Corre el mes de enero, en una playa atestada de gente, una familia disfruta bajo el sol; sin embargo, esta instantánea de la felicidad es acechada por una angustia casi imperceptible. Un cuento de Marcelo Zabaloy ilustrado por José Bejarano.
Enero. Primer mes del año que terminará con sidra y maldiciones para que no vuelva, o para que se repita; o para que el que viene sea al menos igual de bueno. Todas falsas opciones, porque es tan imposible que vuelva como que no. No sé si es imposible, pero es al menos improbable. Estamos de vacaciones en la playa.
Ocupamos una carpa a pocos metros del mar, mientras que la marea se encarga de alejar y acercar la delicia de refrescarnos los pies con las olas llenas de espuma amarillenta y tibia. En general somos felices con la marea baja y nos deprime la marea alta. Este es un sentimiento generalizado en la familia y en la gente que nos rodea. Es comprensible. La marea baja nos deja un enorme campo de acción para la pelota paleta y el tejo, para el picado y para las caminatas. En cambio, con la marea alta nos apiñamos uno al lado del otro y esto nos provoca fastidio. Las sombrillas están demasiado cerca y las canchas de tejo y de pelota carecen de la necesaria privacidad como para que uno se concentre. La calidad del juego se desmerece en favor de la sociabilidad, de la buena vecindad, de la tolerancia.
Dentro de la carpa se lee siempre algún libro, temas generales. Otros observamos el comportamiento de las personas con la idea de escribir algo. Los que no escriben también observan, miran, sacan conclusiones. Los pocos que no leen suelen tirarse boca abajo en la arena y se divierten siguiendo las evoluciones de los cascarudos poniéndoles obstáculos enormes, cosas tales como un fósforo usado o un caracol, u otean el horizonte con la secreta esperanza de divisar algo a lo lejos: un barco en dificultades, un periscopio, la aleta de un tiburón, alguien que emita señales desesperadas, un reflejo extraño. El sol cae a plomo todo el día, como si la tierra no girase en enero. Los niños se entretienen haciendo torres de arena mientras los que son padres primerizos dan cátedras de almenas, túneles y puentes. En general, los padres con experiencia reparten el tiempo entre la lectura del diario y la programación del menú del mediodía del día siguiente.
La familia hace un alto en la lectura a intervalos regulares, cuando alguno de nosotros carraspea o rompe el silencio haciendo crujir la reposera para cambiarla de lugar. Entonces todos los libros bajan y se apoyan en las panzas, y nos desperezamos mientras nos estiramos como gatos al sol y aseveramos que esto sí que es vida. Lo cual es una gran verdad. Alguien comenta que la vida debería ser exactamente así. Estarse echado todo el día bajo el sol o al reparo de una sombrilla. Leer. Pensar. Comer. Tomar. Y conjugar todos los verbos placenteros que nos ofrezca el diccionario. Cuando nos enfrascamos en estas disquisiciones y empezamos a entusiasmarnos con la posibilidad de animarnos a vivir así, surge una voz reflexiva que nos trae de vuelta a la realidad. Nadie puede vivir sin trabajar, de hecho todos volveremos al yugo en pocos días más apenas un poco más tostados de lo que lo dejamos. La imagen del yugo nos deprime como la marea alta y caemos en un nuevo pozo de silencio.
Los libros suben desde la panza hasta la línea de los ojos, sosteniéndose en dos manos. El humo de los cigarrillos trepa lentamente entre las páginas agregando un poco de neblina a las novelas, las poesías, los ensayos. Se fuma mucho cuando se está de vacaciones, pero por lo menos también se piensa mucho. Algunas personas juegan a estudiar a los demás. Tratan de adivinar en qué estará pensando el otro, qué hace, en qué punto de las palabras cruzadas se habrá estancado, por qué razón renguea, cómo puede ser que prenda un cigarrillo con la colilla de otro. Razón de más para deducir que somos una nación de sicólogos en potencia. Tenemos una vocación por los demás que suele terminar en un no saber qué hacer con los demás cuando los tenemos en nuestros brazos, en nuestra mesa, en nuestra cama. Habrá gente que sí, pero la mayoría no. ¿Que sí? ¿Que sí, qué? Quiero decir que algunas personas saben cómo manejarse con el otro, tienen una manera natural de tratar bien a sus semejantes, son discretas, cordiales, sensatas. Y en cambio otras personas somos hostiles, hurañas, y temerosas. Hacemos daño sin querer, ignorando o siendo indiferentes a las necesidades afectivas de los demás. Y claro, aparte quedan las personas malas, que las hay. En esto existe un consenso general en la familia que se expresa con una afirmación gestual sin por eso bajar los libros. Todos conocemos personas buenas y personas neutras. Nuestra madre niega la existencia de personas malas y en el mismo momento reinicia la ronda del mate. Ofrece galletitas. Regala sonrisas de madre.
Cualquier episodio trivial origina una polémica en nuestra carpa. Pueden ser cuestiones políticas, el estado de la educación, o la moralidad de traer los perros a la playa antes de que baje el sol. Pero también suelen surgir temas escabrosos como la razón de ser de la fidelidad conyugal o las formas en las que cada uno de nosotros preferiría morir. Nadie quisiera morir quemado ni ahogado. Siempre hay acuerdo en cuestiones tan básicas. Ahora, en lo que respecta a la fidelidad conyugal, suele haber posturas muy distintas y muy coloridas. Una parte de la carpa opina que se trata de un concepto cultural arcaico, pero necesario para mantener la cohesión de la familia. Otra parte de la carpa plantea si la familia como tal no es a la vez una convención cultural arcaica. Otra parte de la carpa sugiere que ver tantos cuerpos hermosos semidesnudos bronceándose al sol le provocan unos deseos fervorosos de patear el tablero de las distintas teorías filosóficas y relacionarse sexualmente con tantas bellezas como le sea posible, día y noche. Sin parar. Nunca. Se trata de las posturas maximalistas que no conducen a ningún lado, nos decimos, y seguimos leyendo.
El socorrista ha salido disparado hacia la orilla con el salvavidas anaranjado cruzado en el pecho. La playa se puebla de murmullos contagiosos. Los libros quedan transitoriamente tirados en la arena. Algunos diarios revolotean por las dunas sorprendidos por una súbita libertad. Los niños corren y ríen festejando el incidente. Dan pequeños saltitos histéricos mientras gritan con sus vocecitas agudas “¡se oga uno, se oga uno!” A Dios gracias no ha pasado nada, sólo una chica asustada porque una ola grande la revolcó y temió no poder salir. El Tsunami de diciembre nos ha dejado a todos muy sensibles. Leemos con la vista puesta en la rompiente, no sea cosa que.
Nos recomendamos lecturas, yo a mi hermana, mi hermana segunda a mí, mis dos cuñados entre sí, mientras nuestra madre nos mira encantada de poder tener a sus tres hijos junto a ella, vivos, sanos y – supone – felices. No es que no lo seamos, sino que nuestra madre quiere creer que somos inmensamente felices. Que tenemos todo como para serlo, incluso un modesto buen pasar que nos permite estar acá sentados leyendo y tomando el sol. Puede ser que tenga razón. En realidad ninguno de nosotros habla demasiado y menos de cosas tan privadas como la felicidad, por lo tanto es probable que no sepamos mucho sobre este asunto. A veces somos felices un rato pero enseguida nos volvemos patéticamente tristes. Nos sentimos desolados sin razón aparente y nos quedamos mirando el mar pensando en cualquier cosa, vacíos.
Schopenhauer se ha vuelto el filósofo preferido de la carpa a pesar de que las mujeres lo consideren un misógino insoportable. Así y todo coinciden con él en los postulados básicos sobre cosas tan espesas como el amor, y la muerte, la trascendencia y la función biológica de la belleza física, la certidumbre engañosa de la fe. Esas cosas. Creo pedante de mi parte hablar de Joyce. Me parece innecesario mencionar la última novela de García Márquez con toda la prensa que ha recibido el libro sobre sus putas tristes pero añoro La Hojarasca, Cien Años de Soledad, El Coronel no tiene quien le escriba. Digo en voz alta : “Muchos años después, parado frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano José Buendía, habría de recordar aquella remota tarde en la que su padre lo llevara a conocer el hielo.” ¿Qué hay? Pregunta mi cuñado primero. Nada, nada. Iba a empezar a explicarle pero sigo leyendo mi Best American Short Stories en cuya página trescientos veintidós hay un soltero neoyorquino desolado porque el domingo a la mañana se le ha muerto su perra Grace que era su única compañía, y está parado ahí al lado de la camilla de la clínica para animales mientras el veterinario le aconseja que lo tome con calma y que se compre otra mascota, pero que por favor no se apoye en esa vitrina porque el vidrio puede romperse.
Los sobrinos son encantadores. Tan jóvenes. Tan nuevos. Los más grandes tienen sus novias y novios y algún día no muy lejano vendrán aquí con sus hijos quienes traerán primero a sus amiguitos y después a sus novias y se irán casando, y tendrán hijos e hijas quienes a su vez jugarán con amigos y conseguirán novios o novias y se irán casando y multiplicando ( ¿Ad infinitum? ¿Per secula seculorum? ¿Hic et nunc? ¿Sic ? ¿Noc ? )
De tanto en tanto, cuando el calor aprieta demasiado, nos convidamos con un chapuzón. Y entonces allí vamos a zambullirnos en el agua relativamente tibia si bien primeramente fría, según la primera impresión. Una deliciosa frescura nos reconforta de manera instantánea crispándonos la piel. Es necesaria una segunda zambullida para acostumbrar el cuerpo al cambio de temperatura. Y un tercera para decirnos que estamos maravillosamente cómodos, allí en el útero del mar donde según dicen se ha generado toda la vida que conocemos hoy. Una ola potente anula una reflexión acerca del fin de la vida, que de todos modos hubiera sido una estupidez. Nos sonamos los mocos con estruendo y orinamos confiados en la abundancia de agua y otras sustancias que diluirán nuestros detritos. No creo que lleguemos a contaminar. Por alguna razón se desconfía visceralmente de las piletas de natación. Mi cuñado primero se peina con mucho esmero y sale. Mi cuñado segundo me apunta un corpiño con dos botones duros y una bombacha que sugiere demasiado como para no excitarse vivamente, como para no desear poseer de manera inmediata. Mientras suspiramos al unísono volvemos nadando hacia la orilla. Nos secamos al sol mientras nos decimos que el día es fantástico y que el viento del este nos traerá lluvia mañana.
La tarde transcurre entre partidos de tejo y la marea que crece. A la noche cenamos un cordero asado y tomamos vino tinto. Fumamos en silencio escudriñando las brasas, ahítos, tristemente satisfechos. Contemplamos el cielo tachonado de estrellas y algunos de nosotros estamos tentados de decir que el espectáculo es maravilloso. Las primeras nubes espesas acaban de cubrir parcialmente la luna menguante. Se ha puesto repentinamente fresco. Si mañana llueve será cuestión de ir al cine o aprovechar para hacer algunas compras.
Otro cuento extraordinario de Zabaloy. El goteo de la vida un día de playa, la molicie, la pertenencia a la familia, y atrás, de fondo, apenas audible como el roncón de una gaita: la angustia. ¡Muy bueno! Digno de estar entre las «Best short stories».
Gracias Orlando, las vacaciones en familia siempre han dado para escribir una novela. O por lo menos un cuentito.