Vivimos en épocas de deshumanización feroz, en las cuales la experiencia humana está siendo automatizada hasta el punto de llegar a una virtualidad masiva ¿Es posible encontrar otras alternativas a este proceso cuyas consecuencias se anuncian como catastróficas? En esta nota, Gabriela Puente rescata los conceptos de caos y cosmos en búsqueda de respuestas. Ilustra José Bejarano.
El griego presocrático, en los albores del pensamiento occidental, concibió los orígenes como la salida de un caos primordial que fue concebido como un compuesto de los cuatro elementos de la naturaleza: el fuego, la tierra, el aire y el agua, todos mezclados. Más tarde, algunos autores añadirían un quinto elemento, considerado el más espiritual de todos, el éter.
Las estructuras que se formaron a partir de los cuatro elementos tenían la función de configurar la materia informe.
Toda forma fija y contiene. Toda forma es un límite. Y, podemos añadir, toda forma perteneció, por lo menos en el universo de sentido presocrático y posterior, al contexto de lo celeste, del pensamiento y del logos.
Del otro lado, quedó lo pagano/telúrico. En esta concepción del mundo, el cosmos, y la producción del universo a partir del caos, es entendida como un vaivén de la naturaleza misma que se pliega y despliega en un pulso contráctil de lo ctónico del inframundo.
Para los paganos, la cuaternidad de elementos no es primaria, ni originaria. Si quisiéramos visualizar de alguna manera, mediante la imaginación, la diferencia entre la concepción griega y pagana acerca del origen, encontraríamos de un lado, del griego, una cuaternidad de elementos dispuestos en una cruz dotada de un eje vertical y otro horizontal; y, por otro lado, en el pensamiento pagano, un eje vertical corrido y devenido eje rotacional que permite formar figuras como triskeles, triskeliones, trinacrias y esvásticas. En pocas palabras, la cruz rota como consecuencia del ritmo espiralado de la vida, lo cual responde a una búsqueda de formas más naturales y orgánicas.
En esta misma concepción del mundo, las profundidades tienen también preeminencia, de manera tal que cuevas y cavidades subterráneas funcionan como representación del vientre de la diosa madre y son anteriores al emplazamiento de pirámides y montículos producidos en honor al dios padre de los cielos.
En pocas palabras, el cosmos para Occidente, es un espacio centrado y jerárquico. Durante el Renacimiento, el centro del universo pasó a ser el hombre. Uno de los máximos representantes de este movimiento fue Leonardo Da Vinci cuya obra “El hombre de Vitruvio” se encuentra en el cenit de las proporciones idealizadas por el Renacimiento.
Muchos estudiosos interpretan al hombre de Vitruvio como la representación estética de la cuadratura del círculo, una noción hermética cara al misticismo de la época. Esto es así porque este hombre, desde los pies hasta su cabeza forma un cuadrado cuyo centro se halla en los genitales; mientras que con sus piernas y brazos extendidos forma un círculo cuyo centro es su ombligo. Podríamos decir que en la figura de Vitruvio surge un eje rotacional a la manera pagana; pero, Leonardo no desea ir tan lejos, y se limita a superponer el ombligo del hombre al omphalos cósmico, el ombligo del mundo, que sigue remitiendo a la idea de centro.
Este concepto de ombligo del mundo se encuentra en diversas culturas, los griegos antiguos lo consideraban como un objeto especial cuya propiedad consistía en sacralizar el espacio, al generar el eje vertical del mundo, ubicado geográficamente en el oráculo del dios Apolo en Delfos. A partir de éste las profundidades ctónicas y las alturas olímpicas se mantenían alineadas, ya que era el punto por el cual se podía transitar del inframundo, al mundo de los vivos y al de los dioses celestes.
Sin embargo, un ombligo no lo es todo, y aparecen, a la usanza pagana, diferentes formas de concebir al cosmos que hacen uso de la idea de corrimiento del centro; una de ellas es la concepción mágico/chamánica que intenta pensar una naturaleza desterritorializada o descentrada, absolutamente móvil y en constante metamorfosis.
Por caso, los pueblos originarios americanos, según Rodolfo Kusch (2007) confieren al espacio una tenebrosidad vital conjurada sólo por la magia y el arte. Ese espacio tenebroso no negado, sino afirmado como matriz de todos los constructos culturales confiere la posibilidad de hacerse la pregunta genuina por el sentido de la vida situada (en América) y de responderla de manera auténtica.
Así, la barbarie resignificada consiste en encontrar en el propio concepto de lo amorfo vital una forma que lo fije y lo contenga, y no una forma que sea impuesta desde fuera.
El espacio es, por tanto, una noción intrínsecamente relacionada con el concepto de cosmos. Éste último es un tipo de configuración que produce distintos puntos y dimensiones que serán concebidos como lugares. El espacio no es la naturaleza en bruto, sino que supone ya una relación de lo humano con esa naturaleza. Relación que, dependiendo de las distintas civilizaciones y culturas, tendrá diferentes grados de inclusión o rechazo de la misma.
En el paradigma hegemónico occidental, reduccionista y mercantilista, el rechazo por la naturaleza es cuasi total; y se la concibe como algo que se encuentra técnicamente disponible y pasible de ser controlado.
Por tanto, el problema intelectual de nuestros días puede considerarse como el reverso de aquel del griego presocrático; en este sentido, ya no nos urge explicar la salida de un caos primigenio hacia un cosmos ordenado; sino que, por el contrario, la búsqueda consiste en una reintroducción en aquel caos con el fin de extraer de él nuevas configuraciones para producir nuevos mundos.
Por caos entendemos esa tierra oscura y fértil, territorio situado, pagano, en el sentido más etimológico del término.
Conceptos, dispositivos y prácticas como el chamanismo, el dionisismo, el indigenismo, la brujería y la barbarie, por nombrar sólo algunos, son distintas formas de oponerse a Occidente. Oposición que puede erigirse como una afirmación más plena: como resistencia al ecocidio de magnitudes hiperbólicas en que hoy nos vemos sumergidos. Una novedosa y ancestral concepción acerca de la naturaleza como un conjunto de fuerzas, tan benéficas como monstruosas, que operan sobre y a través de lo humano.
En síntesis, Occidente, y el mundo entero, se encuentra, en la actualidad, embarcado en un proceso de virtualización de la experiencia (ver La nube y el continuum virtual). Pero, éste no es nuevo, sino una nueva fachada de la automatización de lo humano cuyo origen se encuentra en los albores de la Modernidad allá por el siglo XV, quizás antes. Es por esto que la dicotomía futuro/pasado o nuevo/antiguo, tediosamente instalada en todo debate acerca de las actuales tecnologías, no es el eje de la discusión.
Generar más y más algoritmos pseudointeligentes o incluso con consciencia y autoconsciencia no hace a la tecnología más nueva, ni más novedosa; ya que se mantiene en el continuum del contexto cultural mecanicista y del contexto material de expoliación a nivel global. Por el contrario, ciertas prácticas y saberes ancestrales, como los mencionados más arriba, se presentan como novedosas respuestas a problemas concretos de la experiencia humana.
Ya que el verdadero problema de nuestra época, por decirlo en términos simplificadísimos, no es tanto que la “máquina” tome consciencia, sino que lo humano se mecanice por completo, sin resquicio para la pérdida, de donde surge la ternura, condición de posibilidad de comunión con el otro, y de la conformación de verdaderos colectivos.
Qué texto maravilloso. Un saludo desde otra Gabriela .
Gracias por tu comentario, tocaya!