Entre sueño y vigilia sucede la vida. Pero hay un tiempo en que se afina la línea divisoria entre ellos y es cuando profecías y locuras regresan, como dioses y diosas inmortales, a crecernos por dentro como resistencia a la maquinaria productiva. Escribe Gabriela Puente, ilustra Cindel García.
Profusamente se ha hablado del sueño en Occidente, para los griegos estaba personificado por Hipnos, hijo de la profunda noche y hermano del dulce Thanatos, la muerte pacífica. Las pesadillas tuvieron su propio dios aparte, Efialtes, aquel que según la etimología “salta sobre” nosotros en momentos de mayor vulnerabilidad, cuando yacemos profundamente dormidos. Todos moraban en el Hades, el mundo de los muertos.
El sueño también se analizaba con fines adivinatorios y curativos. En los templos de algunos dioses, sobretodo en el de la deidad de Delfos y en el de su hijo Asclepio, se manifestaba a través de sueños la tan ansiada cura para alguna enfermedad.
Para el Medioevo cristiano, el sueño sucede en el nivel de la carne, y es siempre sospechado de inducir al comercio con los demonios, que aprovechan la relajación del alma para mezclarse con el cuerpo del durmiente.
En los albores de la modernidad, vía la filosofía de Descartes, el sueño concede un argumento para poner en cuestión los conocimientos heredados de la tradición escolástica medieval. La duda cartesiana va in crescendo desde las simples ilusiones ópticas, pasando por el mencionado sueño, el genio maligno y el dios engañador.
Ya en el siglo XX Freud termina por enmarcarlo dentro del oscuro ámbito del inconsciente.
Pero, ¿Qué ocurre con la vigilia? ¿Qué símbolo la contiene y subsume?
En el cristianismo resulta invariablemente ligada a los últimos momentos de la vida terrena del Dios hombre, y al acompañamiento doloroso y expectante de los apóstoles. La vigilia es, por tanto, para los cristianos de la antigüedad, algo que se padece.
En nuestros días vivimos la vigilia al ritmo de la maquinaria de la producción. El sueño es aquello que nos extrae de todo esto. Tiene, por ello, una carga revolucionaria, y como tal, peligrosa. De manera que debe ser medido y controlado en su duración, es decir, tiende a ser cuantitivizado y enmarcado dentro del inevitable pero denostado tiempo de ocio, e incluso es medicalizado y limitado a un promedio de seis a ocho horas diarias.
Pero en los intersticios acecha dios, o muchos dioses. Ese dios es también Pan, el origen del pánico, relacionado con las pesadillas. Pan, a diferencia de Hipnos, no fue engendrado por la noche, su linaje es enrevesado y a veces desconocido. Es el enigmático dios del mediodía, de la mitad de la jornada laboral, la hora de las uniones híbridas y perversas, en la que la sombra no se distingue del cuerpo, y se afina la línea divisoria entre el sueño y la vigilia.
No moraba en el Hades sino en las cumbres y valles arcadios, a plena luz del día, cerca de los pastores; por ser también él mitad pastor, mitad rebaño. El más dionisíaco de los dioses griegos, introducía el caos en el cosmos, por medio de un grito que helaba la sangre.
El sueño es al mundo de la producción lo que la locura es a la realidad: el peligroso fondo de inestabilidad que socava sus bases.
Por tanto, el sueño, una locura momentánea; y la locura, un sueño magnificado, son destructivos. Una bella frase de la tragedia antigua resuena aún en nuestros días: Quem deus vult perdere, dementat prior: “a quien los dioses quieren destruir, primero lo enloquecen”.
Nada más parecido a la locura que el sueño. Y como no podía ser de otra manera, para los griegos, la locura también estaba causada por un dios, podía tratarse de cualquier dios, un dios que odia. Pero en la mayoría de los casos era Ate diosa de la irracionalidad y el desborde, quien enloquecía a los humanos. Era una diosa ambigua, relacionada tanto con la inocencia y travesuras de las niñas pre púberes, como con las fatalidades más crueles. Se desconoce exactamente quién fue su padre, pero se sabe que fue hija de Eris, la discordia, deidad que provocó la guerra de Troya.
En las antípodas del sueño y la locura se encuentra Aristóteles, quien, para decirlo de manera muy breve y sencilla, concibe a la verdad como una correspondencia entre el pensamiento y las cosas. El pensamiento por su parte, se rige por tres principios: el de identidad, según el cual “una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido”; el principio de no contradicción que reza que “es imposible que un atributo pertenezca y no pertenezca al mismo individuo”; y, por último, el principio de tercero excluido, según el cual “dos proposiciones contradictorias no pueden ser ambas verdaderas”. Este último principio rige exclusivamente el universo del discurso racional.
El giro aristotélico es brutal, la verdad queda anclada de una vez y para siempre en la vigilia, expropiada del ámbito del sueño y sus proféticos dioses.
Y una vez que se hubo expropiado al pensamiento de sus dioses, se inicia el excursus hacia el desencantamiento del mundo.
Sin embargo, la categorización lógica no termina de erradicar otros discursos, lenguajes y, por qué no, realidades que siguen interrumpiendo y perforando la línea supuestamente continua de la vigilia, para generar sentidos más amplios que los aceptados por la concepción occidental de raigambre aristotélica.
Bibliografía
Alsina, José. (1971). Tragedia, religión y mito entre los griegos, Barcelona: Labor.
Cacciari, Massimo. (2000). El dios que baila, Buenos Aires: Paidós.
Hillman, James. (2007). Pan y la pesadilla. Madrid: Atalanta.