin pensar que la máquina es enemiga de la vida. Como regla, sin embargo, esta sensación es instintiva antes que razonada. La gente sabe que de una manera u otra el ‘progreso’ es una estafa, pero llegan a esta conclusión por una especie de atajo mental; mi trabajo acá es brindar los pasos lógicos que generalmente se dejan de lado, pero uno primero debe preguntar, ¿cuál es la función de la máquina? Obviamente su función primaria es ahorrar trabajo, y el tipo de persona para quien la civilización de la máquina es enteramente aceptable rara vez ve alguna razón para seguir investigando. Aquí tenemos por ejemplo una persona que declara sentirse completamente cómoda en el moderno mundo mecanizado. Estoy citando del Mundo sin fe, de Mr. John Beevers. Esto es lo que dice:
Es una simple locura decir que el hombre promedio de hoy en día de entre £2 10s y £4 por semana es menos que un labrador del siglo dieciocho. O que el labrador o el campesino de cualquier comunidad exclusivamente agrícola ahora o en el pasado. ¡Simplemente no es cierto! Es tan estúpido desgañitarse sobre los efectos civilizadores del trabajo en los campos y granjas como contra los que se hacen en una gran fábrica de locomotoras o en una fábrica de automóviles. El trabajo es un fastidio. Trabajamos porque tenemos que hacerlo y todo trabajo se hace para proveernos tiempo libre y los medios para pasar ese tiempo libre lo más agradable posible.
Y de nuevo:
El hombre tendrá suficiente tiempo y suficiente poder para perseguir su propio paraíso en la tierra sin preocuparse por el sobrenatural. La tierra será un lugar tan placentero que al sacerdote y al cura no le quedarán muchos cuentos que contar. La mitad del entusiasmo se les irá con el primer golpe. Etc., etc., etc.
Hay un capítulo entero por el estilo (el capítulo IV del libro de Mr. Beevers), y tiene cierto interés como una muestra de la devoción por la máquina en su forma más vulgar, ignorante e inmadura. Es la voz auténtica de una enorme porción del mundo moderno. Todo comedor de aspirina de los suburbios lo repetirá fervientemente. Nótese el agudo chillido de rabia (¡Simplemente no es ciertoooo!) con el que Mr. Beevers recibe la sugerencia de que su abuelo pudo haber sido un mejor hombre que él; y la aún más horrible sugerencia de que si volviésemos a un modo de vida más simple él tendría que endurecer los músculos con un trabajo de esfuerzo. El trabajo, como vemos, se hace ‘para proveernos tiempo libre’. ¿Tiempo libre para qué? Tiempo libre para volvernos más como Mr. Beevers, presumiblemente. Aunque en realidad, a partir de esa línea de discurso sobre el ‘paraíso en la tierra’, se puede adivinar con bastante aproximación qué clase de civilización le gustaría; una suerte de Lyons Corner House[1] que durase in saecula saeculorum y cada vez más grande y ruidosa. Y en cualquier libro de quienquiera que se sienta en casa en el mundo de la máquina –en cualquier libro de H.G. Wells, por ejemplo – se hallará párrafos de la misma clase. ¿Cuántas veces habremos escuchado, ese pegajoso y edificante asunto sobre ‘las máquinas, nuestra nueva raza de esclavos, que liberarán a la humanidad, etc., etc., etc.’? Para estas personas, aparentemente, el único peligro de la máquina es su posible uso con propósitos destructivos; como, por caso, los aviones usados en la guerra. Excluyendo las guerras y los desastres imprevisibles, el futuro se avizora como una marcha cada vez más rápida del progreso mecánico; máquinas para ahorrar trabajo, máquinas para evitar pensar, máquinas para ahorrar sufrimiento, higiene, eficiencia, organización, más eficiencia, más organización, más máquinas –hasta que finalmente uno aterriza en la por ahora famosa utopía wellsiana, acertadamente caricaturizada por Aldous Huxley en Un mundo feliz, el paraíso de los hombrecillos gordos. Por supuesto en sus sueños despiertos sobre el futuro los hombrecillos gordos no son ni pequeños ni gordos; son Dioses Como Hombres. ¿Pero por qué lo serían? Todo progreso mecánico es hacia más y más eficiencia; en última instancia, por consiguiente, hacia un mundo en el que nada sale mal. Pero en un mundo donde saliera mal, muchas de las cualidades que Mr. Wells ve como ‘divinas’ no valdrían más que la facultad animal de mover las orejas. Los seres en Hombres como dioses y El sueño están representados, por ejemplo, como bravos, generosos y físicamente fuertes. Pero en un mundo del cual el peligro físico se hubiese desterrado –y obviamente el progreso mecánico tiende a disminuir el peligro– ¿sería probable que el coraje físico sobreviviera? ¿Podría sobrevivir? ¿Y por qué sobreviviría la fuerza física en un mundo donde nunca hubiese necesidad de trabajo físico? En cuanto a cualidades tales como lealtad, generosidad, etc., en un mundo donde nada sale mal, no solo serían irrelevantes sino probablemente inimaginables. La verdad es que muchas de las cualidades que admiramos en los seres humanos solo pueden funcionar en oposición a alguna clase de desastre, sufrimiento o dificultad; pero la tendencia del progreso metálico es eliminar el desastre, el sufrimiento y la dificultad. En libros como El sueño y Hombres como dioses se asume que tales condiciones como fuerza, coraje, generosidad, etc., se mantendrán vivas porque son cualidades agradables y atributos necesarios de un ser humano completo. Presumiblemente. Por caso, los habitantes de Utopía crean peligros artificiales con el fin de ejercitar su coraje, y hacen ejercicios con pesas para endurecer los músculos que nunca estarán obligados a usar. Y aquí se observa la enorme contradicción que está siempre presente en la idea de progreso. La tendencia del progreso mecánico es la de hacernos seguro y suave el entorno; y sin embargo uno se esfuerza por mantenerse bravo y duro. Uno está a la vez presionando furiosamente para delante y conteniéndose desesperadamente. Es como si un agente de bolsa en Londres fuese a su oficina con un traje de cota de malla e insistiera en hablar en latín medieval. Así en el último análisis el campeón del progreso es también el campeón de los anacronismos.
Mientras tanto asumo que la tendencia del progreso mecánico es hacer la vida liviana y suave. Esto puede discutirse, porque en un momento dado el efecto de algún invento mecánico reciente puede parecer como lo contrario. Tomemos por ejemplo la transición entre los caballos y los vehículos a motor. A simple vista se podría decir, considerando el enorme número de muertes en accidentes de tránsito, que el automóvil no tiende precisamente a hacer la vida más segura. Es más, probablemente se necesite tanta dureza para ser un piloto de primer nivel en caminos de tierra como para ser un domador de potros salvajes o para correr el Gran Premio Nacional. Sin embargo la tendencia de toda maquinaria es volverse más segura y fácil de manejar. El peligro de los accidentes desaparecerá si decidimos encarar seriamente nuestro problema de planeamiento vial, lo que más temprano o más tarde se hará; y mientras tanto el automóvil ha evolucionado hasta tal punto que cualquiera que no sea ciego o paralítico puede manejarlo después de unas pocas lecciones. Incluso hoy requiere mucho menos nervio y destreza conducir medianamente bien un automóvil que montar medianamente bien a caballo; dentro de veinte años puede no requerir ni nervio ni destreza. Por lo tanto, hay que decir que tomando la sociedad como un todo, el resultado de la transición entre caballos y automóviles ha significado un crecimiento en la suavidad humana. Hoy en día alguien viene con una nueva invención, por ejemplo el aeroplano, que a simple vista no parece hacer la vida más segura. Los primeros hombres que subieron en aeroplanos eran superlativamente valientes, e incluso hoy en día se requiere un temple excepcionalmente bueno para ser piloto. Pero la misma tendencia anterior está operando. El aeroplano, como el automóvil, se hará a prueba de tontos; un millón de ingenieros trabajan, casi inconscientemente, en esa dirección. Finalmente –este es el objetivo, aunque puede ser que nunca se alcance del todo– habrá un aeroplano cuyo piloto no necesite más coraje o destreza que lo que necesita un bebé en su andador. Y todo progreso mecánico va y debe ir en esa dirección. Una máquina evoluciona volviéndose más eficiente, es decir, más a prueba de tontos; por eso el objetivo del progreso mecánico es un mundo infalible –que puede o no querer decir un mundo habitado por tontos. Mr. Wells probablemente contestaría que el mundo nunca puede ser infalible, porque, por más alto estándar de eficiencia que se haya alcanzado, siempre habrá delante una dificultad más grande. Por ejemplo (esta es la idea favorita de Mr. Wells –la ha usado en Dios sabe cuántas de sus peroraciones), cuando se consiga tener este planeta nuestro perfectamente en forma, comienza la enorme tarea de alcanzar y colonizar otro. Pero es meramente empujar el objetivo más hacia el futuro; el objetivo en sí sigue siendo el mismo. Colonizar otro planeta, y el juego del progreso mecánico comienza de cero; por el mundo infalible se ha sustituido el sistema solar infalible –el universo infalible. Al atarse uno mismo al ideal de la eficiencia mecánica se ata al ideal de la blandura. Pero la blandura es repulsiva; y por eso todo el progreso se ve como una lucha frenética hacia un objetivo que uno espera y reza para que nunca se alcance. Una y otra vez, si bien no muy seguido, uno se encuentra con alguien que comprende que lo que usualmente se llama progreso también implica lo que usualmente se llama degeneración, y que sin embargo está a favor del progreso. De allí el hecho de que en la Utopía de Mr. Shaw se erigiera una estatua a Falstaff, como el primer hombre que hizo un discurso a favor de la cobardía.
Pero el problema es inmensamente más profundo que esto. Hasta aquí solo he señalado lo absurdo de apuntar al progreso mecánico y también a la preservación de cualidades que el progreso mecánico hace innecesarias. La pregunta que hay que considerar es si existe alguna actividad humana que no resulte mutilada por el dominio de la máquina.
La función de la máquina es ahorrar trabajo. En un mundo completamente mecanizado todo el monótono trabajo pesado será hecho por máquinas, dejándonos libres para ocupaciones más interesantes. Así expresado, esto suena espléndido. Enferma ver a media docena de hombres sudando a mares para cavar una zanja para un acueducto cuando una máquina fácilmente diseñada cavaría la tierra en unos minutos. ¿Por qué no dejar que la máquina haga el trabajo y que los hombres vayan y hagan otra cosa? Pero hoy surge la pregunta, ¿y qué otra cosa pueden hacer? Supuestamente son liberados del ‘trabajo’ para que puedan hacer algo más que no sea ‘trabajo’. ¿Pero qué es trabajo y qué no es trabajo? ¿Es trabajo cavar, hacer carpintería, plantar árboles, cortar árboles, cabalgar, pescar, cazar, alimentar pollos, tocar el piano, tomar fotografías, construir una casa, cocinar, coser, remendar sombreros, reparar motocicletas? Todas estas cosas son trabajo para alguien, y todas son juegos para algún otro. De hecho hay muy pocas actividades que no puedan ser clasificadas como trabajo o juego según cómo uno decida mirarlas. El trabajador que se libra de cavar puede querer pasar su tiempo libre, o parte de este, tocando el piano, mientras el pianista profesional puede estar contentísimo de salir a cavar en el lote de las papas. De allí que la antítesis entre trabajo, como algo insoportablemente tedioso, y no trabajo, como algo deseable, es falsa. La verdad es que cuando un ser humano no está comiendo, bebiendo, durmiendo, haciendo el amor, hablando, jugando o meramente holgazaneando –y estas cosas no completan una vida– necesita trabajo y usualmente lo busca, aunque no lo llame trabajo. Por encima de un imbécil de tercer o cuarto grado, la vida hay que vivirla en gran medida en términos de esfuerzo. Porque el hombre no es, como los más vulgares hedonistas parecen creer, una suerte de estómago caminando; también tiene manos, ojos y cerebro. Deje usted de usar las manos y habrá cercenado un enorme trozo de su conciencia. Ahora consideremos de nuevo esa media docena de hombres que cavaban una zanja para el acueducto. Una máquina los ha liberado de cavar, y van a entretenerse con alguna otra cosa –haciendo carpintería, por ejemplo. Pero cualquier cosa que quieran hacer, descubrirán que otra máquina los ha librado de eso. Porque en un mundo completamente mecanizado no habría más necesidad de hacer carpintería, cocinar, reparar motocicletas, etc., que la que habría de cavar. No hay prácticamente nada, desde cazar una ballena hasta tallar un carozo de cereza, que no se pueda hacer mediante una maquinaria. La máquina incluso invadirá las actividades que hoy consideramos como ‘arte’; ya lo está haciendo, a través de la cámara y la radio. Si en el mundo se mecaniza todo lo que se puede mecanizar uno se volverá y habrá una máquina excluyéndolo de la oportunidad de trabajar –es decir, de vivir.
A simple vista esto parecería no tener importancia. ¿Por qué no debería uno seguir con su ‘trabajo creativo’ e ignorar las máquinas que lo harán por uno? Pero no es tan sencillo como suena. Aquí estoy yo, trabajando ocho horas por día en una oficina de seguros; en mi tiempo libre quiero hacer algo ‘creativo’, de modo que elijo hacer algo de carpintería –con la idea de hacerme, por ejemplo, una mesa. Nótese que desde el principio hay un toque de artificialidad en todo el asunto, porque las fábricas pueden entregarme una mesa mucho mejor que la que yo mismo me puedo hacer. Pero incluso cuando me pongo a trabajar en mi mesa, no me es posible sentir hacia ella lo que el fabricante de muebles de un siglo atrás sentía por su mesa, menos incluso lo que Robinson Crusoe sentía por la suya. Porque antes de empezar, la mayor parte del trabajo ya ha sido hecha para mí por una máquina. Las herramientas que uso demandan un mínimo de habilidad. Puedo conseguir, por ejemplo, cepillos que pueden cortar cualquier moldura; el ebanista de hace cien años habría tenido que hacer el trabajo con gubia y cincel, que demandaba una verdadera destreza visual y manual. Las tablas que compro ya vienen cepilladas y las patas ya están torneadas. Puedo ir incluso a la maderera y comprar todas las partes de la mesa ya hechas y que solo requieren que las arme, quedándome solo poner un par de tarugos y lijarla. Y si esto es así hoy, lo será muchísimo más en el futuro mecanizado. Con las herramientas y los materiales disponibles entonces, no habrá posibilidades de equivocarse y por lo tanto no será necesaria la destreza. Hacer una mesa será más fácil y aburrido que pelar una papa. En esas circunstancias es un sinsentido hablar de ‘trabajo creativo’. En todo caso las artes manuales (que tuvieron que transmitirse por aprendizaje) habrán desaparecido mucho tiempo antes. Algunas ya han desaparecido, ante la competencia de la máquina. Miremos en cualquier cementerio campestre y veamos si podemos encontrar una tumba posterior a 1820 bien esculpida. El arte, o más bien la artesanía del escultor está tan completamente muerta que llevaría siglos revivirla.
Pero se puede decir, ¿por qué no retener la máquina y retener el ‘trabajo creativo’? ¿Por qué no cultivar anacronismos como un hobby del tiempo libre? Mucha gente ha jugado con esta idea; parece resolver con una facilidad tan bella los problemas planteados por la máquina. El ciudadano de Utopía, se nos dice, volviendo a casa de sus dos horas diarias de dar vuelta la manija de una máquina en la fábrica de envasado de tomates, revertirá deliberadamente a un modo de vida más primitivo y solazará sus instintos creativos con un poco de calado, alfarería o tejido a mano. ¿Y por qué esta pintura es un absurdo, como por supuesto lo es? Por un principio que no siempre es reconocido, aunque siempre se actúe: que mientras la máquina esté ahí uno tiene la obligación de usarla. Nadie saca agua del pozo cuando puede abrir la canilla. Uno ve una buena ilustración de esto en la cuestión del viaje. Todo el que haya viajado por medios primitivos en un país subdesarrollado sabe que la diferencia entre esa clase de viaje y los modernos viajes en tren, automóvil, etc., es la diferencia entre la vida y la muerte. El nómade que camina o cabalga, con su equipaje apilado en un camello o en un carro de bueyes, puede sufrir todo tipo de incomodidades, pero por lo menos vive mientras viaja; mientras que para el pasajero en un tren expreso o un crucero de lujo su viaje es un interregno, una especie de muerte temporaria. Y sin embargo siempre que el ferrocarril exista, uno debe viajar en tren –o en automóvil o en avión. Heme aquí, a cuarenta millas de Londres. Cuando quiero ir a Londres, ¿por qué no pongo mi equipaje sobre una mula y empiezo a caminar, haciendo de ello una marcha de dos días? Porque con los buses de la Green Line que me pasan zumbando al lado cada diez minutos, semejante viaje sería insoportablemente fastidioso. Para que uno pueda disfrutar los métodos de viaje primitivos, es necesario que no haya otros métodos disponibles. Ningún ser humano quiere hacer algo de un modo más engorroso de lo necesario. De allí el absurdo de la pintura de los ciudadanos de Utopía salvando sus almas mediante el calado. En un mundo donde todo pueda hacerse con máquinas, todo será hecho con máquinas. Revertir deliberadamente a métodos primitivos, usar herramientas arcaicas, poner pequeños obstáculo tontos en su propio camino, sería una obra de diletantismo, de preciosismo pretencioso y astucia. Sería como sentarse solemnemente a cenar con implementos de piedra. Retroceder al trabajo manual en una época de máquinas es regresar al Ye Old Tea Shoppe, o la mansión Tudor con los falsos durmientes empotrados en las paredes.
La tendencia del progreso mecánico, entonces, es frustrar la necesidad humana del esfuerzo y la creación. Vuelve innecesario e incluso imposible las actividades visuales y manuales. El apóstol del ‘progreso’ a veces afirma que esto no importa, pero a menudo se lo puede arrinconar señalando los horribles extremos a los que puede extenderse este proceso. Por ejemplo, no usar las manos para nada –¿por qué usarlas para sonarse la nariz o sacarle punta a un lápiz? ¿Seguramente uno podría fijarse a los hombros una especie de dispositivo de goma y acero y dejar que los brazos se le transformen en raigones de piel y hueso? Y así con cada órgano y cada facultad. Realmente no hay razón por la que un ser humano debería hacer más que comer, beber, dormir, respirar y procrear; todo lo demás la máquina puede hacerlo por él. Por consiguiente el fin lógico del progreso mecánico es reducir al ser humano a algo parecido a un cerebro en una botella. Ese es el objetivo hacia el cual nos movemos, aunque, por supuesto, no tenemos intención de llegar; tal como el hombre que se bebe una botella de whisky por día no tiene la intención de enfermar de cirrosis. El objetivo implícito del progreso, quizás, no es exactamente el cerebro en la botella, pero en todo caso alguna temible profundidad subhumana de blandura e inutilidad. Y lo desafortunado es que actualmente la palabra ‘progreso’ y la palabra ‘socialismo’ están inseparablemente unidas en la mentes de casi todo el mundo. La clase de persona que odia el progreso también da por sentado odiar al socialismo; el socialista siempre está a favor de la mecanización, la racionalización, la modernización –o por lo menos piensa que debe estar a favor de ellas. Muy recientemente, por ejemplo, un prominente seguidor del PLI me confesó con una especie de ansiosa vergüenza –como si fuese algo ligeramente impropio– que ‘le gustaban los caballos’. Los caballos, como se ve, pertenecen al pasado agrícola que se esfumó, y todo sentimiento por el pasado conlleva un vago olor de herejía. Yo no creo que esto tenga que ser necesariamente así, pero indudablemente es así. Y es en sí mismo suficiente como para explicar la alienación de los espíritus decentes del socialismo.
Una generación atrás toda persona inteligente era en algún sentido un revolucionario; hoy en día sería más correcto decir que toda persona inteligente es un reaccionario. En relación con esto vale la pena comparar El durmiente despierta de H.G. Wells con Un mundo feliz de Aldous Huxley escrito treinta años más tarde. Cada una es una Utopía pesimista, una visión de una suerte de paraíso de pedante en el que todos los sueños de la persona ‘progresista’ se hacen realidad. Considerada simplemente como una pieza de imaginativa construcción El durmiente despierta es, creo, muy superior, pero sufre de vastas contradicciones por el hecho de que Wells, como arzobispo del ‘progreso’, no puede escribir con ninguna convicción contra el ‘progreso’. Hace un dibujo de un mundo reluciente, extrañamente siniestro en el que la clase privilegiada vive una vida de un cobarde hedonismo superficial, y los obreros, reducidos a un estado de completa esclavitud e ignorancia subhumana, trabajan como trogloditas en cavernas subterráneas. Ni bien examina esta idea –está más desarrollada en un espléndido cuento en Cuentos del espacio y el tiempo– uno ve su inconsistencia. Porque en el mundo inmensamente mecanizado que se imagina Wells, ¿por qué los trabajadores tendrían que trabajar más duro que hoy? Obviamente la tendencia de la máquina es eliminar trabajo, no aumentarlo. En el mundo mecanizado los obreros pueden ser esclavizados, maltratados e incluso mal nutridos, pero ciertamente no estarían condenados a un interminable trabajo manual forzado; porque en ese caso, ¿cuál sería la función de la máquina? Se puede tener a las máquinas haciendo todo el trabajo o a los hombres haciéndolo todo, pero no se puede tener a los dos. Esos ejércitos de obreros subterráneos, con sus uniformes azules y su lenguaje degradado, semi humano, están puestos solo ‘para ponerle a uno la piel de gallina’. Wells quiere sugerir que el ‘progreso’ puede tomar un giro perverso; pero el único mal que se ocupa de imaginar es la inequidad –una clase apoderándose de toda la riqueza y el poder y oprimiendo a los demás, aparentemente por puro despecho. Démosle un pequeño giro, parece sugerir, desprendámonos de la clase privilegiada –de hecho, cambiemos del capitalismo mundial al socialismo– y todo estará bien. La civilización de la máquina va a continuar, pero sus productos deben compartirse equitativamente. La idea que no se atreve a enfrentar es que la máquina misma puede ser el enemigo. Así que en sus Utopías más características (El sueño, Hombres como dioses, etc.), regresa al optimismo y a una visión de la humanidad, ‘liberada’ por la máquina, como una raza de bañistas iluminados cuyo único tema de conversación es su propia superioridad sobre sus ancestros. Un mundo feliz pertenece a un período posterior y a una generación que ha entrevisto la estafa del ‘progreso’. Contiene sus propias contradicciones (la más importante de ellas es señalada en La venidera lucha por el poder de Mr. John Strachey), pero por lo menos es un memorable ataque del tipo de perfeccionismo más barrigón. Admitiendo las exageraciones de caricatura, probablemente exprese lo que una mayoría de personas pensantes sienten respecto de la civilización de la máquina.
La hostilidad de la persona sensible contra la máquina es en un sentido ilusoria, por el hecho obvio de que la máquina vino para quedarse. Pero como una actitud mental hay mucho que decir a su favor. La máquina debe ser aceptada, pero probablemente sea mejor aceptarla como uno acepta una droga –es decir a regañadientes y con suspicacia. Como una droga, la máquina es útil, peligrosa y formadora de hábitos. Cuanto más seguido se le rinde uno, con más fuerza esta lo atrapa. Solo hay que mirar alrededor en este momento para darse cuenta con qué siniestra velocidad la máquina nos está sometiendo a su poder.
Por empezar, está la terrible corrupción del gusto que ya se ha efectuado por un siglo de mecanización. Esto es casi demasiado obvio y demasiado generalmente admitido como para que haga falta señalarlo. Pero como único ejemplo, tomemos el gusto en su sentido más estrecho –el gusto por la buena comida. En los países altamente mecanizados, gracias a la comida enlatada, los frigoríficos, los productos saborizados sintéticamente, etc., el paladar es casi un órgano muerto. Como puede verse mirando cualquier verdulería, lo que la mayoría de los ingleses entienden como manzana es un pedazo de pelota de algodón altamente coloreada de Australia o Norteamérica; devorarán estas cosas, aparentemente con placer, y dejarán que las manzanas inglesas se pudran bajo los árboles. Es el aspecto brillante, estandarizado, hecho a máquina de la manzana norteamericana lo que les atrae; el sabor superior de la manzana inglesa es algo que sencillamente no notan. O miremos los quesos industrializados envueltos en papel y la mantequilla ‘batida’ en cualquier almacén; o las espantosas hileras de latas que usurpan más y más espacio en cualquier negocio de comidas, incluso una lechería; o el bollo suizo de seis peniques o el helado de dos peniques; fíjense en el asqueroso subproducto químico que la gente se hecha al buche con el nombre de cerveza. Dondequiera que uno mire verá algún engañoso producto hecho a máquina triunfando sobre el producto pasado de moda que todavía sabe a algo distinto al aserrín. Y lo que se aplica a la comida también se aplica a los muebles, las casas, las ropas, los libros, los entretenimientos y todo lo demás que hace a nuestro entorno. Hoy hay millones de personas, y cada año hay más, para quienes los alaridos de la radio no solo es un trasfondo más aceptable sino más normal para sus pensamientos que el mugido del ganado o el canto de los pájaros. La mecanización del mundo no podría ir muy lejos si el gusto, incluyendo las papilas gustativas, permaneciera incorrupto, porque en ese caso la mayoría de los productos de la máquina sencillamente no serían deseados. En un mundo saludable no habría demanda de comida enlatada, aspirinas, gramófonos, sillas de caño tubular, ametralladoras, diarios, teléfonos, automóviles, etc., etc.; y por otra parte habría una demanda constante de las cosas que la máquina no puede producir. Pero mientras tanto la máquina está aquí, y sus efectos corruptores son casi irresistibles. Uno protesta contra esto, pero lo sigue usando. Incluso un salvaje con el culo al aire, si tiene la oportunidad, aprenderá los vicios de la civilización en unos pocos meses. La mecanización lleva a la decadencia del gusto, la decadencia del gusto lleva a la demanda de artículos producidos a máquina y por consiguiente a más mecanización, y de ese modo se establece un círculo vicioso.
Pero además de esto hay una tendencia para que la mecanización del mundo continúe de modo automático, independientemente de que lo queramos o no. Esto se debe al hecho que en el moderno hombre occidental la facultad de la invención mecánica ha sido alimentada y estimulada hasta alcanzar poco menos que el estatus de un instinto. Las personas inventan nuevas máquinas y mejoran las existentes casi inconscientemente, más bien como un sonámbulo que trabajara durante el sueño. En el pasado, cuando se daba por descontado que la vida en este planeta era dura o en todo caso trabajosa, parecía el destino natural seguir usando los toscos implementos de nuestros antecesores, y sólo unos pocos excéntricos, separados por siglos, proponían innovaciones; por eso durante muchísimos siglos cosas tales como la carreta de bueyes, el arado, la hoz, etc., permanecieron sin cambios radicales. Se sabe que los tornillos se han usado desde épocas remotas de la antigüedad y sin embargo no fue hasta la mitad el siglo diecinueve que a alguien se le ocurrió hacer los tornillos poniéndoles una punta filosa; por varios miles de años permanecieron con la punta mocha y había que hacer agujeros para insertarlos. En nuestra época una cosa de esas sería impensable. Porque casi todo hombre occidental tiene la facultad de inventiva más o menos desarrollada; el hombre de occidente inventa máquinas con la facilidad que el polinesio nada. Dele a un hombre occidental un trabajo de esfuerzo y de inmediato empezará a diseñar una máquina para que lo haga por él; dele una máquina y pensará las maneras de mejorarla. Comprendo bastante bien esta tendencia, porque de una manera ineficaz yo mismo tengo ese tipo de mentalidad. No tengo ni la paciencia o la destreza mecánica para diseñar ninguna máquina que funcione, pero permanentemente estoy viendo los fantasmas de posibles máquinas que me ahorren la molestia de usar mis músculos o mi cerebro. Una persona con una inclinación mecánica más marcada construiría alguno de ellos y los pondría en funcionamiento. Pero bajo nuestros sistema económico actual, el hecho de construirlos –o más bien, de que algún otro se beneficie con ellos– dependería de que fuesen comercialmente valiosos. Los socialistas tienen razón, entonces, cuando afirman que la tasa de progreso mecánico será mucho más rápida una vez que se establezca el socialismo. Dada una civilización mecanizada el proceso de invención y mejora siempre continuará, pero la tendencia del capitalismo es a enlentecerla, porque bajo el capitalismo toda invención que no permita una ganancia casi inmediata es descartada; algunas, de hecho, que amenazan con reducir ganancias son suprimidas de manera casi tan despiadadamente como el vidrio flexible mencionado por Petronio.[2] Establecido el socialismo –eliminado el principio de ganancia– el inventor tendrá las manos libres. La mecanización del mundo, ya lo suficientemente rápida, será o por lo menos puede llegar a ser, enormemente acelerada.
Y esta perspectiva es ligeramente siniestra, porque es obvio incluso hoy que el proceso de mecanización está fuera de control. Sucede meramente porque la humanidad adquirió el hábito. Un químico perfecciona un nuevo método de sintetizar goma, o un mecánico diseña un nuevo modelo de conectores de biela. ¿Por qué? No por ningún propósito claramente entendido, sino simplemente de inventar y mejorar, que ahora se ha vuelto instintivo. Pongamos un pacifista a trabajar en una fábrica de bombas y en dos meses estará diseñando un nuevo tipo de bomba. De allí la aparición de cosas tan diabólicas como los gases venenosos, que ni sus inventores esperan que sean beneficiosos para la humanidad. Nuestra actitud hacia cosas semejantes como los gases venenosos debe ser la actitud del rey de Brobdingnag hacia la pólvora, pero como vivimos en una era científica y mecánica estamos infectados con la noción de que, pase lo que pase, el ‘progreso’ debe continuar y el conocimiento nunca debe ser suprimido. Verbalmente, sin duda, estaríamos de acuerdo en que la máquina está hecha para el hombre y no el hombre para la máquina; en la práctica, cualquier intento de controlar el desarrollo de la máquina se nos aparece como un ataque al conocimiento y por consiguiente una especie de blasfemia. E incluso si toda la humanidad se rebelase súbitamente contra la máquina y decidiera escaparse hacia un modo de vida más simple, el escape sería inmensamente difícil. No serviría de nada, como en el Erewhon de Butler, destrozar toda máquina inventada después de cierta fecha; tendríamos que destrozar además el hábito mental que casi involuntariamente diseñaría máquinas nuevas tan pronto como las viejas han sido destrozadas. Y en todos nosotros hay por lo menos un tinte de ese hábito mental. En todo país del mundo el enorme ejército de científicos y técnicos, con el resto de nosotros resollando a sus talones, marcha por la ruta del ‘progreso’ con la ciega persistencia de una columna de hormigas. Relativamente poca gente desea que suceda, mucha gente no quiere activamente que suceda, y sin embargo sucede. El proceso de mecanización se ha convertido en sí mismo en una máquina, un enorme vehículo rutilante llevándonos en un torbellino no se sabe dónde, pero probablemente hacia el mullido mundo de Wells y el cerebro en la botella.
Este entonces es el caso contra la máquina. Si es o no es un caso sólido, apenas importa. La cuestión es que estos argumentos u otros muy similares serán repetidos por cada persona hostil a la civilización de la máquina. Y desafortunadamente, por causa de esa asociación de pensamiento, ‘socialismo-progreso-maquinaria-Rusia-tractores-higiene-progreso mecánico’, que existe en la mente de casi todos, usualmente es esa misma persona la que es hostil al socialismo. La clase de persona que odia la calefacción central y las sillas de caño estructural es también la clase de persona que, cuando se menciona al socialismo, murmura algo sobre el ‘estado colmena’ y se aleja con una expresión de disgusto. Hasta donde he podido observar, muy pocos socialistas comprenden por qué esto es así, o incluso que sea así. Arrincone al socialista más elocuente, repítale la sustancia de lo que he dicho en este capítulo, y vea qué clase de respuesta recibe. De hecho obtendrá varias respuestas; las conozco tan bien que me las sé de memoria.
En primer lugar le dirá que es imposible ‘retroceder’ (o ‘retrasar la mano del progreso’ –como si la mano del progreso no hubiese sido retrasada violentamente varias veces en la historia humana), y después lo acusará de ser un medieval y empezará a disertar sobre los horrores de la Edad Media, lepra, la Inquisición, etc. En realidad la mayoría de los ataques a la Edad Media y al pasado hechos generalmente por apologistas de la modernidad no vienen al caso, porque su truco principal es proyector un hombre moderno, con sus remilgues y sus altos estándares de confort, en una época en la que tales cosas eran inauditas. Pero es de notar que en ninguno de los casos se trata de una respuesta. Porque una aversión por el futuro mecanizado no implica la más mínima reverencia por cualquier período del pasado. D.H. Lawrence, más sabio que el medievalista, eligió idealizar a los etruscos de quienes sabemos relativamente poco –o a los pelasgos, o a los aztecas, o a los sumerios, o cualquier otro pueblo extinguido y romántico. Cuando uno pinta una civilización deseada, la describe meramente como un objetivo; no hay necesidad de pretender que alguna vez existió en el tiempo y el espacio. Sugiera este punto en casa, explique que desea simplemente apuntar a que se haga una vida más simple y más dura en vez de más blanda y más compleja, y los socialistas usualmente asumirán que uno quiere volver a un ‘estado natural’ –queriendo decir alguna hedionda caverna paleolítica; como si no hubiese nada entre un picapiedra y las acerías de Sheffield, o entre un chinchorro de cuero y el Queen Mary.
Finalmente, de todos modos, obtendrá una respuesta que va más bien al punto y que es más o menos así: ‘Sí, lo que usted dice está muy bien, en cierto modo. Sin duda sería muy noble endurecernos y arreglarnos sin aspirinas ni calefacción central y todo eso. Pero la cuestión es que nadie, como usted ve, lo quiere seriamente. Sería retroceder a un modo de vida agrícola, que significa trabajo bestialmente duro y no es en absoluto como jugar a hacer jardinería. Yo no quiero trabajo duro, usted no quiere trabajo duro –nadie que sepa lo que es lo quiere. Usted solo habla así porque nunca trabajó ni un día en toda su vida.’ Etc., etc.
Bueno, esto es verdad en cierto sentido. Equivale a decir, ‘Somos débiles –¡por Dios, déjenos seguir siendo débiles!’ lo que por lo menos es realista. Como ya lo he señalado, la máquina nos tiene atrapados y escaparnos resultará inmensamente difícil. Sin embargo esta respuesta es en realidad una evasión, porque no deja en claro lo que queremos decir cuando decimos que ‘queremos’ esto o aquello. Soy un degenerado moderno semi intelectual que moriría si no tengo mi diaria taza de té matinal y mi New Statesman todos los viernes. Con toda claridad, en un sentido, yo no ‘quiero’ volver a un modo de vida más simple, más duro y probablemente agrícola. En el mismo sentido, no ‘quiero’ dejar de beber, pagar mis deudas, hacer ejercicio, serle fiel a mi esposa, etc., etc. Pero en otro sentido y más pertinente sí quiero estas cosas, y quizás en el mismo sentido quiero una civilización en la que el ‘progreso’ no se defina como hacer el mundo seguro para los hombrecillos gordos. Estos que he esbozado son prácticamente los únicos argumentos que me ha sido posible obtener de los socialistas –socialistas pensantes y leídos– cuando intenté explicarles que lo único que hacen es espantar posibles adherentes. Por supuesto siempre está el viejo argumento de que el socialismo llegará de todos modos, ya sea que la gente lo quiera o no, por esa cosa llamado ‘necesidad histórica’. Pero la ‘necesidad histórica’, o más bien la creencia en ella, no consiguió sobrevivir a Hitler.
Mientras tanto la persona pensante, por su intelecto usualmente izquierdista pero por temperamento a menudo derechista, flota a las puertas del redil socialista. Sin duda es consciente de que debería ser socialista. Pero observa primero la opacidad de los socialistas individuales, luego la aparente blandura de los ideales socialistas, y cambia de rumbo. Hasta no hace mucho era natural virar al indiferentismo. Diez años atrás, incluso cinco años atrás, el típico caballero literario escribía libros sobre el barroco y la arquitectura y su espíritu estaba por encima de la política. Pero esa actitud se está volviendo difícil e incluso fuera de moda. Los tiempos se están poniendo más difíciles, los problemas son más claros, la creencia de que nada cambiará jamás (por ejemplo que nuestros dividendos siempre estarán a salvo) es menos prevalente. El cerco sobre el que se sienta el caballero literario, cómodo en un tiempo como el almohadón mullido de una butaca de catedral, hoy le pincha insoportablemente el traste; muestra cada vez más una disposición a caer de un lado u otro. Es interesante notar cuántos de nuestros principales escritores, que doce años atrás eran decididamente devotos del arte por el arte y habrían considerado demasiado vulgar incluso para las palabras votar en una elección general, hoy están tomando una posición política definida, mientras la mayoría de los escritores más jóvenes, por lo menos los que no son meros petimetres, han sido ‘políticos’ desde el comienzo. Creo que cuando la emergencia llegue existe el peligro terrible de que el principal movimiento de la intelligentsia será hacia el fascismo. Respecto de cuán pronto llegará la emergencia es difícil decirlo; depende probablemente de los eventos en Europa; pero puede ser que dentro de dos años o incluso un año, hayamos alcanzado el momento decisivo. Ese será también el momento en que cada persona con dos dedos de frente o un poco de decencia sabrá en carne propia que debería estar del lado socialista. Pero no necesariamente llegará allí por su propia voluntad; hay demasiados prejuicios viejos que se ponen en el camino. Tendrá que ser persuadida, y por métodos que impliquen una comprensión de su punto de vista. Los socialistas no pueden darse el lujo de perder más tiempo sermoneando a los convertidos. Su tarea de hoy es hacer socialistas lo más rápido posible; en lugar de lo cual, demasiado a menudo, hacen fascistas.
Cuando hablo de fascismo en Inglaterra, no pienso necesariamente en Mosley[3] y sus granujosos seguidores. El fascismo inglés, cuando llegue, probablemente sea del tipo calmo y sutil (presumiblemente, por lo menos al principio, no será llamado fascismo), y es dudoso si un pesado dragón estilo Gilbert y Sullivan[4] de la estampa de Mosley será alguna vez más que una broma para la mayoría de los ingleses; aunque incluso Mosley soportará ver, porque la experiencia muestra (vide las carreras de Hitler, Napoleón III) que para un trepador político a veces es una ventaja no ser tomado muy en serio al principio de su carrera. Pero lo que pienso en este momento es en la actitud mental fascista, que más allá de cualquier duda gana terreno entre la gente que debería tener un mejor conocimiento del asunto. El fascismo tal como aparece en el intelectual es una suerte de imagen en el espejo –no realmente del socialismo sino de un travestismo aceptable del socialismo. Se reduce a una determinación de hacer lo opuesto de cualquier cosa que haga el mítico socialista. Si se presenta al socialismo bajo una luz pobre y engañosa –si se deja que las personas imaginen que no significa mucho más que tirar la civilización europea por la cloaca ante la orden de los pedantes marxistas –se arriesga a empujar al intelectual hacia el fascismo. Se lo asusta poniéndolo en una suerte de enojosa actitud defensiva en la que simplemente se rehúsa a escuchar la causa socialista. Una actitud de ese tipo ya es bien perceptible en escritores como Pound, Wyndham Lewis, Roy Campbell, etc., en la mayoría de los escritores católicos y en muchos del grupo Douglas Credit[5], en ciertos novelistas populares e incluso, si uno mira bajo la superficie, en superiores eruditos conservadores como Eliot y sus incontables seguidores. Si quiere ver un cuadro inequívoco del crecimiento del sentimiento fascista en Inglaterra, échele un vistazo a algunas de las innumerables cartas que se escribieron a los diarios durante la guerra abisinia, aprobando las acciones italianas, y también los aullidos de alegría surgidos de los púlpitos cristianos y anglicanos a la vez (ver el Daily Mail del 17 de agosto de 1936) sobre el surgimiento del fascismo en España.
Para poder combatir el fascismo es necesario entenderlo, lo que incluye admitir que contiene algo de bueno como también mucho de malo. En la práctica, por supuesto, es meramente una tiranía infame, y sus métodos de conseguir y sostener el poder son tales que incluso sus más ardientes apologistas prefieren hablar de otra cosa. Pero el sentimiento subyacente del fascismo, el sentimiento que primero atrae a la gente al campo del fascismo, puede ser menos despreciable. No es siempre, como el Saturday Review llevaría a pensar, un chillido de terror por el cuco bolchevique. Cualquiera que haya observado el movimiento aunque sea un poco sabe que el fascista del montón es a menudo una persona bastante bien intencionada –muy genuinamente ansiosa, por ejemplo en mejorar a todos los desempleados. Pero más importante que esto es el hecho que el fascismo saca sus fuerzas tanto de las cosas buenas como de las cosas malas del conservadorismo. Para alguien con un sentimiento por la tradición y la disciplina viene con su atractivo prefabricado. Probablemente sea demasiado fácil, cuando uno se ha indigestado con la propaganda socialista más desubicada, ver el fascismo como la última línea defensiva de todo lo bueno de la civilización europea. Incluso el fascista matón en su peor expresión, con cachiporra de goma en una mano y una botella de aceite de castor en la otra, no necesariamente se siente un matón; más probablemente se siente como Rolando en el paso de Roncesvalles, defendiendo el cristianismo contra los bárbaros. Debemos admitir que si el fascismo avanza por todas partes, esto es en gran medida culpa de los mismos socialistas. En parte se debe a la errónea táctica comunista de sabotear la democracia, por ejemplo serruchando la rama sobre la que se sienta; pero aún más al hecho de que los socialistas han presentado su caso, por así decirlo, poniendo adelante el extremo equivocado. Jamás pusieron suficientemente en claro que los objetivos esenciales del socialismo son la justicia y la libertad. Con los ojos pegados a las cuestiones económicas, procedieron asumiendo que el hombre no tiene alma, y explícita o implícitamente establecieron el objetivo de una Utopía materialista. Como resultado el fascismo ha sido capaz de aprovecharse de cada instinto que se rebela contra el hedonismo y una concepción barata del ‘progreso’. Ha sido capaz de posar como el defensor de la tradición europea y de apelar al credo católico, al patriotismo y las virtudes militares. Es mucho peor que inútil descartar el fascismo como ‘sadismo de masas’, o alguna frase fácil por el estilo. Si uno pretende que es meramente una aberración que pronto pasará por decisión propia, estará soñando un sueño del que despertará cuando alguien le aplique un coscorrón con una cachiporra de goma. El único curso posible es examinar el argumento fascista, entender que hay algo que decir en su favor, y después dejar en claro ante el mundo que lo cualquier cosa buena que tenga el fascismo también está implícito en el socialismo.
Hoy la situación es desesperante. Incluso si nada peor nos sucediese, están las condiciones que describí en la primera parte de este libro y que no van a mejorar bajo nuestro sistema económico actual. Todavía más urgente es el peligro de la dominación fascista en Europa. Y a menos que la doctrina socialista, de una manera efectiva, pueda ser ampliamente y muy rápidamente difundida, no hay certeza de que el fascismo vaya a ser expulsado alguna vez. Porque el socialismo es el único enemigo verdadero que el fascismo tiene que enfrentar. Los gobiernos capitalistas-imperialistas, incluso aunque ellos mismos están por derrumbarse, no pelearán con ninguna convicción contra el fascismo como tal. Nuestros gobernantes, aquellos que comprenden el problema, posiblemente preferirán entregar cada metro cuadrado del imperio británico a Italia, Alemania y Japón antes que ver triunfar al socialismo. Era fácil reírse del fascismo cuando nos imaginábamos que se basaba en un nacionalismo histérico, porque parecía obvio que los estados fascistas, viéndose cada uno como el pueblo elegido y el contra mundum patriótico se chocarían entre ellos. Pero nada de eso está sucediendo. El fascismo es hoy un movimiento internacional, que no solo significa que las naciones fascistas pueden combinarse con fines de pillaje, sino que están tanteando, quizás todavía semi conscientes, por un sistema mundial. Porque la visión del estado totalitario está siendo sustituida por la visión del mundo totalitario. Como lo señalé antes, el avance de la técnica mecánica debe conducir en última instancia hacia alguna forma de colectivismo, pero esa forma no necesariamente tiene que ser igualitaria; es decir, no tiene por qué ser el socialismo. Pace economistas, es muy fácil imaginarse una sociedad mundial, económicamente colectivista –o sea, donde se elimine el concepto de ganancia– pero con todo el poder político, militar y educativo en manos de una pequeña casta de gobernantes y sus matones. Eso o algo parecido es el objetivo del fascismo. Y ese, por supuesto, es el estado esclavista, o mejor dicho el mundo esclavista; probablemente sería una forma estable de sociedad y las probabilidades existen, considerando la enorme riqueza del mundo científicamente explotado, de que los esclavos estuviesen bien alimentados y contentos. Es habitual hablar del objetivo fascista como el ‘estado colmena’ lo que efectivamente es una grave injusticia con las abejas. Un mundo de conejos gobernado por armiños sería algo más aproximado. Es contra esta posibilidad bestial que debemos unirnos.
La única cosa a favor de la cual podemos unirnos es el ideal subyacente del socialismo; justicia y libertad. Pero es apenas suficientemente fuerte llamar ‘subyacente’ a este ideal. Está casi por completo olvidado. Ha sido sepultado bajo capa tras capa de pedantería doctrinaria, cháchara partidaria y ‘progresismo’ a medio hornear hasta convertirse en un diamante escondido bajo una montaña de bosta. La tarea de los socialistas es recuperarlo. Justicia y libertad. Esas son las palabras que deben sonar como un bugle por todo el mundo. Durante un largo tiempo, ciertamente los últimos diez años, las mejores melodías fueron para el demonio[6]. Hemos llegado a una etapa en que la misma palabra ‘socialismo’ evoca, por una parte, un cuadro de aeroplanos, tractores y enormes fábricas relucientes de vidrio y hormigón; por otra parte, un cuadro de vegetarianos con barbas marchitas, de comisarios bolcheviques (mitad gánster, mitad gramófono), de serias damas en sandalias, marxistas desgreñados mascando polisílabos, cuáqueros fugados, fanáticos del control de la natalidad y sórdidos arrastrados del partido laborista. El socialismo, al menos en esta isla, ya no huele a revolución y a expulsión de tiranos; huele a irritabilidad, adoración de la máquina y el estúpido culto de Rusia. A menos que se pueda remover ese olor, y muy rápidamente, el fascismo puede ganar.
[1] Cadena de casas de té en Inglaterra.
[2] Por ejemplo; hace unos años alguien inventó una púa de gramófono que duraría décadas. Una de las grandes compañías de gramófonos compró los derechos de patente y eso fue lo último que se supo del asunto. (Nota de Orwell).
[3] Fundador del partido Unión Fascista Británica.
[4] Famoso dúo de compositores de operetas.
[5] Partido político australiano que proponía la teoría de C.H. Douglas de que hubiese una absoluta seguridad económica para cada ser humano en el mundo.
[6] Los católicos se oponían a que se cantara en las iglesias, salvo los himnos religiosos; los metodistas cantaban hermosas melodías, pero, según los otros, le cantaban al demonio.