Tras una conferencia, tras un encuentro real con el escritor Sergio Chejfec, el aspirante Juan Otero visualiza diferentes versiones de sí mismo y del mentado encuentro. Retrato de Lucas Iranzi.
Encuentro. Ubicado en el lugar común –no he podido moverme de ese lugar: la admiración, un poco estólida, que un escritor joven siente por otro escritor mayor, con el que se piensa unido por la afinidad o por las preferencias–, le pido un autógrafo y ese pedido tiene algo de broma y algo de halago. No poseo, es decir, no retengo materialmente ninguno de sus libros –le digo que son elusivos, como su escritura– y le acerco, en cambio, un volumen de Juan José Saer –los Cuentos completos– en reemplazo. Chejfec replica la broma o la extiende: sonríe. Dice que podría intentar, sin mediaciones, la firma de Saer. Pero no lo hace. Escribe, en un trazo elegante y un tanto curvo, una versión más modesta del chiste: firma en representación del otro, como mandatario, e inscribe su propio nombre al final.
Antes de despedirnos, bajo la luz tenue y un poco frágil del sol que se hunde en alguna parte –otro lugar común que, sin embargo, es real–, Chejfec me agradece vagamente, no muy en serio, el haberlo colocado en el lugar de Saer. Lo saludo y esa experiencia es compacta. La recupero ahora, en la escritura, con dificultad. Veo a Chejfec que se retira, despacio, camino al baño, calvo y erguido, a realizar alguna de las dos necesidades. Después, me voy yo también, en otra dirección. Dudo que mi entusiasmo haya sido compartido. Pienso que la admiración es siempre e indeclinablemente unilateral, pero ese pensamiento se borra y deja tras de sí, a la brevedad, una estela de cansancio.
Los pasos de Chejfec son livianos y no resuenan en el pasillo vacío. Los míos tampoco. No se oye nada, en realidad.
Lengua. La voz es grave y responde, invariablemente, con un no-sé inicial que se desglosa, luego, en dos o tres posibilidades. No es asertivo y las preguntas del público parecen disgregarse a medida que son dichas, como si el público anticipara, en la cara del conferencista, la convicción ética de que no es posible ni deseable ofrecer respuestas. Las preguntas devienen comentarios más bien difusos, largos rodeos que no terminan de cerrarse, tartamudeos ante ese cuerpo tranquilo. Pero esas intervenciones, que interrumpen la voz grave, no son dubitativas ni laterales, sino más bien truncas, porque el público no sabe abordar ni impedir la elusión del conferencista. Tampoco sabe cómo adherirse coherentemente a su lógica ni cómo reordenar, en otro tipo de discurso, el reclamo de verdad. Hay torpeza en todas las voces menos en la suya que, sin moverse y casi seguro sin quererlo, ha logrado que los demás se replieguen, que se hundan en el tono bajo y monocorde de su lengua. La conferencia dura una hora y media, hasta el atardecer.
Apariencia. Lleva una boina y un abrigo oscuro. Debajo del abrigo, hay una camiseta azul marino, bastante apretada. La cara es vertical y su gestualidad es siempre opaca, adusta y simétrica. Cuando se ríe, apenas se modifican las facciones, aunque dejan entrever una inclinación natural a la ironía y a la broma implícita, casi invisible, que se filtra en la conversación con efectos demorados. En otras palabras: su rostro tiende a la ambigüedad, a una forma entrenada, sofisticada, de discreción o de timidez. Los ademanes son más bien parcos y estrechos, como si los brazos no quisieran despegarse demasiado del resto del cuerpo. La calva, cuando retira la boina, es brillante y cuidada como todas esas calvas trabajadas de los que van a los gimnasios o de los que impostan intelectualidad. A veces, la acaricia con delicadeza, arrastrando los dedos, aplanando la piel. En Chejfec, pienso mientras recupero esta imagen, hay un elemento de precisión en la inseguridad. Pero capto su apariencia solo parcialmente, en pocos minutos, y ahora intento una organización endeble entre partes que ya se han ido.
Intereses. Después de cancelar la entrevista, cuando le pregunto qué autores contemporáneos le gustan, responde que entiende a qué hago referencia con el verbo gustar, pero que prefiere, en cambio, el verbo interesarse. La corrección me parece prescindible en el contexto –una conversación informal entre alguien que exige recomendaciones y otro que se ve obligado a darlas– pero a él le importa lo suficiente como para sobreponerse al silencio y decirla –es probable que para algunos escritores no existan momentos de informalidad en la lengua. En el orden de las preferencias, o más bien de los intereses, Chejfec menciona a Pauls, a Ronsino, a Ríos, también a otros que olvido inmediatamente y a pesar de mí mismo. Luego habla de Handke y de Bernhard, pero de forma breve y sin mucha fuerza. Creo recordar que su recomendación de Handke no es muy enfática, que lo recomienda apenas y sonríe. Lo consulto sobre Sebald: rechaza un libro que menciono y acepta otro. El listado, el voceo, termina abruptamente y no insisto. Nos encontramos junto a una puerta lateral que nos indica, a la vez, el final del pasillo y el final de la conversación. Y tengo la sensación de haberme movido en una superficie, en un tiempo demasiado escaso que no se corresponde con el que había imaginado persistentemente, desde hace algunos días o algunos meses, para ese encuentro con Sergio Chejfec.
Futuro. Un poco después ocurrirá la despedida y el agradecimiento difuso por haberlo colocado en el lugar de Saer, por haberle permitido o haberlo forzado a autografiar el libro del maestro, en calidad de sucesor o de mandatario, de escritor solicitado por un lector. Pero, solo cuando pronuncie el nombre de Saer, creeré advertir en él una alegría genuina, como si se hiciera presente en su cuerpo una justificación para estar en ese lugar, tras la conferencia, recomendando autores, hablando vagamente de literatura con un desconocido. Al menos, cierta disposición literaria me obligará a creerlo, mientras lo vea desplazarse en dirección al baño, después de haberle prometido, en vano, mandarle pronto unas preguntas por mail.
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