César Aira tiene más de cien libros publicados ¿cómo es la experiencia de quién lee estos libros? Compartimos el cuarto episodio del conjunto de reseñas que Marcelo Zabaloy fue configurando con lipogramática paciencia en Cartas Amargas y que iremos trabajando en este medio con nuestro estilo. El collage que acompaña esta publicación fue realizado por Mariano Lucano.
Y como en el escrito precedente prometí –sin que me lo pidiesen, es cierto– escribir sobre dos libros y no lo hice porque me extendí o mejor dicho me excedí con el primero de los dos, en este digo lo que pienso sobre el segundo, que se publicó en 2015, Prosecución de juicios diversos. Como el mismo título lo sugiere, Prosecución es un resumen, un recuento o un rejunte (dicho esto con el debido respeto, en el recoleto sentido de ‘recolección’; es menester ser muy puntilloso con los términos que utilizo porque no quiero herir los sensibles tegumentos de sus seguidores quienes, después de todo son los que me leen) de reflexiones que este célebre escritor pringlense expresó en distintos momentos de su extenso y (él siente un odio feroz por el término, pero usémoslo como incentivo en este juego perverso de escribir de modo restrictivo sobre lo que otros escriben de modo irrestricto) prolífico recorrido.
Porque es cierto que siente odio por el término prolífico y bien hubiese podido sustituirlo por rico, fecundo, fértil, copioso (¡Oh Copi!), productivo, ubérrimo, pero dejo prolífico como testimonio sutil de que no soy un bribón condescendiente. Él prefiere, y siempre lo dice, que se juzguen sus libros por ser buenos y no por ser muchos. Pero sucede que el juez es el lector y hoy, en este confín en el que reino, me siento juez y juzgo. De los libros que leí de mi prestigioso vecino, digno merecedor de un premio Formentor, que hoy son ocho (no los premios sino los libros que leí, de los que él escribió), los hubo buenos, muy buenos y menos buenos. Oh, este vicio molesto de incurrir en digresiones. Es un vicio del que es difícil desprenderse y que es el lógico fruto de leer como un demente; uno quiere decirlo todo y lo único que consigue es perderse en pensiles de senderos que se dividen queriendo exhibir erudiciones pueriles. Lo reconozco y en lo sucesivo me propongo corregirlo.
Un plenilunio de 14 de octubre de 1806 Hegel vio el desfile del Espíritu del Mundo por el frente de su propio domicilio; el mismísimo guerrero petiso, loco, cruel, con el puño metido en su pilotín y con el gorro torcido; ¿pero qué es el mundo? ¿Quién es este petiso demente que extendió su imperio por el continente europeo? ¿Quién lo conoce? ¿Quién es este demonio en el cerebro de un criollo de Pringles, de Dorrego o de Epecuén? ¿Quién es este pigmeo con ejércitos y obuses, jinete en un tordillo brioso e imponente, en el cerebro de un bereber o de un inuit o de un yupik? ¿Qué concepto puede tener de este gorgojo infecto hoy mismo un hiperbóreo jovenzuelo porteño o cordobés? Ninguno. Él se siente contento de este desconocimiento que bien merecido se lo tiene. Este es el comienzo, el primer texto de este libro. Prometedor, Hegel y el Demonio del Mundo. No es poco.
Sigue un brevísimo coloquio interno sobre lo conveniente o no de escribir nombres protegiéndolos del olvido. Todos sentimos ese impulso de vez en vez. ¿Cómo retener y proteger del olvido los nombres de músicos, escritores, pintores, nombres de óleos que vimos solo unos pocos segundos y que por cierto no veremos de nuevo? Y después uno tiene que decidir un orden o método de registro, pero ninguno es lógico ni conveniente per se. Lo mejor, se decide, es el orden por cuestiones. Fin.
El siguiente concepto tiene que ver con los espectros; ¿qué nombre tienes, Espectro, eres Ester? Y el Espectro responde que ese nombre no es el suyo, no por incurrir en un embuste sino por error; esto sucede siempre. (Es cierto que sucede y quiero detenerme en el siguiente texto del episodio nueve del Odiseo de Joyce, que considero pertinente: –¿Qué es un espectro? –dijo Stephen con ímpetu vehemente–. Uno que se deshizo en lo incorpóreo, por muerte, por destierro, por sustitución de costumbres. […] es posible, me pregunto, o por lo menos verosímil, que no dedujese o entreviese el lógico producto de esos supuestos: eres el hijo desposeído, yo soy el progenitor occiso, el ser que te engendró en su vientre es el consorte cómplice de mi homicidio). Disculpe mi digresión. Bellísimo.
Es increíble cómo todo tiene que ver con todo. (Sí, lo reconozco, es un juicio pueril, pero sentí el impulso irresistible de decirlo.) El espectro conoce su nombre, pero en el momento de decirlo, se confunde y dice otro. Por ejemplo su nombre es Inés y dice Mercedes. Y después se dice “¿Mercedes? ¿De dónde tomé esto?” no tiene sóror ni compinches de ese nombre e incluso no es un nombre de su gusto. De vez en vez es el hombre viviente que le preguntó el nombre quien debe corregirlo, si es que conoce el nombre correcto. O bien se corrige él solo (el Espectro). O bien puede ser que el error quede sin corregir. Seré breve porque lo que sigue es rumboso y extenso. Conclusión de este torrente de reflexiones: ese imbuirse de un nombre propio de los vivos es un fenómeno que tiene que ver con el olvido de los nombres, que viene con el tiempo, premonitorio del fin.
Como puede deducir el lector insomne, no todo es prístino en nuestro célebre escritor pringlense. Por momentos lo es, y luego se oscurece, se vuelve denso exprofeso. Como diciendo, ‘si quieren leerme, no me cuestionen’. Uno puede intuir el gesto sonriente, su gesto sonriente, el del escritor, escribiendo esto en un rincón del mesón porteño donde escribe, en Flores. ¿Qué nos quiere decir con lo del Espectro y el olvido de los nombres? No lo sé.
Lo que sigue es un torrente de reflexiones sobre lo que es reescribir un texto en otro léxico. El ejemplo que pone es divertido: un novelón que describe cómo viven los indios de un territorio hostil y remoto, unos seres pobres del todo, por completo indigentes (indios/gentes) nutriéndose de los bichos silvestres y los frutos que consiguen en los bosques y los ríos o en el ponto, nutrientes que en el léxico de destino son productos comestibles sinónimos de ingredientes exóticos (meros, kiwis, pulpos, etc.). ¿Cómo verterlos, sin poner el odioso “NdT” de los que no tienen oficio? Sugiere un método curioso, como es su costumbre, sustituyendo los peces exóticos, los meros, por ejemplo, por dientudos, o peces comunes feos, espinosos y bigotudos es decir, peces que solo comen los pobres (como en efecto sucede entre los nuestros) y entonces les pone luces fosforescentes en los bigotes y los frenéticos científicos subrepticios persiguiéndolos por el río pero yendo en el sentido erróneo, es decir subiendo por el río en vez de descender como descienden estos peces bigotudos y todo eso, pero entonces, concluye, hubiese sido su novelón y no el que tiene el oneroso compromiso de reescribir. Este es su criterio y no tengo cómo ni por qué discutirlo.
Como es imposible recorrer punto por punto sus reflexiones en este libro, porque mi propósito es ofrecer un resumen conciso, sigo con un concepto que me desveló. Dice el célebre escritor pringlense que sin poder dormir se preguntó: ¿y si el insomnio fuese un sueño? Dice que no lo tomó en serio como cuestión, pero que le gustó por el tomo poético. Quiso prender el quinqué y escribirlo, pero no lo hizo. Pensó en que posiblemente se disolviese en el sueño. Pero no; despertó y, por lo visto, lo recordó. Y concluyó lo siguiente: ‘No, el insomnio no es un sueño.’ Con lo que sobre esto, no tengo mucho que decir.
Sobre Grumb o Ellsworth Kelly, tengo menos que decir; pero veré cómo me entero. Esto es lo excelente del libro. Descubrir genios que ignoro.
En otro inciso se extiende sobre los recuerdos y el olvido; ¿de qué me olvido? De lo que no recuerdo. Esto, recuerdo, lo dijo Bloom en el episodio diecisiete del Odiseo de Joyce:
¿Por qué se irritó doblemente?
Porque lo olvidó y porque recordó que se recordó dos veces que no se le olvide.
El recuerdo es el vestigio en el inconsciente, es lo único que existe; y existe en positivo o con signo menos; porque los entes, lo concreto y verosímil no sufren el olvido. Siempre son objeto de recuerdo. Solo el recuerdo puede ser influido por el olvido. Bien. Es un punto discutible si uno tuviese deseos de discutir. Que no es lo mío.
Y de golpe me encuentro con un dicho pringlense: ‘hicimos, dijo el mosquito’ (el mosquito sobre el lomo del buey o en el hombro del criollo que hunde el rejón en el suelo). Hoy es un dicho común y corriente. Pero es cierto que en Pringles los criollos son ingeniosos.
Otro texto luminoso, de los muchos de Prosecución de juicios diversos (si bien tiene otros que me exceden, y en mucho) es el que refiere el modo en que un escritor, según diverge de los modismos y contenidos de costumbre, escribe textos crecientemente breves. Posiblemente por un escrúpulo de concisión y precisión. Y por qué no, por creerlo conveniente en beneficio del lector quien después de un cierto número de folios irremisiblemente pierde interés en lo que lee; y pone como ejemplo otro libro de Joyce, el íncubo imposible, el libro imposible de verter en otro léxico, el intríngulis de Work in Progress (según su criterio, escribir un libro como este y conseguir que se publique no luce como un proyecto muy prometedor.) ¿Qué me quiere decir con Work in Progress? Desconozco; pero si puedo, lo leeré, en inglés, desde luego. Lo complejo es, nos dice el célebre escritor pringlense, que este continuo de estrechez y de concisión puede producir un exceso o un defecto de extensión por el que ciertos escritores (como él) terminen por reprimir el gusto que sienten por escribir en beneficio del lector unos bellos libros que pudiesen leerse como los buenos libros de los viejos tiempos. Oh. Imposible no coincidir. Pero entonces me cuestiono (y lo cuestiono) si no es lo mismo escribir cien libros cortos que dos o tres libros extensos. Y presto me responde (él): ‘Confieso que es incongruente; el gusto y el proyecto de lo nuevo, sin prescindir de lo lindo o feo de lo viejo [… ] Pero es incongruente solo si se lo divide en ‘nuevo’ y ‘viejo’, no si se lo ve como un dispositivo específico hecho de opuestos que lo son desde siempre, independientemente del dispositivo.’ ¿Lo entendió bien, querido lector? Si lo entendió le ruego que me lo explique.
Y de nuevo viene el golpe sobre el querido Julio: ‘El lector no es un intérprete; esos (¡esos!) experimentos de lector despierto, ligero, eficiente y enérgico (Hopscotch) son deprimentes y pueriles.’ Si él lo dice. Me hubiese enloquecido de contento que el mismo Julio hubiese podido responderle. Qué duelo, señores. Nos lo perdimos. ¿Se hubiesen concedido un humilde elogio? Los celos mutuos, creo, no lo hubiesen permitido. ¿Qué no se hubiesen dicho estos dos fenómenos? De todos modos, me produce comezón ver que los escritores o los críticos pretenden decirme qué y cómo leer. Sugerir es el límite.
Como ejemplo de lo precedente, viene lo siguiente: ‘Leí, o mejor dicho intenté leer un novelón de Kurt Vonnegut,,,’ Y uno, incluso sin leerlo, supone lo que sigue; no siente ningún gusto leyendo novelones típicos, por muy ingeniosos que fuesen y reconociendo el peso específico de Vonnegut, lee veinticinco folios y ve los doscientos que siguen. Fin. ¿Pero de qué se puede escribir? ¿Por qué escribir? Estos mismos tópicos los expuso en otros muchos textos. ¿Sólo tiene sentido seguir escribiendo? Y, sí. Seguir huyendo con los ojos puestos en el horizonte. ¿Sin rumbo? Sin rumbo. ¿Sin corregir? En efecto, sin corregir. El resto es puro desperdicio de tiempo. Opiniones fuertes, por cierto.
Creo que me excedí. Hubiese querido seguir escribiendo sobre este libro pero confieso que me envolvió el tedio y no quiero que se note mucho. Concluyo por fin diciendo que según mi criterio pueblerino el libro es bueno, se lee, uno descubre segmentos luminosos y se instruye en ese eterno juego de opuestos que nutre todo el corpus de mi célebre vecino, el reconocido y prolífico escritor pringlense. Seguiré después leyendo y resumiendo otros de sus libros.