Una crónica ferroviaria entre Ecuador y la Mesopotamia argentina
A esa hora de la tarde, el hall de la estación Lacroze era la estampa de un campo de batalla.
Decenas de cuerpos amansados por el tedio, o contagiados por el inminente cementerio, interrumpían el serpentario de mosaicos.
Grupos de sobrevivientes, esperanzados acaso por el propio retraso, esquivaban bultos exangües de carne, de plástico, y se acercaban a la única ventanilla activa en la que un oráculo, entre la mugre ancestral y los barrotes, repetía inagotable que los papeles impresos con día y horario poco valían.
Resignados a su destino.
Recién llegados que pensaban en salvarse.
Optimistas que mercaban influencias.
De existir, así habrían de agitarse las cosas en el limbo –con desgano acotó alguno de los dos, antes de ir y amodorrarnos en el cuenco de la siesta.
Inti se entregó al sueño.
Opté por fumar y vigilar. Un pie mantenía en la mira las escaramuzas contra la ventanilla. El otro, a unos sesenta grados, continuaba en las vías como una prótesis metálica. El sol despreciado por el acero lanceaba los ojos. Los rieles, indiferentes a decenas de vagones sin máquina, se reblandecían.
Fumaba y vigilaba.
El serpentario, inmutable.
El oráculo negaba cualquier rastro de buena nueva.
Cuatro horas, por lo menos, llevaría reacondicionarla.
Los cigarros. La pereza. La urticaria de la espera.
Tenía como hábito –o como antídoto- resumir en un cuaderno de tapas duras y azules cada uno de los trayectos. Apuntes sencillos: un párrafo, media jornada.
Hubiera sido frustrante, con ese tiempo todo a disposición, habérmelo olvidado. Pero ahí estaba, dócil al tacto.
A riesgo de que la lapicera no funcionara o de que su tinta no fuera negra o de que llegara la máquina o de que la despertara, me erguí, desaté nudos y bolsas y lo abrí por la mitad de la mitad ya escrita.
Pasaba las hojas adormiladas. Las volutas hacían del aire papel de calcar y, por entre los manchones blancos, las vías que creía vigilar fueron otras vías lejanas, así como otra la máquina que arrastraba vagones distantes, semejantes.
Meses, tal vez años antes de esa dilación infernal, vivía en Ecuador. Mi vida era Guayaquil, cinco días hábiles, dos en tránsito.
Vaivenes de rutina y de viaje, y un día por azar oí la historia de un tren cuyo rasgo principal era llevar pasajeros sobre el techo, en leva voluntaria.
El mensaje de Marco llegó un jueves por la tarde: “mañana salgo para Cuenca, ahí nos estamos viendo”. Hacia el atardecer del viernes dejé el Guayas. Poco antes de medianoche había arribado a una ciudad de 450.000 habitantes a la que en otro momento volvería y de la que conocería sus calles limpias, su conciencia medioambiental, su sistema de clasificación de residuos, su foco en la autogestión, su inaudita agua potable, su servicio eléctrico comunal, sus inevitables taxistas paranoicos.
Nada de eso me alcanzó la noche del sábado 12 de julio de 2003.
Desde la terminal de Cuenca iniciamos en grupo el camino hacia el Parque Sangay, provincia del Chimborazo, a visitar la comunidad de Ozogoche, en la que nuestro organizador y guía tenía amigos.
A cuatro mil metros de altura, Ozogoche encajonaba la laguna Cubillí o Cullibí –mis apuntes no son claros- repleta de truchas.
Por las bajas temperaturas, esos peces ofrecían más contenido calórico que cualquier otro animal o alimento.
Caminamos por la tierra de pastos áridos, charlamos con quienes vivían en la reserva, pescamos -o trocamos la pesca de los reservistas- y envueltos en la luminosa energía andina, descendimos a los dos mil metros de Riobamba.
Ciudad tipo de la sierra ecuatoriana –como Cuenca, Baños, Cotacachi- Riobamba es ocre, amarilla, rojiza, baja, tranquila, fresca, seca, con ferias, y con el aspecto de haber sido barrida en sus calles y pintada en sus muros hace apenas unos minutos. Se distingue de urbes costeras como Guayaquil, por la ausencia de los ramalazos de velocidad, de gritos, de sol a plomo, de humedad, de ominosos barrios cerrados a las invasiones (favelas de allá), de dinero -de los camarones, de las rosas, de los plátanos- que hilvanan el día a día.
A Riobamba habíamos ido a satisfacer la ambición de viajar en azotea.
Dormimos en unas dependencias del ejército ecuatoriano que Marco había obtenido a préstamo. La habitación era un amplísimo salón poblado por camas cuchetas con ropaje militar.
Cenamos las truchas fritas en manteca. Bebimos como aperitivo un canelazo del que conservo todavía la receta en letra rápida: 1 litro de agua / 1 porción de canela / 200 gramos de panela o azúcar / cáscara de naranja o limón / hervor hasta reducir y, claro, licor de caña. Junto a los fogones que espantaban el frío y lo negro, suelta la lengua, hablamos del tren de la mañana siguiente.
Los lugareños decían que el uso nada más había nacido por costumbre de quienes necesitaban ir sierra adentro y no contaban con dinero.
El viaje era sus condiciones. Sacar el pasaje el día anterior, y por la mañana anticiparse para encontrar un lugar. La partida era a las siete.
El techo -como el de cualquier vagón- era una anormal plancha de acero grávida en la parte central que le daba un mínimo aspecto dos aguas. Una balaustrada rústica de hierro cilíndrico permitía sostenerse y asomar las piernas sentado de cara al paisaje. El tope de pasajeros lo daba la extensión de la baranda. Viajar en el vagón, desde la perspectiva de un turista (único público encantado), era una opción muy semejante a no viajar.
Habíamos rentado siete horas encaramados y disfrutábamos atajando, espantando, tolerando el viento, el frío, el sol abrasador, el aire límpido, los manchones de humo. El engranaje bufaba en cada curva. Las vías se mimetizaban con la irregularidad de la montaña. En esos trechos los vagones reverenciaban la madre tierra, amenazando con librarse de la carga en un sacrificio anticipado.
El desprecio por la vertical -por lo irregular del terreno y por el mal estado de las vías- era la dosis de adrenalina garantizada al turista. Los empresarios, por lógica, no militaban el imprevisto. Al vender el pasaje, los boleteros esgrimían un reglamento que advertía que por esa decisión la empresa no se hacía responsable.
A velocidad sostenida, a la buena de algún dios y a merced del abismo, nos esponjábamos sobre la nata para ver valles cultivados, animales tallados sobre cerros, trabajadoras apuntalando con su frente la tierra, un escenario agreste con pircas segmentando estáticas el terreno sin alambrar.
El robot domesticado que nos llevaba en el dorso de su mano cada tanto paraba. Al vagón descendían los que habían visto suficiente. Los menos madrugadores subían por una escalerita al techo para amortizar el pago.
El freno del motor diésel arrastrando puro fierro agitaba la economía local. Los de arriba compraban bebidas, comidas, artesanías en serie. Por primera vez probé el morocho, fermentado de maíz parecido a la chicha coronada con una crema pegajosa y muy dulce.
Los pasajeros habituales descargaban a la rastra sus bolsones abasteciendo las despensas. Constelaciones de niñitos se alineaban a la llegada y la salida de la máquina para recibir monedas de dólar local que se estrellaban contra el polvo. El vaivén del aparato y la velocidad eran los jueces. Terminada la cosecha, los niños eran nuevamente puntitos, los pasajeros descendidos, matas.
El tren arrancaba y entre el estrépito surgían comentarios panlingua en el techo: alemanes, ingleses, holandeses, franceses y otras embajadas afines. Era difícil saber si algo oían desde dentro del vagón, o si les interesaba.
El recorrido parecía direccional. Riobamba – Guamote – Alausí – Sibambe.
Entre Alausí y Sibambe estaba el alucinado destino donde paradójicamente no terminaba el viaje aunque fuera la razón secundaria por la que -dejando a un lado el techo- habíamos decidido viajar. Por respeto, por miedo, por superstición, vaya a saber, en el pasaje no se lo imprimía, ni se lo nombraba.
El tren abandonaba el camino lineal de montaña y descendía por la ladera del cerro en zigzag, avanzando y retrocediendo sobre las vías. Era un péndulo monstruoso obligado por la fuerza de gravedad.
Una vez sobre la base del cerro –el estupor en los rostros- la máquina entraba a una vía muerta que surcaba el valle a lo largo de unos mil metros y se detenía. De allí la máquina sólo lograría salir en reversa.
Aterrizados sobre esa vía inconclusa, la bandada desenfundaba las cámaras. Era la misa de los guías para explicar la dudosa formación rocosa dislocada fenomenalmente en la anatomía ultramundana.
Las frases rápidas y escasas de mi cuaderno me permiten intuir que justo al acabar esa vía sin más allá, un cartel ayudaba al que iba en procesión, entre el óxido y los pastos, con un ´Bienvenidos a la Nariz del Diablo´. Dicen quienes saben que no por su forma prominente el nombre apelaba al Malvado, sino por la enorme cantidad de trabajadores que habían muerto mientras tendían una de las líneas de ferrocarril más extremas del mundo.
Media hora después, Sibambe y el cierre del recorrido.
Algunos turistas regresaban siete horas con el mismo tren; los menos pacientes, en buses. Mi cuaderno y mi memoria omiten el dato de mi suerte.
Había dejado, sin embargo, a modo de trueque un apunte fugaz en la página subsiguiente que viene a cuento. Sobre una línea recta había escrito: en lengua quichua el futuro es ´k´ipa´, está ´atrás´ y es lo que no se ve; ´kay´ es aquí y es presente y es lo que puede verse; ´ñaupa´ significa ´adelante´, es el pasado, lo que se ve y es lo que ya sucedió.
Tener el pasado siempre frente a las propias narices, pensaba mientras leía, no estaba nada mal, o no era algo que en verdad pudiera escogerse, salvo que uno creyera que la voluntad -ciega y todo, como en mi caso- había elegido demorarme por una máquina ferrocarril averiada para que mi pasado irrumpiera en esas hojas, así como ahora penetraba en el andén el mecanismo reacondicionado.
Los insultos se despertaron.
Puñados de cuerpos caminaron hacia las vías con la decisión con que la harían el día del juicio, la mirada en el piso, los brazos a un costado.
El oráculo había abandonado la ventanilla.
Nos levantamos. Inti fluctuaba entre los retazos de sueño.
No sospechábamos que esa dilación daría todavía sus esquejes. El viaje desde la porteña estación ferroviaria hasta la tórrida Posadas tendría que haber durado dieciocho, y se extendió por treinta y seis horas, sin baños, ni agua, apenas vías, diésel, un suicida que al atardecer se descolgó sobre un barranco y cada tanto un maquinista interesado en avanzar.
Hora más tarde, la saga de percances todavía en ciernes, la luna rabiaba contra los chapones del gusano metálico que atravesaba la Mesopotamia argentina.
Al ardor de ese reflejo, imaginé a horcajadas sobre el rectángulo superior, sin barandillas ni nada, a los desertores del cementerio próximo a la estación Lacroze, lanzados a la búsqueda de un destino mejor.
Sentí una profunda lástima por mi constante rol equívoco. Si para el lugareño el turista es una sombra que no deja estela (excepto la metálica), para quien ha muerto, un vivo es un pueblerino que por una moneda desnuda su temblor.
Espantado, anulé toda idea abriendo el cuaderno de tapas duras y azules. Bajo la lamparita enrejada escribí con tinta negra que, por lo menos a esa hora de la noche, tendría algo para hacer. Atrás -en otras hojas manchadas por un párrafo / media jornada- había quedado la nariz. Por delante, días sin bañarnos y escasos de comida, la chorrera inclemente de la garganta del ubicuo diablo.
El infierno no es tanto una caverna en llamas como un tren que avanza y que insistentemente confunde dónde queda esa porción de tiempo llamada ñaupa.