Éramos tan pobres pero fuimos muy felices

Se cumplen 60 años de la muerte de Ernest Hemingway, el cronista trágico y autodestructivo que edificó una religión sobre sí mismo hasta convertirse en un referente ineludible de la literatura universal. Ilustración María Lublin.

El viejo bajó al sótano, alimentó la escopeta Boss calibre doce con dos cartuchos y regresó lentamente hacia el vestíbulo principal de la casa de Idaho en el que leía y respondía su correspondencia. No quedaba tiempo ya para historias heroicas ni batallas épicas, sino para un acto definitivo que lo librase de una vez por todas de ese dolor agudo que se parecía demasiado al de sus personajes. Con una calma impertérrita apoyó el cañón sobre su mandíbula inferior y el disparo le destrozó la cabeza. Cuando el estruendo se apagó Hemingway ya estaba muerto. 

El aventurero infatigable había vivido más vidas que las que hubiera querido vivir, pero alcanzó a documentarlas todas. Sobreviviente, hijo y víctima de la Primera Guerra Mundial, su estilo quedó anclado para siempre en esa inmediatez heredera de la desconfianza y la decadencia de su Generación perdida. Hemingway, que antes que escritor era periodista, desfilaba por sus textos con el único objetivo de que el lector supiera, antes de lo que se enfría el café de la mañana, cuándo, dónde, cómo y por qué. Esa condición minimalista, que llamó teoría del iceberg, se hizo carne también en sus novelas y cuentos, y el talante mordaz marcaría para siempre su pluma de ficción. 

Hemingway fue corresponsal y ambulanciero de guerra sirviendo en Italia, donde fue gravemente herido. Vivió en Francia, en Canadá y en Estados Unidos, y durante su madurez se enamoró fugazmente de España, pero encontró en Cuba su lugar en el mundo. En la isla se tropezó con el mar y se refugió en la pesca para retomar, tras años de sequía, la inspiración necesaria para escribir El viejo y el mar, que le valió el Pulitzer en 1953 y el Premio Nobel de Literatura en 1954. Para muchos, esa novela que escribió en el otoño de su vida, jaqueado por dolencias heredadas de un padre suicida, fue su obra cumbre. “Un hombre puede ser destruido pero no derrotado”, dice Santiago, el protagonista, en un principio que Hemingway adoptó como ente rector de su vida. 

En su convulsionada existencia nunca faltaron aventuras, guerras, fiestas, mujeres ni borracheras y jamás se lo consideró un autor de la academia, pero había algo borgeano en los trabajos de ese cuentista que fue un referente para las generaciones literarias posteriores, sobre todo en eso de abordar desde su óptica las historias de boxeadores, soldados, héroes y antihéroes de la vida real. Con un estilo muchísimo menos florido que el de Borges y absolutamente más frontal, coincidía con él en el paradigma que confunde su imaginación con una proyección de sí mismo en otros universos. 

Autor de más de treinta obras, muchas de ellas póstumas, se destacó con Fiesta (1926), Adiós a las armas (1929), Por quién doblan las campanas (1940) y el anteriormente mencionado El viejo y el mar (1952), que bien podría ser leído en código de autobiografía maledicente, porque el personaje de Santiago desnuda muchas de las frustraciones que asolaban a Hemingway. Sin embargo, fue en 1964, tres años después de su muerte, que se publicó París era una fiesta, que es, posiblemente, su trabajo más optimista. En él cuenta sus memorias en la Francia de los locos años veinte, el periodo de entreguerras que lo cruzó con Gertrude Stein, Francis Scott Fitzgerald, Ezra Pound y John Dos Passos, mientras convivía con su esposa Hadley Richardson, siendo muy pobres pero muy felices. 

La historia de su ocaso es de una decadencia flagrante. Dolorido, deprimido e investigado por el FBI por su relación con Cuba, murió en sus propias manos víctima de un escopetazo voraz. Asumiendo que nadie se suicida en sus mejores horas, lo de Hemingway no sorprendió a nadie, más allá de que durante años su familia intentó instalar que su muerte había sido un accidente. El periodista que supo contar la primera mitad del siglo veinte, el cronista trágico, el bebedor empedernido, el cuentista que coleccionó cuatro esposas y el novelista que tuvo nueve hijos. Todos los Hemingway caben en su amplia foja de servicios, pero fue su condición de genio autodestructivo lo que mejor definió al mito de los ojos tristes. 

Escribe Matías Rodríguez

Matías Rodríguez nació en 1992 en La Plata. Es periodista y abogado y escribió en la revista El Gráfico y en el diario Infobae.

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Sobre Redaño, de Marieke Lucas Rijneveld. Traducción al español de Micaela van Muylem. Editorial Llantén, Buenos Aires, 2020. Escribe Gabriela Schuhmacher, ilustra Mariano Lucano.

Un Comentario

  1. Excelente Artículo..! Impecable narración sobre lo que fue la Vida y Muerte de Ernest Heminway.

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