De dioses y albas, un fantasma de redenciones pasadas recorre este cuento de Sebastián Trujillo ilustrado por Tano Rios Coronelli.
Los dioses locos entraron por la ventana rota. Como sombras se deslizaron por la habitación del hambre. Y levitando encima del cráneo del niño jugaron a los naipes. El dios vencedor, de una carcajada bufonesca, estremeció el recinto de hojalata.
Manifestándose en el sueño del infante, le enseñó las manos de titiritero que le harían deambular por los caminos de la vida. En la dimensión onírica el dios le atravesó el alma con hilos y varillas extendidas desde sus uñas. El dios loco tenía el aspecto de una maldición. Y, bailando al revés en el fuego que le cubría, profetizó forjar en el niño un peleador del caos.
Iba a ser el amanecer y las entidades escaparon ante la incipiente iluminación del alba. A través del cristal agujereado. El alba parecía un Dios indiferente. El pequeño, de tres o cuatro años, abrió los parpados. En sus pupilas giraban espirales y, para siempre, en su rostro encarnó el miedo y la ferocidad. De la madre emanaba un hedor a muerte súbita. Y en una especie de humo ella desapareció.
Mendicidad, melancolía, locura y furia transpiraron durante veintinueve años de la existencia del peleador del caos.
Era una noche triste y bella. De lluvia intensa escondiendo las lágrimas del peleador del caos. Él estaba en el centro de una calle miserable. Dispuesto a luchar, por enésima vez, contra un gigante rodeado de dos perros negros.
El peleador del caos golpeó primero el aire. Golpeó primero algo que solo él podía ver. Las prostitutas y apostadores rieron. Girando los hilos y varillas enganchadas en su alma y en la carne, el dios loco le ayudó a romperle un colmillo al gigante. Éste fumaba un cigarrillo. Y por un instante las cenizas flotaron en la atmosfera de agua.
Ardiendo en su propia guerra, el gigante desató toda su violencia. Las centellas rajaban el firmamento. Y emulando la luz de una cámara fotográfica, revelaron en la terrible oscuridad la manera en que el gigante aplastaba en el asfalto el cráneo del peleador del caos.
Por revancha el dios perdedor de la infancia rompió las cadenas de los perros. Ellos acudieron al combate. Y, macabros, le mordieron los puños de barro, un pulmón, casi empezaban a comerse el corazón. Pero el gigante tatuado les rajó las gargantas con su navaja oxidada.
Después cayó de rodillas. Y, llorando, abrazó los huesos y la sangre del peleador del caos. La multitud los abucheó. Lanzaron piedras, basura, botellas. Ahogado en vomito y mutilado, el peleador del caos pronunció el nombre de su madre. El gigante le acarició como si fuera un cachorro de lince. Grotesco, intentó unir al cuerpo los miembros amputados de su oponente. Una moneda salió del bolsillo de aquel hombre despedazado. Rodó y, antes de irse al desagüe, el gigante la agarró. Insultó al cielo con los dedos y se largó.
Luego resplandeció una luz de otro mundo. Sonriendo, vio el rostro de una mujer alada. Ella lo condujo por un jardín hermoso, de lirios, de una Tierra prometida. El peleador del caos ya no era un guerrero errante, solo paz, descanso. Atrás escuchó el sonido de los recuerdos, la ambulancia, la poli. Los dioses locos echaron otra partida de naipes, encima de la cabeza de una niña. Y alguien de la calle, danzando una fiesta imaginaria, cantó algo acerca de una disco girando en la eternidad.