Marcelo Zabaloy encara la épica lipogramática de leer y reseñar todo lo publicado por el muy prolífico escritor argentino César Aira. Compartimos el segundo episodio del conjunto de reseñas que el propio Zabaloy fue configurando día a día en su blog Cartas Amargas y que iremos trabajando en este medio con nuestro estilo. Ilustra en esta ocasión José Bejarano.
En este lunes espléndido, con un cielo sin nubes y un sol nítido y tibio, me viene un deseo irreprimible de escribir sobre dos o tres cuestiones que me tienen perplejo respecto del célebre escritor pringlense que recientemente recibió el premio Formentor y por quien tengo un enorme respeto y un genuino sentimiento benévolo, no sólo por su condición de excelente escritor sino por ser un vecino de mi región y oriundo de un pueblo que tiene en mí un sentido único.
Como lo sugiere este prólogo esponjoso, el lector intuitivo puede inferir que lo que tengo que decir no debe ser muy lisonjero y que me disculpo de modo preventivo por temor de lo que pueden responder sus muchos seguidores, entre los que me cuento. Pero no. No son esos mis modos puesto que no soy un crítico de oficio que sí o sí tiene que destruir primero el texto en un remedo de juicio justo y devolverlo hecho puré con el fin de que el público no compre ese libro y se quede con su opinión.
Dicho esto, procederé sin remilgos improcedentes. He leído un décimo de lo que este célebre escritor pringlense publicó. En otro escrito me expresé sobre dos o tres de sus libros y mis juicios fueron muy elogiosos. Y prometí seguir leyendo porque creo que es uno de esos escritores que uno debe leer y no solo por ser célebre y vecino sino porque sus libros son por cierto luminosos y es un hombre de hoy, inteligentísimo y prestigioso.
El sueño, me decepcionó. Ese kiosco en Flores, en el cruce de Directorio y Bonorino, Tito, yendo y viniendo con los periódicos por todos los edificios, los porteros que describen los movimientos de los inquilinos, los monólogos de los clientes. Yo, que suelo poner un punto bien gordo con birome en el rincón superior derecho del folio que me seduce por un motivo u otro, solo dibujé tres redondeles indecisos, en todo el libro. El primero fue donde conocemos los conceptos filosóficos de Tito quien como un guerrero en los negocios sostiene que vencer es independiente del conflicto en sí, puesto que se puede vencer simplemente convenciéndose de que el vencedor es quien lo decidió primero. Quien decide vencer sin que el conflicto esté incluso en el horizonte, es el vencedor, según Tito. El nombre, por supuesto, es un indicio, en principio invisible (Tito gobernó el Imperio entre el 69 y el 96. Increíble.) Después puse otro punto donde revive Neurus, por los recuerdos de mi niñez, y por el cyborg. Y eso fue todo. El convento con su regente de rostro hombruno que por fin deviene Lilí (o no, todo puede ser) el embrollo de corredores, el velorio múltiple, el ir y venir de sores temibles y robots destructores; en fin. Me costó leerlo entero, pero lo leí. No todo tiene por qué ser bueno. De hecho, este libro en mi opinión no lo es. E incluso lo considero soporífero. Con todo respeto, por supuesto. Espero que con esto sus seguidores no monten el tordillo.
Y después, un poco temeroso, seguí con el primer libro que publicó. Desde el primer renglón me deslumbró. Quince dobleces en el borde superior derecho de quince folios me permiten reconstruir hoy un poco del deleite que me produjo este libro. Ese recorrido por el desierto de un pelotón de milicos piojosos con los prisioneros de remolque y los bueyes lentos. Siempre con los Tres Picos en el horizonte. Es increíble como el texto se desenvuelve sin conclusión, sin nudo ni hipótesis y se sostiene por el simple hecho de querer seguir escribiendo, cumpliendo con el bendito procedimiento.
Todo lo que tiene que ver con Pringles me produce un vivísimo interés y esto se dice de mi querido pueblo vecino:
‘Le confieso que el ocio en Pringles es digno de ser vivido. Ici, tout n’est q’ordre, repos et luxe’. Y eso es Pringles, orden, reposo y lujo, pero no lujo sino lustre, esplendor, que es bien distinto puesto que el lujo es de por sí fútil, ostentoso y en último término, grosero.
Descubrí por ejemplo, perplejo y divertido, que existe el hototogisu –nombre nipón, supongo–, que no es otro que el humilde cucú de los relojes suizos, y que sus trinos, cubriendo el sueño de todos, previenen los movimientos de dinero, porque el dinero es prodigioso entre los indios y se lo imprime incluso en el fuerte de Pringles, en millones de millones de bellísimos billetes. El dinero infinito como símbolo de poder infinito que produce goces infinitos y vicios sin límite permitiendo que en pleno desierto reine un perfecto orden y equilibrio entre los gentiles indios, los rústicos milicos y el oscuro coronel, como un émulo de Kurtz en pleno Congo.
Los indios siempre quietos, tendidos en el suelo, bebiendo y riendo como niños; prendidos del cerúleo tenue del cielo como murceguillos. Y sus juegos de cubilete, el juego continuo y eterno preferido por los indios. En Pringles se duerme siempre, dijo Gombo, y puede creerme que es cierto, querido lector, yo sé por qué se lo digo.
‘Vivir es un oficio estético que consiste en seguir viviendo.’ ¿Cómo decirlo mejor? El que escribe esto, por el solo hecho de escribir esto, merece ser tenido por genio, incluso si no lo fuese.
Y por fin vino el proyecto de producir miles y miles, millones de polluelos (cochicus) con fines cinegéticos y el periplo por Epecuén recorriendo exposiciones y los recorridos por vergeles edénicos y pensiles floridos con descripciones de dispositivos que si no me equivoco mucho provienen de Locus Solus.
Hubiese podido extenderme escribiendo sobre el siguiente libro que leí, pero no quiero entretenerlos porque sospecho que tienen menesteres pendientes que cumplir. Y sobre todo porque el siguiente libro que leí me llenó de enojo por lo muy poco que entendí y tendré que releerlo, y después sí, yo, que no soy crítico de oficio, diré lo mío.