Compartimos el octavo capítulo de El camino a Wigan Pier, un libro de George Orwell en el que el autor analizó la vida de los obreros en la década del ´30. Este es el primer capítulo de la segunda parte del libro, en esta segunda parte se desarrolla el afamado «testamento ideológico» de Orwell. Los capítulos anteriores pueden encontrarlo en este link. La traducción es de Marcelo Zabaloy y las ilustraciones de María Lublin.
El camino de Mandalay a Wigan es largo y las razones para tomarlo no son inmediatamente claras.
En los primeros capítulos de este libro hice una reseña más bien fragmentaria de varias cosas que vi en las regiones carboníferas de Lancashire y Yorkshire. Fui allí en parte porque quería ver lo que es el desempleo en su peor expresión y en parte para ver bien de cerca la parte más típica de la clase trabajadora inglesa. Esto era necesario para mí como parte de mi acercamiento al socialismo. Porque antes de que uno pueda estar seguro de si está genuinamente a favor del socialismo tiene que decidir si las cosas en el presente son tolerables o no son tolerables, y debe tomar una actitud definitiva respecto de la terriblemente difícil cuestión de clase. Aquí voy a hacer una digresión y explicaré cómo evolucionó mi propia actitud sobre la cuestión de clase. Obviamente esto incluye escribir una cierta cantidad de autobiografía, y no lo haría si no pensara que soy suficientemente representativo de mi clase, o más bien sub casta, para tener una cierta importancia sintomática.
Nací en lo que puede describirse como la clase media baja. La clase media alta, que tuvo su apogeo en los ochenta y los noventa con Kipling como su poeta laureado, fue una suerte de montón de ruinas que quedó cuando se retiró la ola de la prosperidad victoriana. O quizás sería mejor cambiar la metáfora y describirla no como un montón sino una capa –la capa de la sociedad ubicada entre las £2000 y £300 por año; mi propia familia no estaba lejos del fondo. Como ven lo defino en términos de dinero, porque siempre es el modo más rápido de hacerse entender. Sin embargo, la cuestión esencial sobre el sistema de clases inglés es que no es completamente explicable en términos de dinero. Es más o menos una estratificación económica, pero al mismo tiempo está recíprocamente penetrada por una especie de sombrío sistema de castas; más bien como un moderno bungalow de gelatina obsesionado por espectros medievales. De allí el hecho de que la clase media alta se extiende o se extendía hasta ingresos tan bajos como las £300 por año –hasta ingresos efectivamente mucho menores que los de gente de simple clase media sin pretensiones sociales. Probablemente hay países donde se puede predecir las opiniones de un hombre según sus ingresos, pero nunca es seguro hacer esto en Inglaterra; siempre hay que considerar también sus tradiciones. Un oficial naval y su almacenero muy probablemente tengan el mismo ingreso, pero no son personas equivalentes y solo estarán del mismo lado en asuntos muy grandes como la guerra o una huelga general –y posiblemente ni siquiera entonces.
Por supuesto ahora es obvio que la clase media alta está fundida. En cada ciudad rural del sur de Inglaterra, por no mencionar los monótonos baldíos de Kensington y Earl’s Court[1], quienes los vieron en sus días de gloria están muriendo, vagamente amargados por un mundo que no se ha comportado como debía. Nunca abro un libro de Kipling o entro en una de las enormes tiendas sombrías que en un tiempo fueron la guarida favorita de la clase media alta sin pensar: ‘Veo cambio y decadencia en todo alrededor.’[2] Pero antes de la guerra la clase media alta, aunque ya no muy próspera todavía se sentía segura de sí misma. Antes de la guerra uno era un gentleman o no era un gentleman, y si era un gentleman se esforzaba para comportarse como tal, independientemente del ingreso que tuviese. Entre los de £400 por año y los de £2000 o incluso £1000 por año se extendía un gran golfo, pero un golfo que aquellos con £400 por año hacían todo lo posible por ignorar. Probablemente la marca distintiva de la clase media alta era que sus tradiciones no eran comerciales en lo más mínimo sino principalmente militares, oficiales y profesionales. Las personas de esta clase no poseían tierras, pero se sentían terratenientes a los ojos de Dios y mantenían una visión semi aristocrática al dedicarse a las profesiones y las fuerzas armadas antes que al comercio. Los niños acostumbraban contar los carozos en sus platos y escudriñar sus futuros entonando ‘Ejército, Armada, Iglesia, Medicina, Ley’; e incluso de éstas, ‘Medicina’ era ligeramente inferior a las otras y sólo incluida por cuestiones de simetría. Pertenecer a esta clase cuando uno estaba en el nivel de las £400 por año era un asunto curioso porque significaba que su gentilidad era casi puramente teórica. Uno vivía, por así decirlo, simultáneamente en dos niveles. Teóricamente uno lo sabía todo sobre sirvientes y cómo darles propina,[3] aunque en la práctica sólo tuviese uno o a lo sumo dos sirvientes con cama adentro. Teóricamente uno sabía cómo vestirse y cómo ordenar una comida, aunque en la práctica no pudiese darse el lujo de ir a un sastre decente o un a restaurante decente. Teóricamente sabía cómo disparar y montar, aunque en la práctica no tuviese caballos que montar y ni una pulgada de terreno donde disparar. Esto es lo que explicaba la atracción de la India (más recientemente Kenia, Nigeria, etc.) para la clase media baja. Las personas que iban allá como soldados y oficiales no iban para hacer dinero, porque un soldado o un oficial no hace dinero; iban porque en India, con caballos baratos, tiro gratis, y hordas de sirvientes negros, era fácil jugar a ser un gentleman.
En la clase de familia gentil venida a menos sobre la que hablo hay mucha más conciencia de la pobreza que en cualquier familia de la clase obrera por encima del nivel del subsidio por desempleo. El alquiler, la ropa y las facturas del colegio son una pesadilla interminable, y cada lujo, incluso un vaso de cerveza, es una extravagancia injustificable. Prácticamente todo el ingreso familiar se va en mantener las apariencias. Es obvio que esta clase de gente está en una situación anómala, y uno puede verse tentado a excluirlos como meras excepciones y por eso intrascendentes. En realidad, sin embargo, son o fueron bastante numerosas. La mayoría de los clérigos y los maestros de escuela, por ejemplo, casi todos los oficiales anglo indios, un pequeño número de soldados y marineros y un buen número de profesionales y artistas, caen dentro de esta categoría. Pero la verdadera importancia de esta clase es que ellos son los paragolpes de la burguesía. La verdadera burguesía, quienes están en la clase de las £2000 al año y más, tienen su dinero como una gorda capa de relleno entre ellos y la clase que saquean; en la medida en que son mínimamente conscientes de la Clases Bajas, son conscientes de ellos como empleados, sirvientes y comerciantes. Pero es muy diferente para los pobres diablos de más abajo que se esfuerzan por vivir una vida de noble con unos ingresos que son virtualmente de clase obrera. Estos últimos están obligados a un contacto cercano, y en un sentido íntimo, con la clase obrera, y sospecho que es de ellos que se deriva la tradicional actitud de clase alta hacia la ‘gente común’.
¿Y cuál es esta actitud? Una actitud de desdeñosa superioridad acentuada por explosiones de odio vicioso. Miremos cualquier número de Punch de los últimos treinta años. Por todas partes se dará por sentado que una persona de la clase trabajadora, como tal, es una figura cómica, excepto en raras ocasiones cuando muestra signos de ser demasiado próspero, en cuyo caso deja de ser una figura cómica y se convierte en demonio. No tiene caso gastar saliva denunciando esta actitud. Es mejor considerar cómo surgió y para hacer eso uno tiene que darse cuenta de cómo se ven las personas de la clase trabajadora para quienes viven entre ellos pero tienen diferentes hábitos y tradiciones.
Una familia de clase media venida a menos está casi en la misma posición que los ‘blancos pobres’ viviendo en una calle donde todos los demás son negros. En tales circunstancias uno tiene que aferrarse a su nobleza porque es lo único que tiene; y mientras tanto es odiado por su engreimiento y por el acento y los modales que lo rotulan como uno de la patronal. Yo era muy joven, no tenía más de seis años, cuando me di cuenta por primera vez de las distinciones de clase. Antes de esa edad mis héroes principales habían sido personas de la clase trabajadora, porque siempre parecían hacer cosas tan interesantes, como ser pescadores y herreros y albañiles. Recuerdo los peones rurales de una chacra en Cornwall que solían dejarme subir a la hoyadora cuando sembraban rabanitos y que a veces agarraban unas ovejas y las ordeñaban para darme un trago; y los obreros construyendo el edificio vecino, que me dejaban jugar con la mezcla húmeda y de quienes aprendí la palabra ‘b——-‘ [4]; y el plomero de calle arriba con cuyos hijos solía ir a robar nidos. Pero no pasó mucho tiempo antes de que me prohibieran jugar con los hijos del plomero; ello eran ‘comunes’ y me dijeron que debía mantenerme alejado de ellos. Esto era un esnobismo, si se quiere, pero además era necesario, porque la gente de clase media no puede permitirse que sus hijos crezcan con acentos vulgares. Así que, muy temprano la clase obrera dejó de ser una raza de seres amables y maravillosos y se convirtió en una raza de enemigos. Nos dábamos cuenta de que nos odiaban, pero nunca podíamos comprender por qué, y naturalmente lo adjudicamos a una pura maldad viciosa. Para mí en mi temprana niñez, a casi todos los chicos de familias como la mía, las personas ‘comunes’ nos parecían casi subhumanas. Tenían caras toscas, acentos horribles y modales groseros, odiaban a todos los que no eran como ellos y si tenían una mínima oportunidad lo insultaban a uno de manera brutal. Esa era nuestra visión sobre ellos, y aunque fuera falsa era entendible. Porque hay que recordar que antes de la guerra había en Inglaterra mucho más odio indisimulado a la clase obrera del que existe hoy. En aquellos tiempos era muy probable ser insultado por el simple hecho de parecer un miembro de las clases altas; hoy en día, por el contrario, es más probable ser adulado. Cualquiera que tenga más de treinta años puede recordar la época en que era imposible para una persona bien vestida caminar por una calle de una villa miseria sin ser abucheado. Barrios enteros de ciudades grandes eran considerados inseguros a causa de los ‘hooligans’ (hoy un tipo casi extinguido)[5], y por todos lados el niño callejero de Londres, con su vozarrón y su falta de escrúpulos intelectuales, podía hacerle la vida imposible a la gente que consideraba que no valía la pena responderle. Un terror recurrente en mis vacaciones, siendo un niño pequeño, era el que sentía por las bandas de ‘granujas’ que eran capaces de atacar de a cinco o de a diez contra uno. En tiempos de clase, por otra parte, éramos nosotros quienes estábamos en mayoría y los ‘granujas’ eran los oprimidos; recuerdo un par de salvajes batallas campales en el frío invierno de 1916-17. Y esta tradición de abierta hostilidad entre la clase alta y la clase baja aparentemente ha sido igual desde hace por lo menos un siglo. Un típico chiste en Punch en los años sesenta era un dibujo de un gentleman inquieto cabalgando por un callejón de una villa miseria y una multitud de chicos de la calle cercándolo a la voz de ‘¡acá viene un ‘pituco’, espantémosle el ‘matungo’! Muy probablemente lo rodearan con la vaga esperanza de una propina. En los últimos doce años la clase trabajadora inglesa se ha vuelto servil con una rapidez más bien aterradora. Esto tenía que suceder, porque el arma temible del desempleo la acobardó. Antes de la guerra su posición económica era relativamente fuerte, porque si bien no existía el respaldo del subsidio por desempleo, no había mucho desempleo, y el poder de la patronal no era tan obvio como lo es hoy. Un hombre no veía la ruina mirándolo a la cara cada vez que se insolentaba con un ‘pituco’, y naturalmente se insolentaba con un ‘pituco’ cada vez que le resultaba seguro hacerlo. G.J. Reiner, en su libro sobre Oscar Wilde, señala que las extrañas y obscenas explosiones de furia popular que siguieron al juicio de Wilde fueron esencialmente de carácter social. La pandilla de Londres había agarrado a un miembro de la clase alta como quien dice en un sobresalto y se ocuparon de mantenerlo saltando. Todo esto era natural e incluso apropiado. Si uno trata a la gente como la clase obrera ha sido tratada en Inglaterra en los últimos dos siglos, tiene que esperar que se resienta. Por otra parte los hijos de familias de clase media venida a menos no podían ser culpados si crecían con odio por la clase obrera, que eran para ellos unas pandillas de ‘granujas’ merodeadores.
Pero había otra dificultad y más seria. Aquí llegamos al verdadero secreto de las distinciones de clase en occidente –la verdadera razón por la que un europeo de origen burgués, incluso cuando se dice comunista, no puede pensar sin esfuerzo en un hombre de la case trabajadora como su par. Queda resumido en cuatro palabras horribles que hoy en día la gente teme pronunciar, pero que eran repetidas muy libremente en mi niñez. Esas palabras eran: Las clases bajas hieden.
Eso era lo que se nos enseñaba –Las clases bajas hieden. Y aquí, obviamente, uno está ante una barrera infranqueable. Porque ningún sentimiento de gusto o de disgusto es tan fundamental como un sentimiento físico. El odio de raza, el odio religioso, las diferencias de educación, de temperamento, de inteligencia, incluso las diferencias de código moral, pueden ser superadas; pero la repulsión física no. Se puede tener afecto por un asesino o un sodomita, pero no se puede sentir afecto por un hombre cuyo aliente hiede –que habitualmente hiede, quiero decir. Por mucho bien que se le desee, por mucho que se admire su inteligencia y su carácter, si su aliento hiede es horrible y en lo profundo del corazón uno lo odia. Puede no importar mucho si la persona de clase media promedio es criada para creer que los trabajadores son ignorantes, haraganes, borrachos, groseros y deshonestos; el daño se hace cuando se lo cría para que crea que son sucios. Y en mi niñez se nos criaba para creer que eran sucios. A una edad muy temprana uno adquiría la idea de que había algo sutilmente repulsivo en el cuerpo de un trabajador; uno no se les acercaba más de lo imprescindible. Veía un obrero sudado caminando por la calle, con el pico al hombro; miraba su camisa descolorida y sus pantalones de corderoy rígidos con la tierra de una década; pensaba en esos conjuntos y capas de grasientos andrajos debajo, y, debajo de todo, el cuerpo sin bañar, todo marrón (así era como yo los imaginaba), con su fuerte aliento a tocino. Uno veía un vagabundo quitándose las botas en un charco –¡puaj! A nadie se le ocurría pensar seriamente que el vagabundo pudiese no disfrutar de tener los pies negros. E incluso personas de ‘clase baja’ indudablemente muy limpias –sirvientes, por ejemplo– eran débilmente poco apetecibles. El olor de su transpiración, la textura misma de su piel, eran misteriosamente diferentes de las propias.
Todos los que se criaron sin comerse las eses y en una casa con baño y una sirvienta probablemente han crecido con estos sentimientos; de allí la cualidad abismal, infranqueable, de las distinciones de clase en Occidente. Es raro lo poco que esto se admite. Por el momento sólo puedo pensar en un solo libro donde se expone sin rodeos, y es el libro de Mr. Somerset Maugham, En un biombo chino. Mr. Maugham describe un alto oficial chino que llega a una taberna a la orilla del camino fanfarroneando e insultando a todo el mundo para darles la impresión de que él es un dignatario supremo y ellos solo son gusanos. Cinco minutos más tarde, habiendo afirmado su dignidad de la manera que le parece adecuada, come su cena en perfecta amistad con los culis portadores de su equipaje. Como oficial siente que debe hacer notar su presencia, pero no siente que los culis sean de un barro diferente al suyo. He observado innumerables escenas similares en Birmania. Entre los mongoles –entre todos los asiáticos, hasta donde sé– hay una suerte de igualdad natural, una intimidad fácil entre hombre y hombre, que es inconcebible en Occidente. Mr. Maugham añade:
En Occidente estamos separados de nuestros semejantes por nuestro olfato. El hombre trabajador es nuestro patrón, inclinado a manejarnos con mano de hierro, pero no se puede negar que hiede; nadie puede asombrarse de ello porque un baño a la madrugada cuando hay que ir corriendo al trabajo antes de que suenen las campanas de la fábrica no es algo placentero; tampoco el trabajo duro tiende a la dulzura; y uno no cambia las sábanas más que lo imprescindible cuando el lavado tiene que hacerlo una esposa con la lengua filosa. No acuso al obrero porque hiede, pero que hiede, hiede. Esto dificulta las relaciones sociales a las personas de narinas sensibles. El baño matinal divide las clases más efectivamente que la cuna, la riqueza o la educación.
Mientras tanto, ¿es cierto que las ‘clases bajas’ hieden? Por supuesto, en su conjunto, son más sucias que las clases altas. Tienen que serlo, considerando las circunstancias en las que viven, porque a estas alturas menos de la mitad de las casas en Inglaterra tienen baño. Además, el hábito de bañarse todos los días es muy reciente en Europa, y las clases trabajadoras son generalmente más conservadoras que la burguesía. Pero los ingleses se están volviendo visiblemente más limpios, y podemos esperar que dentro de un siglo serán casi tan limpios como los japoneses. Es una pena que quienes idealizan a la clase obrera piensen tan a menudo que es necesario elogiar cada característica de los trabajadores y pretender por ello que de alguna manera la mugre es en sí misma meritoria. En este punto, muy curiosamente, el socialista y el católico democrático sentimental del tipo de Chesterton a veces se dan la mano; ambos dirán que la mugre es sana y ‘natural’ y la pulcritud es simplemente una moda o en el mejor de los casos un lujo.[6] Parece que no ven que lo único que hacen es darle color a la noción de que los trabajadores son sucios por elección y no por necesidad. En realidad, la gente que tiene acceso a un baño por lo general lo usa. Pero lo esencial es que las personas de clase media creen que los trabajadores son sucios –se ve del párrafo citado arriba que el mismo Mr. Maugham lo cree– y, lo que es peor, que de alguna manera son inherentemente sucios. De niño, una de las peores cosas que podía imaginar era beber de una botella después de un obrero. Una vez a los trece años iba en un tren proveniente de una población rural y la tercera clase estaba repleta de pastores y porquerizos que habían estado vendiendo sus animales. Alguien sacó una botella de cerveza y la pasó; viajó de boca en boca, tomando cada uno un trago. No puedo narrar el terror que sentí a medida que la botella se me acercaba. Si bebía de ella después de todas esas bocas de varones de clase baja estaba seguro que vomitaría; por otra parte, si me ofrecían no me animaba a rechazarla por temor a ofenderlos –aquí se ve cómo la aprensión de la clase media opera en ambos sentidos. Hoy en día, gracias a Dios, no tengo esa clase de sentimientos. El cuerpo de un obrero no es para mí más repugnante que el de un millonario. Sigue sin gustarme beber de la misma copa o de la misma botella después de otra persona –quiero decir, de un hombre; con las mujeres no me importa– pero por lo menos la cuestión de clase no entra. Fue el hecho de intimar con vagabundos lo que me curó. Los vagabundos no son realmente muy sucios en lo que respecta a los ingleses, pero tienen el rótulo de ser sucios, y cuando uno ha compartido una cama con un vagabundo y tomado té del mismo jarro de lata, siente que ya ha visto lo peor y lo peor no le produce terror.
Me he demorado en estos temas porque son vitalmente importantes. Para desprenderse de las distinciones de clase uno tiene que empezar por comprender cómo se ve una clase en los ojos de otra. Es inútil hablar del esnobismo de las clases altas y quedarse con eso. Uno no avanza si no se da cuenta de que el esnobismo está ligado a una especie de idealismo. Proviene del entrenamiento temprano en que al niño de clase media se le enseña casi simultáneamente a lavarse el cuello, a morir por su patria y a despreciar a las ‘clases bajas’.
Aquí se me acusará de estar atrasado en el tiempo, porque yo era un niño antes y durante la guerra y se puede decir que los niños de hoy son criados con nociones más luminosas. Probablemente sea cierto que el sentimiento de clase es hoy muy poco menos amargo de lo que supo ser. Los trabajadores son sumisos cuando solían ser abiertamente hostiles, y la manufactura de ropas baratas de la postguerra y el ablandamiento general de las maneras ha bajado el tono de las diferencias superficiales entre clase y clase. Pero indudablemente el sentimiento esencial todavía está allí. Toda persona de clase media tiene latente un prejuicio de clase que sólo necesita una pequeñez para despertarse; y si es mayor de cuarenta años probablemente tenga la firme convicción de que su propia clase ha sido sacrificada en beneficio de la clase inferior. Sugiérale al típico irreflexivo promedio de noble origen que se desloma para mantener las apariencias con cuatrocientas o quinientas libras al año que él es miembro de una clase parásita explotadora y pensará que usted está loco. Con total sinceridad le señalará una docena de aspectos en los que él vive peor que un obrero. Según él los trabajadores no son una raza sumergida de esclavos; son una marea siniestra que va subiendo para tragárselo a él y a sus amigos y a su familia y para exterminar toda decencia y toda cultura. De allí esa extraña ansiedad vigilante por temor a que la clase trabajadora se vuelva demasiado próspera. En un número de Punch justo después de la guerra, cuando el carbón todavía alcanzaba precios altos, hay un dibujo de cuatro o cinco mineros con caras adustas y siniestras en un automóvil barato. Un amigo con el que se cruzan les grita preguntándoles dónde lo tomaron prestado. Le contestan, ‘¡Lo compramos!’ Esto, por lo visto, es ‘suficientemente bueno para Punch’; porque que los mineros se compren un automóvil, incluso un automóvil entre cuatro o cinco, es una monstruosidad, una suerte de crimen contra la naturaleza. Esa era la actitud de una docena de años atrás y no veo evidencia de ningún cambio fundamental. La noción de que la clase trabajadora ha sido absurdamente consentida, angustiosamente desmoralizada por los subsidios por desempleo, jubilaciones, educación gratuita, etc., es aun extensamente sostenida; se ha visto quizás un poquito sacudida por el reciente reconocimiento de que el desempleo en realidad existe. Para cantidades de personas de la clase media, probablemente para una gran mayoría de los cincuentones, el típico obrero todavía va a la Bolsa de Trabajo en motocicleta y almacena carbón en la bañera: ‘Y aunque usted no me lo crea, querida, ¡se casan viviendo del subsidio por desempleo!’
La razón por la cual el odio de clase parece estar disminuyendo es que hoy en día tiende a no publicarse, en parte debido a los melindrosos hábitos de nuestros tiempos, en parte porque los periódicos, incluso los libros hoy tienen que apelar a un público de clase obrera. Como regla uno puede estudiarlo mejor en conversaciones privadas. Pero si quiere algunos ejemplos impresos, vale la pena echarle un vistazo al obiter dictum[7] del difunto profesor Saintsbury. Saintsbury era un hombre muy instruido y en ciertos aspectos un juicioso crítico literario, pero cuando hablaba de asuntos de política o economía sólo difería de los del resto de su clase en que tenía una piel demasiado gruesa y había nacido demasiado temprano para ver alguna razón para fingir una decencia común. Según Saintsbury, el seguro por desempleo estaba simplemente ‘contribuyendo … al respaldo de holgazanes inútiles’, y todo el movimiento gremial en su conjunto no era más que una especie de pordiosería organizada:
Hoy en día la palabra ‘Paupérrimo’ es casi justiciable, ¿no es así?, aunque ser paupérrimos, en el sentido de ser total o parcialmente mantenidos a costa de otras personas, es la ardiente, y hasta un considerable punto conseguida, aspiración de una enorme proporción de nuestra población, y de todo un partido político.
(Un segundo álbum de recortes)
Es preciso destacar, sin embargo, que Saintsbury reconoce que el desempleo tiene que existir, y de hecho cree que es necesario que exista, siempre y cuando al desempleado se lo haga sufrir todo lo posible:
¿No es el trabajo ‘informal’ el verdadero secreto y la válvula de seguridad de un sistema laboral sano y robusto en general?
…En un estado industrial y comercial complicado el empleo constante con sueldos regulares es imposible; mientras el desempleo sostenido con subsidios, en algo equivalente a los salarios del empleo, para empezar es desmoralizante y en su muy próximo final, ruinoso.
(Un último álbum de recortes)
Qué les sucederá exactamente a los ‘trabajadores informales’ cuando no haya trabajo informal disponible, no se aclara. Presumiblemente (Saintsbury habla favorablemente de las ‘Leyes del buen Pobre’) irán al asilo de pobres o dormirán en la calle. Respecto de la noción de que todo ser humano como una cuestión de rutina debe tener la oportunidad de ganarse al menos una vida soportable, Saintsbury lo descarta con fastidio:
Incluso el ‘derecho de vivir’ … no se extiende más allá del derecho de protección contra el asesinato. La caridad ciertamente, la moral posiblemente, y la utilidad pública quizás deberían sumar a esta protección una provisión supererogatoria para la continuidad de la vida; pero es cuestionable si la estricta justicia lo demanda.
Respecto de la insana doctrina de que nacer en un país da algún derecho a la posesión del suelo de ese país, apenas merece que se la considere.
(Un último álbum de recortes)
Vale la pena reflexionar un momento sobre las hermosas consecuencias de este último párrafo. Lo interesante de párrafos como estos (y están diseminados en todas las obras de Saintsbury) reside en que se hayan publicado. La mayoría de las personas son un poco tímidas de poner esa clase de cosas en papel. Pero lo que Saintsbury dice aquí es lo que cualquier pequeño gusano con un buen seguro de quinientas libras al año piensa, y por lo tanto de alguna manera hay que admirarlo por haberlo dicho. Se requiere un montón de coraje para ser abiertamente tan canalla.
Esta es la mirada de un reaccionario confeso. ¿Pero qué decir de la típica persona de clase media cuyos puntos de vista no son reaccionarios sino ‘avanzados’? Debajo de su máscara revolucionaria, ¿es tan diferente del otro?
Una persona de clase media abraza el socialismo y quizás incluso se une al partido comunista. ¿Qué diferencia relevante supone? Obviamente, viviendo en el marco de una sociedad capitalista, tiene que seguir ganándose la vida, y no se lo puede culpar si se aferra a su estatus económico burgués. ¿Pero hay algún cambio en sus gustos, sus hábitos, sus maneras, su trasfondo imaginativo –su ‘ideología’, en la jerga comunista? ¿Hay algún cambio en esta persona aparte de que ahora vote por el laborismo, o, cuando es posible por el comunismo en las elecciones? Es llamativo que habitualmente se sigue identificando con su propia clase; está enormemente más a gusto con un miembro de su propia clase, que lo cree un bolchevique peligroso, que con un miembro de la clase trabajadora que supuestamente coincide con él; sus gustos en comida, vinos, ropa, libros, películas, música, ballet, son todavía gustos reconocidamente burgueses; lo más significativo de todo, invariablemente se casa con alguien de su clase. Tomemos un socialista cualquiera. Observemos al Camarada X, miembro del PCGB y autor de Marxismo para niños. El Camarada X, de hecho, es un exalumno de Eton. Estaría dispuesto a morir en las barricadas, al menos en teoría, pero uno ve que todavía lleva desprendido el último botón de su chaleco. Él idealiza al proletariado, pero es notable lo poco que sus hábitos se parecen a los de ellos. Quizás una vez, por pura balandronada, ha fumado un cigarro con la etiqueta puesta, pero le sería casi imposible ponerse en la boca trozos de queso en la punta de un cuchillo, o sentarse puertas adentro con la gorra puesta, o incluso beber té del plato[8]. Quizás los modales de la mesa no son un mal test de sinceridad. He conocido muchos burgueses socialistas, he oído durante horas sus diatribas contra su propia clase, y sin embargo nunca, ni siquiera una vez, me he encontrado con uno que haya adoptado los modales de mesa proletarios. Pero, después de todo, ¿por qué no? ¿Por qué un hombre que piensa que toda virtud reside en el proletariado todavía se toma el trabajo de tomar la sopa silenciosamente? Sólo puede ser porque en su corazón siente que las maneras proletarias son desagradables. Entonces se ve que todavía responde al entrenamiento de su niñez, cuando se le enseñó a odiar, temer y despreciar a la clase obrera.
[1] Estos barrios de Londres en los años 30 eran una zona empobrecida por una clase media en retroceso.
[2] Estribillo de un himno religioso, ‘Quédate conmigo’ del escocés Henry Francis Lyte, basado en Lucas, 24:29
[3] Porque increíblemente hay un mil modos ingleses de ofrecer una propina sin que resulte ofensivo; por ejemplo en los pubs se le ofrece una copa al barman en vez de dejarle dinero.
[4] La ‘b——-‘ sirve en la jerga argentina.
[5] Por lo visto ha renacido.
[6] Según Chesterton, la mugre es simplemente una especie de ‘incomodidad’ y por lo tanto cuenta como autoflagelación. Desafortunadamente la incomodidad de la mugre la sufre básicamente otra persona. No es realmente muy incómodo andar mugriento -ni remotamente tan incómodo como darse una ducha fría en una mañana de invierno.
[7] Argumento empleado en una resolución judicial sin relevancia para el fallo (DRAE).
[8] algunas personas vertían el té en el plato para que se enfríe más rápido.