Un cuento sobre una cuarentena que se extiende hasta la distopía. Escribe Marcelo Zabaloy, collage de Mariano Lucano
Mire jefe, yo creo que esto se pone feo. Le digo Jefe por decirle un nombre. Esto que escribo, lo escribo con el único propósito de que en el futuro quede un registro de lo que sucedió. Yo no sé qué dice usted, pero huelo un tufo medio fulero en todo este proceso que venimos sufriendo. Entiendo su pedido de que nos encerremos todos y nos quedemos dentro pero todo tiene un límite. Desde principios de 2020 venimos oyendo lo mismo y le recuerdo que hoy, en el momento que escribo, es jueves veintinueve de junio de dos mil veintinueve, es decir que corrieron poco menos de dos lustros. Los primeros meses fueron duros, pero después, con el correr del tiempo y viendo los cientos de miles de muertos que hubo que prender fuego porque no quedó un sitio libre en los cementerios, nos convencimos de lo terrible del virus. El primer invierno fue cruel, pero creo que no le digo ningún hecho novedoso si le digo que, visto desde este hoy, lo que vivimos entonces fue un juego de niños. Fueron cientos de miles, pero sobre todo viejos y pobres, es decir, ese tipo de gente que de uno u otro modo, debe morir, tiene que morir y por fin se muere. El hecho de que no se permitiesen los velorios simplificó un poco el duelo. Como no se los lloró, lo que se sintió fue un dolor ficticio, un remedo de dolor. Quien no lloró como se debe no puede sentirse lo suficientemente triste. Quien no se fumó un pucho en el borde del féretro, quien no contó un chiste en un corrillo de viejos compinches, quien no se rió con decoro de los visibles defectos del muerto, quien no lo criticó un poco escurriéndose los mocos de emoción, no se murió un poco con el muerto, como debe ser en un velorio que se respete. ¿Que un pobre viudo no pudo beberse un whisky con el vecino de enfrente después de perder el único ser que tiene en este mundo? Ningún muerto puede sentirse despedido en su último periplo. Primero hubo desfiles infinitos yendo y volviendo de los cementerios; después siguieron los ritos de fuego pero el éter se volvió tóxico y nos llovieron corpúsculos oscuros, nombres desconocidos, sueños truncos, flecos de idilios y todo ese tipo de microscópicos espectros cenicientos. Hubo que detener los ritos del fuego y se optó por diluciones en líquidos corrosivos, pero los líquidos se vertieron en los ríos y los ríos confluyeron en los diques y tuvimos que bebernos cientos de miles de cerebros disueltos y nos fuimos volviendo crecientemente tontos. Y entonces, como muy posiblemente usted recuerde, corrió como un reguero de fósforo el método de los vuelos en los Hércules, que en su momento hicieron furor. El Congreso votó por el Sí. Ese fue el principio del fin. Si no me equivoco, usted puede corregirme si no es cierto, se hicieron ciento quince mil vuelos en los primeros doce meses, es decir, nueve mil seiscientos vuelos por mes, con trescientos cuerpos por vuelo lo que es decir dos millones novecientos mil despojos de hombres jóvenes y viejos, mujeres y niños. O por lo menos eso es lo que dicen los medios. Recuerdo lo que se dijo de nosotros en el mundo entero pero sobre todo lo que dijeron nuestros vecinos del otro borde del río color de león. Nos dijeron de todo menos bonitos. Ellos fueron quienes nos pusieron el mote de urgentinos; los urgentinos esto, los urgentinos lo otro. Creo que lo que dijeron de nosotros lo tuvimos muy merecido. Los cuerpos podridos se les fueron metiendo en el frente costero de Montevideo y tuvieron que demoler el espigón que se convirtió en un sepulcro de diez likómetros de extensión. Y como si eso fuese poco les pudrimos el líquido elemento y tuvieron que socorrerlos con buques y tuvieron suerte en no morir de sed.
En esos tiempos, los primeros veinte meses de reclusión, nos pidieron cien veces que siguiésemos con el encierro. Es sólo por el resto del mes, dijeron. Que el otoño benévolo demoró el pico, que el invierno, por lo común riguroso, no fue lo suficientemente frío, que después de septiembre, octubre y noviembre con nuestros primeros soles fuertes el virus, muy posiblemente estuviese en el hemisferio norte por los meses de diciembre, enero y febrero. Pero el sitio de todos los pueblos del territorio se profundizó con el control del ejército. Los viejos siguieron muriendo por cientos de miles y comenzó el turno de los hombres menos viejos, y siguieron los jóvenes, sin distinción de sexo. Los primeros reproches fueron tibios, porque el pueblo, felino miedoso, quiso creer en un pronto equilibrio y en el seguro fin de un sueño feo. Pero los meses se fueron sucediendo y un tedio siniestro corrompió los espíritus menos corrompibles. Fieles y opositores se unieron en un coro de sordos violentos. Y de pronto sobrevino el descontrol; los reproches devinieron en secuestros extorsivos de miembros del gobierno exigiendo soluciones imposibles o poniendo condiciones de imposible cumplimiento que se convirtieron en ejecuciones inclementes. El gobierno, enloquecido, respondió con un endurecimiento del encierro. Se hicieron reuniones cumbre que el periodismo cubrió en vivo y en directo si bien siempre desde el exterior y emitiendo todo tipo de suposiciones; los noteros visiblemente nerviosos repitieron mil veces los mismos términos: pico inminente, en segundos volvemos, reconocidos infectólogos, estricto protocolo, incremento de los índices. Se decidió que quien fuese detenido por infringir disposiciones vigentes sufriese prisión sin límite de tiempo y, desde luego, sin juicio previo. Esto incentivó el furor del pueblo que, sin distinción de tintes políticos, se unió en un solo grito neurótico esgrimiendo estruendosos utensilios: que gobierne el ejército. Por los medios se profirieron encendidos discursos defendiendo lo imprescindible de su intervención en bien del orden público. Y usted que en su momento lo vivió como lo hemos vivido los cincuentones vio como es esto. Los milicos muy zorros se hicieron los desentendidos por un tiempo, sonriendo muy serios porque presintieron, o mejor dicho, olieron el tufillo del desquite que siempre quisieron tener. Recuerdo el lunes lluvioso en que escuché los primeros motores como unos truenos remotos en el horizonte. Después vinieron los silbidos y por último el concierto de explosiones y el cielo rojo y negro de fuego y humo. Los ministerios, el Congreso, los municipios, los templos y el edificio del Gobierno se convirtieron en escombros.
Un teniente coronel leyó un texto por televisión teniendo como fondo el pendón bicolor con un sol sonriente en el medio: por expreso pedido del Pueblo, dijo, el Ejército, cumpliendo con su ineludible deber cívico, ocupó el poder de modo provisorio, etc etc. El resto figúreselo usted.
Los focos infecciosos, dijo un infectólogo de muchísimo prestigio si bien desconocido por todos nosotros, deben ser suprimidos de modo urgente. Siguiendo ese criterio construyeron el enorme muro que incluso hoy se ve desde lejos y por dos meses no permitieron ingresos ni egresos. Todo un mes oímos los terribles gritos de los internos pero no pudimos intervenir. Los gritos se fueron extinguiendo. Es lo que se conoce como el sitio de Retiro. Se comieron los perros, los loros y los felinos, los roedores y los reptiles que pudieron conseguir. Por último se comieron entre ellos. Ningún medio, ni escrito ni televisivo, mostró lo sucedido. Primero porque se prohibió y segundo porque el nuevo gobierno lo ocultó con el Primer Torneo Ecuménico de Fútbol Remoto, un engendro sin público que se disputó por ese bodrio novedoso que se denominó telencuentros, entre selecciones de muñecos del Congo, Perú, Chile, Egipto y México. Según dijeron los periódicos, Clorín y Noción, el Ecuménico fue un éxito que demostró lo que puede conseguir un pueblo unido.
Ni bien empezó el sitio de los distritos del norte los ricos quisieron irse, pero no pudieron. Porque como es lógico nuestros vecinos dispusieron el cierre completo de sus propios territorios. De todos modos los ricos insistieron exhibiendo pilones de dinero en efectivo. Unos pocos pudieron corromper uno que otro miembro de los controles fronterizos, pero fueron cinco o seis excepciones y el resto terminó volviendo como pudo emprendiendo periplos bochornosos y llenos de peligro. Todos perdieron sus tesoros porque el gobierno, por medio del ejército, se los confiscó en beneficio de los millones y millones de menesterosos que pudimos sobrevivir. Los ministros emprendieron censos frenéticos, registros minuciosos, proyectos ciclópeos, imprimieron sesudos volúmenes, hicieron pronósticos de todo tipo que se volvieron obsoletos en minutos, escribieron discursos ridículos que el presidente de turno leyó muy circunspecto. Los jueces fueron insuficientes por los cientos de miles de conflictos que surgieron entre los individuos por cientos de miles de compromisos incumplidos; los jurisconsultos perdieron sus expedientes en los incendios y los robos de sus estudios que fomentó e instituyó un grupo de delincuentes económicos y prófugos que cometieron horribles homicidios y no menos horrorosos femicidios. Los presidios, muertos o enfermos los custodios, se convirtieron en hoteles de lujo donde los presos se ofrecieron de gerentes, mozos o cocineros según sus conocimientos. Los distritos ribereños del noreste, que supieron ser exclusivos reductos de peleles y mequetrefes vendedores de humo, son hoy lotes trigueros que el gobierno sembró como un medio de nutrir un pueblo esquelético y piojoso. Sus torreones, sus colegios bilingües, sus courts de tenis, sus clubes de rugby y hockey, sus piletones y sus circuitos de remo, fueron demolidos porque sí. Los piquetes se dividieron por colores y los objetivos se resolvieron por sorteo. Núñez, Vicente López, Olivos y Tigre, son hoy desiertos irreconocibles.
Los gobiernos, civiles sostenidos por el ejército y el clero o del ejército sostenidos por civiles y el clero, se fueron sucediendo en perídodos decrecientes. Ninguno pudo conseguir cierto equilibrio. Hubo gente decente y de los otros, pillos y honestos, delincuentes y dirigentes impolutos, pero ninguno sobrevivió. En poco tiempo los poderosos medios primero sugirieron, después pidieron y por último exigieron vehementemente soluciones que ninguno pudo ofrecer. Todo empeoró. Y lo que el lunes se vio horrible, el miércoles lució pésimo y el viernes resultó diez veces peor. Los eruditos en cuestiones de índole económico, siguiendo órdenes y consejos del FMI, pidieron que se deje de emitir dinero y exigieron disminuir el déficit público. El pueblo exigió que se los fusile por insensibles y el gobierno, por eso de Vox Populi, Vox Dei, en efecto, los fusiló un lunes tormentoso. Los buitres se comieron los despojos de estos ilustres voceros del imperio que pendieron de cientos de postes pudriéndose por meses y meses.
Después de infinitos proyectos de solución se creó el Ministerio de lo Posible con el propósito de descubrir el núcleo del conflicto eterno y, dentro de lo posible, resolverlo. De este ministerio surgió un ente que recibió el nombre de Instituto de Resolución de lo Insoluble y que el pueblo, siempre ingenioso, renombró pronto como el INRI1 . No resultó, por ende, curioso que el Director del efímero Instituto muriese por crucifixión y que fuese expuesto en su cruz todo un bochornoso mes de enero por un expediente que, un tiempo después, un juez probo determinó que fue tendencioso, ficticio, improcedente y nulo. El juez probo, queriendo servir de ejemplo, terminó de escribir sus tres extensos volúmenes sobre lo justo y lo injusto y se colgó en pleno centro, el domingo veintinueve de febrero de dos mil veintisiete. Los medios dijeron que fue un homicidio urdido por enemigos políticos del occiso y sectores opositores del gobierno de turno.
Poco menos de dos lustros después del comienzo de este infierno, el Nuevo Orden Ecuménico, el ente que preside los destinos del mundo, no consiguió mucho. El virus simplemente fue recibiendo otros nombres con lo que se extendió el concepto de que el infecto corpúsculo de origen fue vencido. Pero según dicen los rumores sigue siendo el mismo virus mortífero de siempre. Muchos científicos recibieron títulos honoríficos por sus increíbles descubrimientos, se volvieron célebres, se convirtieron en líderes políticos y después de un tiempo fueron desmentidos por los hechos y sumidos en el olvido o recibieron el convite de un exilio forzoso.
Los vínculos entre hombres y mujeres, jóvenes, viejos y niños de todos los sexos posibles se rompieron; el miedo edificó un muro que hoy es imposible demoler. De un modo u otro quienes no viven de un puesto en el gobierno o reciben un subsidio insuficiente, consiguen el sustento del modo que pueden. Los productores, desposeídos de sus extensos feudos o sus minúsculos vergeles se convirtieron en peones o en grises dependientes de un municipio. Los que supieron ser sus bienes, equinos, bovinos y ovinos, hoy corren libres por todo el territorio perseguidos por ejércitos de indigentes sin fusiles ni proyectiles. Dos por tres muere un toro o un potro viejo. Los gritos de contento de los perseguidores se oyen desde lejos y se ve refulgir el fuego y el humo de los fogones.
El deporte como lo conocimos se terminó. Los ídolos sobreviven ejerciendo oficios humildes y los menos notorios prefirieron reconvertirse en mendigos lo que les permite vivir con cierto sosiego y sin muchos compromisos.
El último congreso del Nuevo Orden Ecuménico, que se celebró en lo que fue London City –hoy Longdown– reconoció que lo único que puede reconstruir el mundo es un nuevo conflicto bélico de proporciones. El proyecto recibió un buen número de votos positivos y es posible que en pocos meses comiencen los primeros movimientos. El ciclo económico, dicen los expertos, tiene que ponerse de nuevo en movimiento. El éxito del proyecto es inminente. Pero de todos modos, el encierro sigue.
1 Recuérdese que esto fue escrito en el crucifijo de Jesús (Iesus Nezereth Rex Iudeorum)
Sr. Zabaloy: terminé de leer su relato con la respiración entrecortada y el pulso acelerado como si hubiera corrido una maratón. El texto no da respiro ni concede piedad. Un placer (algo doloroso) leerlo. Saludos.
Señor Zabaloy ¿qué hizo con las letras A? ¿Las extirpó del teclado? ¿No le molesta tener dos, ¡nada menos que dos! en su apellido? Soy sincero, debería cambiarlo por Zebeloy…
Cambia la música, sin dudas. Hay algo inasible que pareciera suceder y no puedo ponerle otro nombre que «musicalidad alterada. «