En esta nueva actualización de la sección Istmo: el centro en Centroamérica, recorremos la narrativa de Roger Lindo, escritor salvadoreño. Este diario de carretera –publicado anteriormente en la revista digital centroamericana Carátula– evoca un diario de ruta entre Hermosillo (México) y San Salvador (El Salvador). Ilustra Mariano Lucano.
2 de noviembre
Día de los Fieles Difuntos. A las 16:00, a la altura de Las Ilusiones, viajando a una velocidad de crucero de aproximadamente 120 kilómetros por hora, me tiré un túmulo (topes, les dicen aquí). El trancazo fue el aviso. Una barra o una tijera rota: así sonó.
Tuve un percance parecido años atrás, en Chapinlandia. Me acompañaba doña Karen, a la que llamábamos «la Tía». Igual que ahora, era un bólido en la carretera, y no distinguí a tiempo el retén militar. Nos llevamos un susto enorme, sobre todo al reparar en la presencia de las casamatas y los soldados y las ametralladoras. Y hoy este túmulo. Perdemos valiosas horas de viaje, vamos con demora. El cargamento, debido a fallas en la comunicación, nos lleva un día de ventaja.
Las Ilusiones es una mota en medio de la nada, uno de esos caseríos del desierto que no tienen por qué figurar en los mapas porque no dan ganas de detenerse en ellos ni para cargar gasolina o preguntar una dirección o tomarse un refresco. El único mecánico del pueblo se había ausentado, así nos lo explicó una chiquilla flaca que resultó ser su hija adolescente. Su padre había salido a hacer unas diligencias en Caborca, pueblito que acabábamos de dejar atrás. (A eso del mediodía nos detuvimos en un paraje para retratar unos sahuaros. Saqué unas fotos con una Polaroid que Sofía me prestó para el viaje).
Atardeció y el mecánico no daba señales de vida. Había que pernoctar ahí.
Mónica (así se llamaba la hija del mecánico) nos condujo donde sus tíos, una pareja que frisaba la cincuentena. Vivían a un par de cuadras del taller y de buena gana se prestaron a darnos albergue y prepararnos una cena. No hubo cervezas esa noche, pero en cambio nos sirvieron unas ricas copitas de un aguardiente que se suele tomar en esta efemérides. Fuimos conducidos a un cuartito en el que se almacenaban herramientas, cuartones, bolsas de cemento y materiales parecidos. Mientras el dueño tendía unas hamacas para nosotros, contemplamos el altarcito dedicado a los difuntos: sobre una mesa rústica había un biberón con leche, un botellín de aguardiente, canicas, flor de cempasúchil, retratos amarillentos, un guante de beisbol, una dentadura postiza, un plato con guindas, un guitarrón miniatura y las respectivas calacas, una de ellas con una peluca negra. Ingrid, mi acompañante, lucía extasiada. Aquí les dejo sus calaquitas, dijo bonachonamente el anfitrión, honrándonos con dos lindas manualidades de azúcar, una para cada uno: la de Ingrid lucía una especie de corona espacial, la mía una cachucha beisbolera. Ingrid guardó silencio unos minutos frente al altarcito, quién sabe qué recuerdos se revolvían en su almita. Tomé fotos. Además de los difuntos, compartimos habitación con una colonia de alacranes. Después de aplastar unos cuantos con una pequeña pala, experimenté la desolación propia de un arrepentimiento profundo.
–Después de todo –me volví hacia Ingrid– no creo que se encaramen a las hamacas.
Me miró con ojos de desamparo.
–Por si acaso, por favor, dejá el bombillo prendido.
Soñé con una playa sumida en penumbras sembrada de fosas como las que abren las bombas de 500 libras. Abundancia de bañistas, sombras impersonales, cero alegría. Me adentré en la reventazón, donde me aguardaba un telón negro y tupido: un horizonte sin horizonte.
3 de noviembre
Apenas clareó me despertaron los retumbos de la carretera. Me enderecé, doblé las hamacas y las entregué a nuestros anfitriones con las debidas cortesías. Los alacranes habían desaparecido. Desayunamos frijoles mezclados con huevos fritos y café instantáneo cargado de azúcar. Tras cancelar la consumición, volvimos al taller. El mecánico resultó ser uno de esos tipos de movimientos mesurados y silenciosos que aparecen de vez en cuando en nuestras vidas. Inspiraba confianza. Tras examinar los daños desde el foso, anunció que debía salir por piezas –baleros, algo así–, con los que no contaba en su changarro. Ingrid y yo nos dedicamos a fumar. Los dos somos viciosos.
Hechas las reparaciones, nos lanzamos de vuelta al camino. Fue el turno de Ingrid al volante. Conducía como una maniática, igual que yo. A la altura de Benjamin Hill topamos con un retén de la Policía Judicial Federal. Brazo armado del narcotráfico, así los llama un colaborador nuestro del D.F. Pidieron ver nuestros documentos. Ingrid es tiquilla. Yo, en esta etapa de mi vida, porto documentación mexicana. De Poza Rica, Veracruz. Ingrid es como la miel: atrae a los moscos. Apenas la descubrieron, tres federales malos y engreídos la rodearon. Todos tenían pinta de violadores, pero ella no se asustó. El tira más viejo se acercó a interrogarme: quién eres, de dónde vienes, hacia dónde se dirigen, a qué te dedicas.
Me identifiqué como agente turístico.
Preguntó si tenía licencia para desempeñarme en ese sector. Le mostré una de las tarjetas de presentación que había mandado a imprimir. El logo, a tres tintas, muestra un tramo rural de carretera con un fondo de cerros de entraña oscura. Al pie figura un número de licencia en vías de trámite. Yo mismo diseñé la tarjeta. Expliqué al tira que Ingrid es ejecutiva de una importante agencia costarricense de viajes y que el propósito de esta gira es explorar parajes inéditos, de esos que aún no han sido pisoteados por las hordas de turistas. «¿Ah, sí?», dijo el tira truculentamente, «les va a encantar el desierto, las barrancas, los socavones… A ver, dime, ¿qué han descubierto?». Abrí un álbum con fotografías de playas desiertas, peñas, setos, sierras, los sahuaros que acababa de capturar, rostros enjutos, rostros pensativos, rostros quizá inocentes. Lejos de mostrar interés en esos hallazgos, me ordenó destapar la cajuela del carro, seguramente con intenciones de encontrar algo que robar.
No había sino trípticos turísticos de mi empresa On the Road, un inflador de llantas de esos que se enchufan al encendedor del coche, extinguidor, triángulos, lámpara para emergencias, cables para pasar corriente, herramientas, cosas así. También llevaba una copia de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, en pasta dura. Alzó la llanta de repuesto. «Pesa más de lo normal», insinuó con sonrisa malévola, escrutando mi reacción. No hubo reacción. En ningún momento sospechó del compartimento donde oculto la Browning, dos tolvas de repuesto y esta bitácora. Llevo un Sony de onda corta en la guantera.
En este punto aparecen uno tras otro dos autobuses interestatales, dijeron que teníamos que largarnos.
Cuando la incorporaron a esta tarea (a Ingrid), me explicaron que era la novia de un cineasta argentino peludo que había dirigido un documental para la causa. No he tenido el gusto de ver la cinta. He sabido que circuló bastante en los círculos que nos apoyan en varios países, y que ganó un premio en un festival de Cuernavaca. Pese a nuestras diferencias de clase, Ingrid y yo nos llevamos bien.
Al atardecer ingresamos a Hermosillo por el bulevar Francisco Kino. El ocaso es mi hora favorita para internarme en ciudades desconocidas. Evoco un tiempo ido: a mis 17 años visitando León con la familia, a cuatro mil kilómetros de aquí. En el hotel conocí a Julie, una chica norteamericana que también vacacionaba en Nicaragua. Su pelito corto enmarcaba un rostro precioso, pecoso, de esos que nunca nos abandonan. Gente de origen irlandés. Su padre me contó que un tío bisabuelo suyo había sido un sanpatricio. Fue la primera vez que supe de esos luchadores. Aquella noche, Julie y su hermana Fiona interpretaron canciones irlandesas para mí. Hacía mucho calor. No me importó. Lamentablemente, yo no conocía ninguna canción de mi tierra que valiera la pena cantar.
Enciendo la radio: busco una pista sonora, lo que sea que me acompañe al momento de reconocer y tomar posesión de este oasis: voces, baladas, las noticias del día, anuncios de pomadas, la franja cómica de las cinco de la tarde. En lugar de eso topo con Bob Seger: Against the Wind. Reduzco la velocidad, prendo un cigarrillo, me estiro cuanto puedo haciendo tronar una colección de viejos huesos.
Janey was lovely, she was the queen of my nights/ There in the darkness with the radio playing low.
Volteé a ver a Ingrid. Me interesó descubrir si a ella la embargaban sentimientos parecidos. Calladita cataba las calles y las gentes de esta provincia, y probablemente su decisión de hacer este viaje.
Against the wind/ We were running against the wind/ We were young and strong, we were running/ Against the wind.
Ingrid escogió uno de los hoteles más caros del pueblo. Había un mostrador enorme detrás del cual apareció una linda chica del desierto. Una vez que desempacamos y nos duchamos, listos para lanzarnos a la calle, le informé a la chica que éramos agentes de viajes del grupo On the Road, y que nos interesaba incluir su establecimiento en nuestros folletos para turistas del próximo año. Prestamente, depositó en mis manos información sobre el hotel y los atractivos turísticos del estado. «Apenas aparezca la edición, hazme llegar una copia», pidió. Salimos en busca de la central de Telmex. Sofía esperaba mi llamada en San Diego, lista para dar instrucciones. Supe que el chele Julián se encontraba en el bar El Baviera.
El Baviera debe ser uno de los recovecos más animados de la ciudad. Apenas entrar nos reciben las vibras de Sultans of Swing, de Dire Straits, una de las piezas que más suenan en este fin de década. Es viernes y abundan las gargantas sedientas. Resulta que conozco a Julián de tiempos atrás. Antes se llamaba Romeo y tenía un diente de oro. Aunque no es imprescindible hacer uso de la seña y contraseña, procedemos según las normas. Me presenta a Memo, un perfecto desconocido. Ambos, Julián y Memo, huyeron del país en pleno terror de 1982, cuando el Ejército y los escuadrones asesinaban a granel. Si me preguntan en qué año nos endurecimos, diría que fue ese año. Esa época me llevo a comprender que las personas decentes desarmadas no acaban bien. Así había sido y así seguiría siendo, estoy convencido, en todos los períodos históricos caracterizados por la extrema brutalidad.
Ordeno una hamburguesa doble y me empino la primera helada, acompañado de Ingrid, que se limita a observarnos. Pero al terminar la segunda cerveza ya nos llevamos todos bien y alzamos la voz para hacernos entender en medio del rebullicio. La profusión de muchachas lindas en esta ciudad es enervante. Me siento como un gato que ha consumido ácido lisérgico y mira por todos lados mariposas azules de esas que llaman morpho.
Julián explica que la mujer de Memo, Mati, se quedó en el hotel con el crío de ambos. Le entregué a Julián una bolsa con un walkie-talkie, una clave y un chorizo de pilas. Hay que cuidar de que no nos rastreen, le explico, aquí solo los policías y los narcos tienen autorización para emplearlos. Usaremos una jerigonza de mecánicos: bielas, cardanes, chisperos, inyectores, amortiguadores de hule para barra estabilizadora, lo normal en una carretera. Vamos a juntarnos únicamente si es imprescindible.
El estéreo del bar se disparó con Under my thumb, de los Rolling Stones.
Después de tres cervezas, nos despedimos y cada quien marchó de vuelta a su hospedaje. Una niebla alegre invadía las calles. Era como estar en el fondo del mar. El sentido de la realidad estaba tan trastocado que en cierto momento creí ver una cápsula Soyuz. Pero no, resultó ser una estatua. Lentamente, llevados por la neblina, nos deslizamos hacia el primer cuadrante de la ciudad, mezclándonos, desfigurándonos, contribuyendo con nuestros pasos a la escritura humana de esa noche. De vuelta en el hotel, Ingrid se fue derechito a la habitación. El bar aun no cerraba. Yo tenía ganas de tomarme una última cerveza. Cuando subí, Ingrid dormía. Este día cumplo 31 años.
4 de noviembre
Reinicio de travesía. Me encasqueté mi camiseta On the Road. Mandé hacer media docena con base en el mismo diseño de la tarjeta de presentación. Ingrid me pidió una y se cambió al instante. Preparamos un termo con café e hicimos contacto con el chele Julián. Ya se encontraban en la gasolinera.
Al dirigirnos al garaje a recoger el coche, examiné nuestras disímiles sombras. Se avecina el día más corto del año, mi favorito: las sombras se alargan como en el salón de los espejos. Iniciamos la jornada mejor acoplados, menos serios. Alcanzamos a los muchachos en la gasolinera, donde se detuvieron a cargar diesel. ¡Horror! El transporte que vamos a custodiar, y que para los fines de esta bitácora denominaré «el catamarán», tiene un color que solo puede denominarse rojo llamarada. ¿Por qué no lo cambiaron a un azul o un verde o un marrón? Aparece Mati, la mujer de Memo. Salió del baño de la estación blindada con un grueso suéter y cargando a un chiquito envuelto en frazadas. Parecía un nacatamal. De pañales y ya andaba embarcado en su primera aventura. Mati es una mujer pequeña, recia como una penca. Lleva el pelo como sin duda lo llevaron su madre y su abuela: no ha sucumbido a la estética del Norte. Muy disciplinadamente, nos ignoró.
Enfilamos a Culiacán. El pardo leonado del desierto se abre a lo lejos como una pista salada, igualita a las que usan los gringos en Utah para probar máquinas desquiciadas. Sobrevolaron unos azacuanes, lo tomé por buen augurio. Esperaban dos fronteras por delante, pero estábamos del mejor humor.
Gran susto cerca de Guaymas. A la vuelta de una lomita nos salió un coyote enorme en el camino. Ingrid me clavo las uñas. Intenté una maniobra que casi me hace perder el control de la máquina e inmediatamente dirigí la mirada al retrovisor, resignado a descubrir un trozo de carne moribunda.
–¡Está vivo, lo salvaste!
–Yo diría más bien que él se salvó solo.
El tío coyote apareció en mi retrovisor, erecto, flemático, en todo su esplendor. Era una especie magnífica, parecía un lobo. Una vez, pernoctando en la montaña, allá en el país, escuché aullidos que sólo podían ser de coyote. Era una noche helada de enero. Acampábamos en un punto llamado el Trigalito, uno de los más hermosos del norte. No sabía si era una buena o una mala noticia, pero me alegré. Ojala les vaya bien a los de tu especie deseé en medio de aquella soledad de vientos y pinos.
Ingrid y yo prendimos cigarrillos para celebrar. Aproveché para compartir mis impresiones sobre esos animalitos. Una especie fascinante, una especie que se adapta a todos los climas, a todos los tipos de humanos, que come lo que sea, que roba, que caza, que mata, especialista en adversidades.
Pasó casi una hora antes de que volviéramos a cruzar palabra.
Ingrid había descubierto mi ejemplar de On the Road. Se puso a hojearlo. Yo había dejado un separador en la página en que Sal Paradise se apea en Denver y poco a poco va encontrándose con sus absurdos compinches. A lo lejos, los grandes picos de las Rocallosas y, todavía mas lejos, el inconmensurable Pacífico. Sal Paradise se ha lanzado al descubrimiento de su país y de su tiempo. Geografías, gentes, trenes, vagabundos, pícaros, aventureros, vaqueros, sheriff, carreteras interminables diurnas y nocturnas, alcohol, mucho alcohol, vidas locas, ingenuidad, sobresaltos, vía láctea, transformación.
Después de correr un rato por sus páginas, Ingrid cerró el libro sobre su regazo.
–¿Qué películas te gustan?
–Las de vaqueros.
–Qué raro… ¿solo las de vaqueros?
–Son las más interesantes y sencillas y filosóficas. El héroe solo tiene lo esencial en la vida: un caballo, un sombrero, un par de botas, un revólver, un horizonte interminable, una idea.
–¿Y qué idea es esa?
–La venganza.
–¿La venganza?
–Sí, la venganza: el imperativo de cobrarse una afrenta grave, una injuria casi siempre antigua… ojo por ojo. ¿Sabés por qué?
–No, ¿por qué?
–Porque el color de la sangre jamás se olvida.
Adiviné algo inefable en su expresión, imposible confirmarlo puesto que cuando manejo no aparto la vista del camino.
–En realidad… los vaqueros no eran más que vaqueros. Muchos fueron negros… o latinos, ¿sabías?
–O sea que solo me estabas vacilando, mae.
Nos cruzamos con un tipo sombrerudo en una troca. Joven. Llevaba prisa. Así se vive la vida en el desierto, con prisa.
–Esta tierra, Sonora, también es de vaqueros, solo que hoy se mueven en troca… En una época se chalaron y creyeron que había mucho oro por aquí.
–¿No había oro?
–Había, pero no tanto.
Ni una sola nube en el cielo, nada más la vasta insoportable cúpula.
–Cuando era niño –continué– había una serie de televisión que se llamaba El potro pinto. La heroína era una chica linda con indumentaria india. Fue algo así como mi primera novia.
–¿Era india?
–Debe haber sido una blanca secuestrada cuando chiquita… por los cheyenes o los yaquis o los siux o los que fueran. Seguramente habrán liquidado a sus padres, a sus hermanos, a sus tíos, blancos colonizadores. La habrán criado como india, hasta el punto que no podía causarles problemas.
–No te gusta otra cosa… digamos, las películas francesas o italianas?
Lo pensé un rato.
–Me gustan las películas de detectives, especialmente las de los años cuarenta.
Mencioné a un actor gringo que se llamaba James Cagney. Un tipo integral, sin dobleces que me recordaba mucho a mi padre.
–¿Tu padre era un detective sin dobleces?
–No, pero montaba en cólera igual que Cagney.
A las 17:00 horas entramos a Culiacán. Considerando la hora y la inminente oscuridad, nos convino hacer parada allí. Culiacán no es una ciudad muy grande ni muy chica, ni moderna, ni vetusta y en esta época del año, ni ardiente ni fría. Nos dirigimos a un hotel de tres estrellas que Ingrid encontró en los materiales que nos ofreció la chica del hotel de Hermosillo. En estos pueblos no hay plaza de las tres culturas, ni hondos trazos humanos, ni enormes plazas consagradas al sol o la luna. Es un pueblito donde a uno le gustaría afincarse por unos meses, tal vez un año. Una ciudad ideal para vivir como un perfecto desconocido. Pero tiene mala fama. Todo el tiempo tuve la sensación de que en cualquier momento podía desatarse una balacera.
Antes de entrar al pueblo me puse a distancia visual del catamarán. Estaba botando aceite, al fin y al cabo no era una máquina del año. Informé a Julián por el walkie-talkie. Dejé a Ingrid en el hotel con la copia de On the Road y fui a encontrarme con el equipo Xilófono (nosotros somos el equipo Zulu). Escogieron un hotel con un estacionamiento enorme a la salida de la ciudad. Dimos algunas vueltas hasta dar con un taller que se especializa en motores diesel. Se veía limpio. Los dueños eran unos gemelos, uniformados ambos con idéntico pullover de mecánico y con su respectivo logo. Esas fachas lo impresionaban a uno, lo malo era que estaban por cerrar. Prometieron atendernos a la mañana siguiente. Cuando subí a la habitación, Ingrid dormía, el libro de Kerouac a su lado. Se despertó y bajamos a cenar tortas en un comedor cercano.
5 de noviembre
Perdimos prácticamente el día entero en la reparación del catamarán. Los gemelos pararon la fuga de aceite y cobraron con moderación. Julián y yo valoramos que lo más aconsejable sería esperar hasta el siguiente día para reanudar la marcha. Llamé a Sofía para reportar el retraso. Me informa que ha comenzado a pintar un cuadro mío, de memoria. Tiene una vena artística. Ha prometido tenerlo acabado para cuando nos veamos de vuelta.
Ingrid permaneció en el hotel. Cuando volví, después del almuerzo, sorprendí en mi acompañante una especie de aburrimiento o desazón o intranquilidad. Difícil saberlo. Quizás esto es demasiado para ella, pensé: andar metida en un entorno donde carece de control, separada de su mundo y sus amistades y su novio argentino. Dice que mañana quiere conducir toda la jornada. No tengo problemas con eso.
Tengo un libro nuevo, ¿Quo Vadis?, de Sienkiewicz. Lo adquirí en una librería de usados cerca del centro. El dueño de la librería era argentino. Cometí el error de confundirlo con chileno
Ingrid estudia los mapas y los folletos turísticos que hemos acumulado. Aprovecho para practicar la primera inmersión en el libro del polaco.
Petronio nunca se despertaba antes del mediodía, y por lo usual se levantaba agotado. La noche anterior había asistido a uno de los festines que daba Nerón.
6 de noviembre
Abandonamos el último reborde del desierto y la gente del norte ha quedado atrás, en las brumas del espejo retrovisor. Enrumbamos al sur con renovada confianza en el cumplimiento de nuestra misión. A media mañana, en las inmediaciones de Mazatlán, cruzamos el Trópico de Cáncer. Cielo despejado, temperatura entre los 16 y los 18 grados Celsius.
Temprano esta mañana, arrancada del sueño por mis ronquidos, Ingrid acompañó a Sal Paradise, el protagonista de On the Road, en el trayecto de Bakersfield a Los Ángeles. El héroe desembarca en el corazón de la ciudad angelina de la mano de Terry (Teresa), chica mexicana que conoció en el autobús y de la que se ha enamorado. Es una gran narración, todos los jóvenes deberían leerla. Ingrid le ha cogido gusto al libro y ahora tendremos un tema de conversación. Me parece bien, porque, aparte del hecho que compartimos tarea, no tenemos mucho en común.
En realidad, nada.
Por lo demás, el día no aportó novedades. Entramos a Guadalajara a las 16:20. A Ingrid le gustó la ciudad y se mostró de buen humor. Fue una lástima que no pudiéramos visitar el zoológico o el lago de Chapala. Cenamos en un restaurante que especializado en pescado y mariscos.
Antes de cerrar esta entrada debo consignar que a la salida de Tepic, en un retén de la Policía Judicial Federal, un policía se metió al catamarán y robó una bicicleta que el chele Julián le llevaba a su sobrino. Este tipo de fechorías es cosa cotidiana, pero no solo aquí. Hace unos años, en un retén del ejército en Honduras, vi cómo los soldados despojaban de sus miserias a los pasajeros que venían del puesto fronterizo de El Florido que da a Guatemala. Les robaban cualquier cosa, un cartón de huevos o bisutería que las mujeres habían comprado en la frontera. Nada se podía hacer.
Mañana cruzaremos la Sierra Madre Oriental, una de mis cordilleras favoritas y llegaremos a Veracruz. Tomaremos la antigua ruta (el «Camino Real»). A la velocidad que vamos nos tomará unas diez horas cruzar la cordillera, uno de los tirones más largos de este viaje.
En el hotel Ingrid prende la televisión. Me irrita un poco, tenía la intención de seguir con la lectura de Sinkiewicz. No puedo concentrarme en la lectura cuando hay ruido. No pasaba del mismo párrafo.
Ingrid saltaba de estación en estación, sin decidirse. A eso le dicen en inglés zapping. Finalmente, seleccionó un programa cómico mexicano, pero se aburrió.
–¿De qué signo sos? –preguntó a bocajarro.
–¿De qué signos hablás? –pregunté, como si oyera hablar de un culto desconocido.
–Diay, del zodíaco, niño… todo el mundo tiene uno.
–No lo sé.
–No te lo puedo creer, me estás tomando el pelo, hasta un militante o un patriota o lo que sea sabe cuál es su signo.
–Bueno, sí lo sé, pero no hay que hacer caso de esas cosas. Es un juego, un entretenimiento, como la ouija.
Le conté el caso de un amigo que había sido redactor en una revista especializada en programas de televisión. Él mismo escribía los horóscopos, pues la revista para la que trabajaba no quería invertir en contratar los servicios de un oráculo profesional.
Ingrid insistió en que le revelara mi signo.
–Tengo varios, dependiendo de la documentación e identidad que esté utilizando en cada momento. Según el caso, adquiero un perfil de identidad distinto, con taras y todo.
–Ah, entonces sí sabés, y además me estás diciendo que el señor que conozco es falso, que todo el tiempo estás pretendiendo ser el que no es.
–Más o menos».
–Y entonces, ¿cómo sos de verdad, míster Chava?
|–No lo sé, estoy tratando de averiguarlo. Al final de este viaje lo sabré, espero.
Me arrojó una almohada. Después de aquella ocasión en que estuve a punto de atropellar al coyote, en que Ingrid me ensartó las uñas, este almohadazo pasó a ser el segundo momento dichoso de nuestra vida compartida.
7 y 8 de noviembre
Grave incidente. El catamarán volcó cuando estamos por llegar a Perote, antes de empezar a remontar la Sierra Madre Oriental. La máquina fue a dar al canal de desagüe de la carretera. El accidente fue provocado –con absoluta deliberación, según los compañeros– por un furgón que los embistió de frente, forzándolos a salirse del camino. Se abrió una enorme grieta en el catamarán, exponiendo elementos del embarque. Le encargué a Julián que no permitiera que nadie se acercara al cuchumbo, y salí disparado a Perote a buscar una grúa. Si la policía se presentaba, todo se iba a ir al carajo. Les pedí que hicieran todo lo posible por ocultar la carga. Los miembros del equipo resultaron con laceraciones y moretes. Solo el chiquito salió indemne gracias a la silla de bebé.
Las reparaciones tomaron casi todo el día siguiente. Los mecánicos eran un muchacho y su abuelo. A causa de las cataratas, el viejo se limitaba a supervisar el trabajo desde su mecedora. Le saqué toda la plática que pude con el fin de distraer su atención. Además, es bueno que sepan que uno es buena gente. Por dicha, la abertura que amenazaba descubrir el cargamento volvió a cerrarse cuando sacamos el armatoste de la zanja.
El abuelo tenía unas crías de tortuga y estuvimos hablando de esos animalitos mientras su nieto soldaba. Le conté que cuando niños tuvimos tortugas. Quiso regalarme una. No puedo aceptarla, dije, qué será de ella en el camino. Llévatela, me dijo, te dará suerte.
Una vez efectuadas las reparaciones (soldadura y pintura), la nave está lista para volver al camino. No se echa de ver nada, no huele a nada. Por si acaso, por la noche unté con aceite de ajo los rebordes de la abertura. Este incidente pudo acabar en desastre, con gravísimas implicaciones de seguridad. Ni quiero pensarlo.
No convenía pernoctar en Perote, así que enrumbamos a Tlaxcala. Es más fácil pasar desapercibido en una ciudad grande y Tlaxcala es una ciudad grande. Apenas instalarnos en el hotel, informé de lo ocurrido a Sofía.
Originalmente, Sofía iba a acompañarme en este viaje. Pero a alguien se le ocurrió otra idea, y aquí estamos. Tengo la impresión de que, a raíz del accidente, Ingrid repara por primera vez en las implicaciones de esta misión. No obstante, en lugar de tocar temas serios, volvemos a las pasadas del libro. Sal Paradise vuelve al hogar de su tía en Nueva York, que es algo así como su retaguardia estratégica. Después de las fiestas de año nuevo, el héroe, acompañado por Dean, Marylou y Ed Dunkel, se lanza de nuevo a la aventura en pos del dorado Oeste.
La tortuguita fue un gran éxito con Ingrid. La alimentamos con guineos, tal como hacíamos en casa. Ingrid quiso ponerle nombre.
–Ingrid –sugerí.
–Diay, mae, no moleste.
–¿Lupita?
–¿Chachita?
–No sabemos si es hembra.
Al final, la bautizamos Marylou, como la novia de Dean Moriarty.
9 de noviembre
Día infame. Memo cogió una infección estomacal anoche después de un atracón de mariscos. Diarreas y vómitos hasta el amanecer. En la mañana lo llevé a un consultorio, donde recetaron suero y antibióticos. Mati está furiosa, pedir mariscos en un restaurante que se especializa en carnes. Seguiremos a Veracruz (a dos horas de distancia) y una vez ahí vamos a valorar si seguimos a Arriaga o Tonalá o si nos quedamos en Veracruz. Cada día que perdemos tiene consecuencias graves.
Una vez en Veracruz, decidimos que Memo debe reposar.
Ingrid y yo llenamos la tina del baño con agua hasta una pulgada de profundidad. Hicimos una islita para Marylou con botes y potes. Apenas refrescó, fuimos a pasear al malecón. Brisa moderada. La vista del puerto y de los barcos enormes que entran y salen me provoca una extraña emoción: el llamado de los mares, los puertos, las odiseas. Aprovechamos para hartarnos mariscos y pescado (yo, huachinango a la veracruzana), acompañados con un tequilita que Julián compró en Jalisco. Antes de acostarnos, me doy una vuelta por el hotel donde se aloja el grupo Xilófono. Memo tiene el aspecto de un zombi, como en las películas, pero al menos ya pararon los vómitos y empieza a ingerir comida sólida. Reanudaremos la marcha temprano en la mañana, después del desayuno.
10 de noviembre
Esta mañana anuncian los diarios de Veracruz que el Gobierno de Alemania Oriental permitirá a sus ciudadanos viajar libremente. Todo un cambio de era: por lo visto, la perestroika está funcionando. Salimos del puerto acompañados de una fresca brisa matinal. Paramos unos minutos a la altura de Acayucan para comprar café y checar que todo marchase bien. Vamos a pasar por La Ventosa, le aconsejé a Julián que redujera la velocidad cuando termináramos de bajar la cordillera. (No se lo creyó hasta que lo zarandearon las borrascas de cien kilómetros por hora). También le advertí que había que andar aguja por el sector de Arriaga: ahí suelen pulular bandas de asaltantes motorizados. Policías.
Llegamos a Tonalá a eso de las 17:00 sin novedades. Pueblo eternamente sumido en una ola de calor. El hotel tiene una alberca y fuimos todos a darnos una zambullida, menos Memo, que se quedó en la orilla a cargo del bebé. Ingrid apareció con un bikini que dejó sin aliento a los presentes, incluyendo las señoras y el personal del hotel. Me calé unos anteojos oscuros. No he visto a nadie nadar con tanta gracia.
En el restaurante, topamos con unos compatriotas que marchaban al norte. Pensaban vadear el río Bravo en el sector Matamoros-Brownsville, y de ahí seguir a Washington D.C., donde tienen familiares. Les deseamos suerte. Valga decir que ya no participarán en ninguna insurrección.
Hace un rato, Ingrid comentó sus avances en la lectura. Había llegado a la parte en que Sal Paradise invita a Dean Moriarty a unírsele en el viaje de vuelta a Nueva York (para variar, se quedarán en la casa de su tía, y de ahí planean volar a Italia. Viajan en un Cadillac que deben entregar a su propietario en Chicago. Cada pasajero paga una porción de los gastos del combustible, menos Dean que nunca tiene un cinco. Sal relata que cuando era niño solía viajar con su padre en carro y le gustaba fantasear que era un jinete. Se miraba trotando alrededor de las casas, brincando cercas y montañas, vadeando ríos y estanques con su caballo. Dean confiesa que él también tenía una fantasía parecida, solo que en lugar de galopar corría a pie por los valles y los campos y los desiertos del país.
Conté a Ingrid que cuando niño yo también tuve una fantasía parecida: cuando volvía de la escuela me imaginaba que las calles de San Salvador estaban inundadas y que yo me desplazaba feliz sobre una lancha.
–Eso indica que eres Piscis –concluyó Ingrid.
Recordé que en algún momento de mi vida, efectivamente, había sido Piscis.
11 de noviembre
Hablando de Piscis, lo que nos faltaba: avería de la bomba de agua a la salida de Tapachula, ciudad donde no pensábamos detenernos. Nos volvimos a buscar un taller. El propietario resultó ser un compatriota que se había afincado ahí desde joven. Preferí no entrar en conversación con él porque era muy preguntón. El catamarán no estará listo antes del mediodía, lo que significa que no partiremos hasta mañana.
Un sauna esta ciudad, en cualquier época del año. Ingrid y yo salimos a comprar café y seguimos dándole a los mariscos. En la librería compro Oficio de sombras, de Rosario Castellanos, y poesía de Salvador Novo, un poeta interesante.
Tras la caminata, regresamos al hotel, casi achicharrados. Por fortuna, los aires acondicionados del hotel son unas bestias.
Ingrid me preguntó si creía que la guerra iba a terminar pronto.
–Va a terminar pronto, pero no de la forma que teníamos pensado.
–A ver, explícate.
–Ahora buscamos un final negociado, sin ganadores ni perdedores… pero puede ser que todos resultemos perdedores. O que acabemos con ganadores y perdedores en ambos bandos. Lo cierto es que la paz siempre será mejor que la guerra… aunque la paz sea un infierno.
–¿Qué te gustaría hacer cuando acabe la guerra?
–Todavía no lo sé, prefiero no pensar en eso.
Me dio la espalda.
–La verdad –digo– es que después de tantos años metido en esto, cuesta vivir de otra manera.
12 de noviembre
Ingresamos a Guatemala por Tecún Umán sin novedad ni sobresaltos y tomamos la ruta del Pacífico pasando por Escuintla. Viajamos bajo una carpa de azul sólido corriendo entre volcanes. Tan cautivador y tenebroso país. Llegamos a la frontera de Las Chinamas a las 14:00 aproximadamente. Nos topamos con una larga fila de camiones que aguardaban para pasar al otro lado. Un motorista gordo con grasa de motor en la cara, el último de la fila, gritó que nada se movía. Estábamos algo así como en el lugar 56 en la fila. El grupo Xilófono aguardaba en Valle Nuevo, a unos kilómetros de la frontera, a la espera de que les avisáramos que podían cruzar. Me dirigí a la primera aduana, la de Guatemala con los pasaportes de ambos. El problema no estaba aquí: solventé los trámites y crucé el puente a pie. Una bola de motoristas furiosos se pegaba a las ventanillas de la aduana salvadoreña. La mayoría eran camioneros, panzones y sudorosos. Ninguno pudo explicar por qué no avanzaba la cola. Di la vuelta al edificio y miré por las ventanas a ver si le atinaba a la causa. Una docena de funcionarios deambulaban dentro del edificio. Ni siquiera se molestaban en dirigirnos una mirada. Uno de ellos abandonó la oficina, de seguro para ir al baño, y lo enfrenté a la salida.
Ahí se produjo el siguiente diálogo:
–¿Qué está pasando?
–¿Qué está pasando de qué?
–¿Por qué tienen las ventanillas cerradas? No hay atención al público.
–¿Nadie atiende?
El tipo parecía haber entrado en choque. Daban ganas de darle una cachetada.
–No hay ninguna ventanilla abierta. ¿Cuál es el problema?
–La frontera está cerrada hasta nuevo aviso.
–Está cerrada, ¿por qué está cerrada?
–Órdenes superiores.
–¿Cuándo van a abrir?
–No sabemos, no nos han aclarado.
–No podemos quedarnos del otro lado: somos turistas, nos pueden asaltar.
–Pruebe del lado de Anguiatú, tal vez ahí encuentre abierto. Pero, mire, cherito, no le diga a nadie más.
Corrí de vuelta al carro. Una turba de cambistas asediaba a Ingrid, que había cerrado las ventanas y se refrescaba con el aire acondicionado. Un tipo con aspecto de violador golpeaba el parabrisas, exigiéndole abrir el cristal. Ella, indiferente, se liaba una cola de macho. No dije nada, me puse al volante, arranqué y di la media vuelta. Cogí el walkie-talkie y le expliqué la situación a Julián. Teníamos que llegar a Anguiatú mucho antes de que oscureciera. Ingrid cogió el mapa y se puso a estudiarlo. La ruta Jutiapa-El Progreso-Agua Blanca-Ipala-Quezaltepque era la más directa. La mayor parte de la ruta es camino de terracería. De hecho, en El Progreso se acaba el asfalto, y de ahí en adelante progresamos a la buena de Dios envueltos en una polvazón apocalíptica. Salvamos Agua Blanca sin novedades, pero unos kilómetros más adelante, en Ipala, nos salió al encuentro un pistolero que justo en ese momento salía de una cantina. Estaba ebrio y se puso a disparar al aire con su revólver cuando vio acercarse la mole roja. Pero la mole roja no se detenía. Le vi intenciones de asestarle al catamarán. Lo encañoné con la Browning, que saqué del embutido para cruzar estas tierras olvidadas de Dios. Por suerte, las cosas no pasaron a más. El tipo apenas podía sostenerse en pie, y se fue de costado. Oriente es tierra de pistoleros. Aceleramos. Ingrid se asustó muchísimo, pero solo me ensartó las uñas una vez que superamos la prueba. Confesé que yo también estaba asustado. Llegamos a Anguiatú al filo de las 17:00 horas. Los empleados de la aduana y la Migración en ambos lados hicieron el trámite en un santiamén, como si estuvieran urgidos de marcar y largarse a casa. Vino enseguida la explicación que buscábamos. Una familia que venía saliendo nos informó atropelladamente: hay una gran «disparazón» en San Salvador: la guerrilla se ha tomado la ciudad, hay explosiones y balaceras por todos lados.
–No vayan ahí, mejor regresen –urgió la mujer.
Esa familia había decidido refugiarse en Esquipulas. La ofensiva ha comenzado. Llegamos con demora. En el momento en que el campo socialista se desmorona, nosotros empezamos la revolución.
Había un avispero de soldados en Metapán, desconfiados, torvos, nerviosos. Examinaron nuestros pasaportes como si estuvieran escritos en escritura cuneiforme. Pronto iba a entrar en efecto la ley marcial y estaban listos para tronchar a cualquiera.
Estamos en un hotel céntrico, frente a la plaza central. La habitación apesta a tabaco, eso significa que podemos fumar. Toda la noche se escuchan disparos, de seguro los compañeros están asediando el puesto militar de Metapán. Hay un restaurante pequeño en el hotel. Los del equipo Xilófono ocupan otra habitación. Y otra mesa. Solo podían ofrecernos frijolitos, platanitos y queso duro. Nos vino de perlas. Pedimos una ronda de cervezas, que afortunadamente no se han agotado. Una vez de vuelta en la habitación, nos pegamos al radio de onda corta trepados en la cama. Las radios comerciales fueron obligadas a entrar en cadena nacional: únicamente se transmiten marchas militares y partes de guerra triunfalistas. La radio informa que un ataque a la Segunda Brigada de Infantería fracasó, y que el Ejército gubernamental aniquiló a 200 guerrilleros, lo que no me creo para nada.
La radio Venceremos, por su parte, habla de recios combates en todo el país. En San Salvador, dice Santiago, el locutor, las fuerzas guerrilleras ocupan vastos sectores de la capital, y el pueblo se incorpora con entusiasmo a las tareas de la ofensiva Hasta el tope. Al calor de las noticias, los ojos de Ingrid arden de curiosidad y temor, como si nos hubiéramos precipitado en otra dimensión. —No se preocupe—, le digo, aludiendo a la refriega que continua en Metapán –ráfagas cortas y uno que otro granadazo–, este pueblo no es importante. Es solo un asedio.
–No estoy preocupada, usted parece saber lo que está haciendo… ¿Vamos a poder entrar a San Salvador?
–Mañana lo sabremos.
–Niño, ¿qué haremos con la tuga?
–¿La qué…?
–Marylou.
–Se la dejaremos a Memo. Él le hallará un hogar decente.
Me tomó de la mano e inmediatamente se quedó dormida.
13 de noviembre
Tras una serie de retrasos y retenes que no tiene sentido reseñar, llegamos a San Salvador justo a tiempo para el contacto de las 11:00 horas. Entramos a una ciudad ocupada. Reminiscencias de las películas sobre nazis que he visto desde niño, solo que estos soldados tienen más bien una pinta lumpen. La ciudad arde. La muralla que por casi diez años impidió que la guerra entrara a la capital, se ha resquebrajado. Sin embargo, las viejas rutinas no se han paralizado, no del todo. La gente todavía se encarama a los autobuses o picops o lo que sea para ir al trabajo. Aunque no es el tiempo ni el lugar para lucir una pinta de promotores turísticos, Ingrid y yo desplegamos nuestras camisetas On the Road.
A las 10:00 horas abandono a Ingrid en el hotel Sheraton y salgo al contacto acompañado por Julián.
Julián se queda a leer el periódico en la banca de una plaza cercana mientras yo me dirijo al punto de contacto. Amílcar, quien debía recibirnos, no aparece. Nadie llega en su lugar. Esto es extremadamente grave. Después de una espera de 20 minutos no es prudente seguir ahí. Hay orejas por todos lados. Cogemos un taxi y nos apeamos en la iglesia El Rosario, en el centro de San Salvador. Hasta aquí no llega el tableteo de las ametralladoras y se puede pensar con serenidad. Sentados en una banca del templo decidimos que no vamos a esperar hasta el siguiente día para hacer el recontacto. No hay más que colarse a una de las zonas de combate y entregar el cargamento directamente ahí donde se necesita. Nos metemos a una tienda deportiva y compramos indumentaria de futbolistas, incluidos los tacos y una pelota número 5. En este país nadie sospecha de un futbolista.
Regresamos al hotel, donde encuentro a una Ingrid que se trepa por las paredes. Le pido que baje al vestíbulo y que, con la ayuda de los servicios del hotel, compre un boleto para San José. Saliendo tempranito en la mañana, si cabe.
Vuelvo al lado de Julián cargando a Marylou en una cajita. Desplegamos el mapa de San Salvador. No es muy sofisticado, es un viejo mapa Esso para viajeros. Le propongo a Julián dar un rodeo hasta la colonia La Rábida, unas cuadras al sureste de las líneas de fuego, y desde ahí intentar llegar hasta donde se encuentran nuestras unidades. No hay tiempo de practicar una exploración. Julián considera que es mejor entrar por San Ramón, en las faldas del volcán. Conoce bien la zona, vivió ahí un tiempo. Nos dirigimos en taxi al lugar donde aguarda el catamarán con el tanque lleno. Memo, Mati y el niño se quedan con unos familiares. Les confío a Marylou.
La ciudad retruena, revienta, salta hecha añicos, un avispero de aviones y helicópteros martillea la zona norte con róquets y ráfagas de ametralladora. En la lejanía retumban bombas de 250 y 500 libras. La ciudad ha cambiado en estos años de ausencia. Donde hubo fincas, hoy proliferan colonias y supercitos y familias de clase media baja. Nuevas urbanizaciones trepan poco a poco las faldas del volcán como arañas malignas.
En San Ramón nos internamos por calles de terracería y monte tupido. Desde aquí se escucha nítidamente el refuego. En una curva del camino topamos con gente armada, nos rodean, nos ordenan apearnos. Mi sentimiento de perdición se disipa cuando veo mujeres entre ellos. Descubro un rostro conocido. Vilma. Es un encuentro de lo más extraño. Yo con traje de futbolista, ella de verde olivo. Sus padres me alojaron en su casa hace unos años, después de que el Ejército rodeó mi local. Vilma era entonces una adolescente. Pido hablar con ella. Me reconoce y está tan sorprendida como yo. Es jefa de escuadra.
Hacemos contacto con el mando por radio, y ofrecen mandar tropa a un punto que sugiere Vilma. Conducimos el catamarán hacia la profundidad del cantón, los guerrilleros como pasajeros. No podía ser un blanco más llamativo: un enorme cuchumbo rojo bamboleando en la profundidad agreste del monte, en la periferia de los enfrentamientos. Llegamos al punto de contacto. Tras una larga espera, aparece el chele Garay con un pelotón. Los rostros fascinados mientras descargamos. Garay recibe un mensaje del mando. Amílcar ha caído en manos del enemigo, por eso no se presentó al contacto. Me ordenan reportarme. Me dan unas horas para arreglar el traslado de Ingrid al aeropuerto y poner a resguardo los vehículos. En 24 horas estaré de vuelta. Me despido de Vilma con un abrazo del alma.
Regreso al hotel. Los vuelos a San José tienen gran demanda en las últimas 48 horas, me explica Ingrid. Compró un boleto a Ciudad de Panamá y desde ahí se las arreglará para regresar a Costa Rica. Le saltan las lágrimas.
Antes del toque de queda busco un teléfono lo suficientemente apartado para que el eco de la batalla no irrumpa en la conversación. Llamo a mis padres. Se pone una voz desconocida. Será la doméstica. Pido hablar con mi madre, es la primera vez que tenemos un intercambio en muchos años. Su voz suena débil, emocionada. Mi padre ha muerto el año pasado de un infarto fulminante… es la primera noticia.
–¿Estás en San Salvador?
–Le estoy llamando desde San José, mamá. Voy a estar un día aquí.
–¿Estás en Costa Rica?
–Solo por un rato, mami.
–¿Te puedo visitar?
–No puede ser, mami, usted lo sabe. No esta vez, al menos.
Me imparte su bendición con la voz quebrada. Nos despedimos, vuelvo al Sheraton.
Marco a Sofía para despedirme. Este anuncio la descoloca. Parecía el inicio de una relación. Quien sabe, tal vez no sea una despedida, sino una prórroga.
Ingrid me acompaña a una tienda a comprar zapatos para el monte, una mochilita, una cobija, calcetas, plástico, cosas así. Comemos en el restaurante del hotel y pedimos vino. Me comparte que Sal Paradise y Dean Moriarty, acompañados de Stan Shephard se han lanzado a una nueva aventura: México. Atraviesan la frontera por Laredo, saltando de la Gran Noche Americana a la Gran Noche Mexicana. Afuera revientan las matracas, los papagallos, los AK-47, los noventazos sorprendentemente cerca. El nerviosismo de los empleados del hotel es palpable, pero un gerente me asegura que no hay por qué preocuparse: los guerrilleros nunca se atreverían a aventurarse a esta zona de San Salvador.
De vuelta en el cuarto, Ingrid y yo nos recostamos a ver una película con Jeremy Irons por una de las estaciones de cable.
A media película me toma de la mano. Es una mano pequeña.
–¿Vas a estar bien?
–Por supuesto.
–¿Esta es la primera película que no sea de vaqueros que mirás?
–Es la primera… no, no lo es… te mentí.
–Si alguna vez visitás Costa Rica, ¿vas a buscarme?
–¿Cómo hago para dar con vos?
14 de noviembre
Dejé a Ingrid en el aeropuerto. Le di mi copia de On the Road y las camisetas.
Lo más probable es que nunca vuelva a verla.
Saco la Browning y dejo el carro con Julián. También le confié las cámaras, las fotos, las herramientas.
Me abro paso a través de una mañana que es como un diamante del tamaño de este país: la mirada cala lejos en el tiempo y la distancia. Los cerros de Nejapa y Guazapa se recortan nítidos, como si estuvieran al alcance de la mano. Al fondo, las alturas de Chalatenango, montañas que son un destino. Cojo un taxi con dirección a San Ramón. Paso dejando estos apuntes en casa de viejos amigos en los que confío.
Fin de bitácora.