El pensamiento occidental analizó los conceptos de caos y orden, el primero asociado con lo femenino y el segundo con lo masculino. En esta nota Gabriela Puente hace un recorrido crítico e histórico de dichos conceptos y se pregunta si es posible una definición positiva de caos. Ilustra Cindel García.
La noción de caos tuvo un ingreso temprano en el pensamiento occidental, primero mítico y luego filosófico.
Este fue concebido como la indiferenciación primaria de los principios cósmicos, a la vez que fue caracterizado como lo adverso al orden del logos, la medida racional del mundo.
En la filosofía el concepto de caos es incluido ya desde el origen de dicha disciplina, incluso podríamos decir que este concepto prefigura, por oposición, la noción misma de cosmos. Los filósofos presocráticos, con el fin de explicar el origen del mundo, postulan el concepto de apeiron o momento primigenio, previo a la producción del cosmos en que los elementos se hallaban unidos en una mezcla caótica.
Como veremos en lo que sigue del artículo, el cosmos, en el transcurso de la Historia, fue asociado al logos celeste y masculino, mientras que el caos fue incluido en la dimensión ctónica femenina.
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Según las controvertidas hipótesis de la arqueóloga lituana Marija Gimbutas (2014), antes de la dominación de los pueblos de habla indoeuropea, hacia el sexto y quinto milenio a. C., Europa se hallaba sumida bajo el pacífico gobierno de las sociedades matrifocales del Neolítico. Estas civilizaciones antiguas adoraban a una gran Diosa que reunía en sí misma la existencia de todo lo viviente y sus ciclos. Maternal, a la vez que fálica, en ella se sintetizaban los principios aun no diferenciados de la masculinidad y la feminidad; así como la complementariedad entre lo magnánimo y lo terrible, la vida y la muerte.
El principio patriarcal (identificable en el plano de los conceptos, pero quizás no tanto en su origen e irradiación histórica) comienza a difundirse, para Gimbutas, entre el cuarto y primer milenio a. C. con las oleadas invasoras de los pueblos Indoeuropeos, que al manejar armas más o menos sofisticadas y contar con herramientas novedosas como la, por entonces reciente, domesticación del caballo, tenían una notoria ventaja sobre los demás habitantes aborígenes de lo que Gimbutas denominó la “vieja Europa”.
Con lo indoeuropeo llegó la polaridad y jerarquización entre el logos masculino celeste y el caos de lo femenino ctónico, que quedó rezagado a la subsistencia subterránea propia de una supervivencia histórica del pasado. Así, la Diosa madre total fue fragmentada en diversas deidades femeninas menores incorporadas en mayor o menor medida al panteón politeísta indoeuropeo.
Aunque parte de las hipótesis de Gimbutas fueron desestimadas por la academia, tuvieron una enorme influencia, durante la década de 1970, en el feminismo de la segunda ola, que comenzó a pensar en estas sociedades matrifocales y pacíficas no como un paraíso perdido en un pasado prehistórico inaccesible, sino como una posible orientación de la acción, hacia la creación de sociedades más inclusivas.
En la actualidad algunos devotos de religiones neopaganas, como es el caso de la Wicca, se autoperciben como practicantes de un culto de la Diosa que supuestamente se mantuvo ininterrumpidamente, aunque de manera subrepticia, desde el neolítico. Este culto de raíces agrarias, concibe a la Diosa como potnia theron, la señora de los animales, y a su hijo-consorte como el dios astado, sacrificado durante el equinoccio del otoño, para renacer luego del vientre de su madre, todas tesis presentes en la obra de Gimbutas.
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En la antigua Grecia, encontramos el caos ctónico no sólo en los mitos sobre el origen, sino también, en la descripción desoladora del inframundo, en aquellos campos asfódelos donde la individuación no existe y cualquier alma, más allá de las posesiones obtenidas en su existencia pasada, es idéntica a cualquier otra. En este contexto adquieren sentido las palabras del divino, del implacable Aquiles, que cuando, luego de su muerte, corre al encuentro de su otrora compañero Ulises, afirma que preferiría ser un siervo en la tierra de los vivos que el soberano de todos los muertos.
No existe, en el inframundo homérico la individualidad de las almas, que se mezclan entre sí como partes de una misma sombra. Y este nivel de existencia indiferenciada, identificado con lo ctónico/femenino, conforma el pánico más absoluto y fundamental, para el logos celeste.
En los cultos mistéricos griegos como los de Eleusis volvemos a encontrar el caos primordial metamorfoseado en experiencia mística, también vuelve a hacer su aparición en las elevadas cumbres de la Hélade, donde floreció el culto a Dionisos Eleuterio, el extasiado liberador de furibundas ménades. Este dios, para los defensores de la hipótesis de la continuidad del culto de la Diosa a través de la Historia, no es sino una de las metamorfosis del dios astado, resabio de sociedades agrarias prehelénicas.
El emperador Teodosio, en el siglo IV de nuestra era, prohíbe definitivamente la celebración de cualquier culto ajeno al cristianismo, de manera que todo lo pagano pasa a ser considerado hereje. Es preciso mencionar que incluso las grandes escuelas de filosofía como la platónica, peripatética y estoica, entre otras, fueron cerradas y prohibidas, por la misma razón.
Con la expansión del cristianismo también hace su aparición la figura del ángel caído, quien adquiere un epíteto muy común en la religión griega: “lucífero”, literalmente “quien lleva la luz”. Esta denominación era usualmente aplicada a deidades lunares femeninas como Hécate y Artemisa, y en tiempos del Imperio romano también a Afrodita/Venus, asociada al planeta que por su proximidad al astro rey anunciaba la luz solar; hacia la madrugada se la vinculaba con phosphoros, el lucero de la mañana y, por la tarde, con vésperos, el lucero de la noche.
La dorada Afrodita, propiciadora de los misterios del amor y de la carne, fue rápidamente asociada con lo diabólico, dando su nombre a Lucifer. También el cristianismo se apropió de las representaciones del dios astado quien cedió algunas de sus características físicas al demonio católico.
Durante el medioevo surge la figura de la mujer outsider, generalmente pobre y anciana, paradigma de la bruja, quien preserva las costumbres de las sociedades agrarias y el paganismo relacionado con los ciclos de la naturaleza. Dicha mujer, considerada por el cristianismo como luciferina o adoradora del diablo, es incansablemente perseguida por la Inquisición hasta devenir el objeto de uno de los genocidios más cruentos de la Historia.
Es así como el caos ctónico, que subvierte cualquier orden social, reaparece en plena expansión normalizadora cristiana, metamorfoseado en el aquelarre de las brujas. En este punto, el concepto de caos no era ajeno para los inquisidores, dado que, como se puede constatar en la obra Malleus maleficarum (2006), una de los mayores desafíos de los mismos consistía en identificar a las mujeres consideradas brujas para imputarle los pecados, cosa que en la absoluta mezcolanza ritual, a veces orgiástica de los cuerpos en el aquelarre, se volvía muy complejo.
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De manera que, según las tesis de la continuidad del culto agrario a la Diosa, la huella de los rituales ctónicos se pierde de tiempo en tiempo en la Historia y de tiempo en tiempo renace.
En la actualidad, nos encontramos con una situación acuciante, en la que no es exagerado afirmar que el logos celeste, con la ayuda de la técnica moderna, y dirigido por una planificación irracional y extractivista de los recursos, está depredando a pasos agigantados la naturaleza. Y es en este punto en que algo del pensamiento animista ctónico y agrario está siendo recuperado en diversas militancias como una resistencia al modelo ecocida actual.
Bibliografía
Federici. S. (2021). Brujas, caza de brujas y mujeres, Madrid: Traficante de sueños.
Gimbutas. M. (2014). Diosas y dioses de la vieja Europa, Madrid: Siruela.
Homero. (2016). Odisea, Madrid: Gredos.
Kramer, H. y Sprenger, J. (2006). Malleus Maleficarum, Buenos Aires: Reditar.
Murray. M. (1978). El culto de la brujería en la Europa occidental, Madrid: Labor.
Platón (2010). “El banquete” en Obras completas, Madrid: Gredos.
Siempre es un placer leer a Gabriela Puente. Su escritura es solo el iceberg que emerge de su sólida formación. No la conozco personalmente pero la imagino con la humildad de los sabios y la inseguridad de los que buscan la perfección. Es un material académico que debería ser aprovechado
Marta, qué lindas tus palabras, las agradezco profundamente!! tampoco te conozco en persona, pero sí algo de tu bella poesía y puedo decir que, entre nosotras, la admiración es totalmente mutua!!
Gracias, Gabriela, me encanta tu artículo.