En el siglo XVII, John Locke piensa el vínculo original entre los sujetos y las cosas; llega a la conclusión de que la relación entre el individuo y el objeto lo precede todo. Veremos en esta nota los orígenes de una idea que se mantiene casi inalterable hasta nuestros días. Escribe Gabriela Puente, ilustra José Bejarano.
Este artículo surge en cierta medida inspirado en la traducción llevada a cabo por Marcelo Zabaloy de un texto de Russell acerca de Locke y el liberalismo, publicado en Colofón. Nuestra intención es aproximarnos al pensamiento de este último autor, uno de los filósofos más magnéticos de la Modernidad.
Pero, antes que nada, debemos explicitar que el término “liberalismo” es polisémico, dado que “liberal” se dice de muchas maneras. Russell, en el texto mencionado, hace una lectura ética del concepto, e incluso hacia el final de su artículo enumera un decálogo, que por momentos parece estar cargado de ironía. Por el contrario, cuando Locke habla en clave liberal, o más aun cuando inventa el concepto “liberalismo”, lo identifica con lo material, relacionado con la noción de posesión y propiedad.
Como advertencia al lector, debemos mencionar que no encontrará en este artículo referencias al recorte tendencioso diseminado por los medios de comunicación argentinos que reduce un concepto nacido en los albores del siglo XVII a un cúmulo desorganizado de slogans; por el contrario, intentaremos desentrañar el origen del mismo y sus conexiones con otras ideas claves, cuyo impacto sigue expandiéndose en nuestros días.
John Locke nació en Wrington, Inglaterra, en 1632. Ingresó a los anales de la Historia con el título de “padre del liberalismo”, adscribió al empirismo y fue también un acérrimo defensor de la inmortalidad del alma.
El contrasentido parece flagrante o, en el mejor de los casos, una conjunción de ideas tan disímiles es por lo menos llamativa: por un lado, el liberalismo/empirismo que pareciera poder interpretarse desde una cosmovisión más rayana al materialismo; y por otro, la inmaterial idea de un alma inmortal y su posibilidad de transmigrar en distintos cuerpos.
Locke no sólo acepta la dimensión de una continuidad más allá de la muerte del cuerpo físico, sino que inmaterializa aún más la noción de alma; y en este sentido expone una idea nueva y original: la de identidad personal. Así, la continuidad de un individuo no está en un alma concebida como una sustancia (entendida como objeto, por Locke) sino en la prolongación de una consciencia, fundamentada en parte en la memoria. Así, el autor afirma intempestivamente: “Si yo hubiese tenido la misma conciencia de haber visto el Arca y el diluvio de Noé, la misma conciencia que tengo de haber presenciado la inundación del Támesis del invierno pasado, o de la que tengo de estar escribiendo ahora, no podría poner en duda que yo (…) soy el mismo sí mismo ahora” (Locke, Ensayo sobre el conocimiento humano, libro 2, capitulo XXVII, §18).
Pero más allá de las cuestiones ontológicas acerca del alma y de la identidad personal esta filosofía ayudó a formatear el rol del sujeto y del objeto dentro de un sistema productivo y económico que con el correr de los años devino global. El sujeto sin el anclaje sustancial del alma se va desmaterializando. Y, en simultáneo las cosas, como veremos, adquieren un rol central.
El empirismo inglés del siglo XVII fue deudor del aristotelismo y del mecanicismo renacentista.
Durante el Medioevo, de la obra de Aristóteles sólo circuló una traducción de Boecio, “De interpretatione”, sobre los textos de Lógica del filósofo. A fines del siglo XII y principios del XIII, gracias a los aportes de la comunidad Al- Andalus, reingresan triunfantes los textos de Aristóteles a Occidente, impacta su De Caelo (“Acerca del cielo”) por afirmar tesis contrarias a la cosmovisión cristiana: para este autor el universo era eterno y, Dios no creó nada. Se trataba de una deidad que, allende el mundo y retirada en el pensamiento abstracto de sí misma, no mantenía ninguna relación con las cosas ni los seres, que se movían eternamente en su busca, de la misma manera que “el amante se mueve hacia el amado”.
A pesar de las reticencias iniciales, el dispositivo aristotélico fue imparable. Los textos recuperados vuelven a poner en el centro de la escena filosófica el concepto de movimiento. Para el filósofo griego, tanto una causa final (en última instancia Dios) como una causa eficiente pueden mover algo, pero al pensamiento científico moderno sólo le interesa ésta última.
Surge hacia el final del Renacimiento una idea nueva: el mecanicismo. Y con ella echa a andar la maquinaria del pensamiento moderno.
El mecanicismo asimila todos los cuerpos, orgánicos o no, a la inercia de la máquina. Todo cuerpo es definido por el movimiento; las personas comienzan a gravitar como los pesados autómatas barrocos, que ingresan al escenario social como movidos por poleas y demás aparejos a la usanza de un deus ex machina, pero ahora ya sin Dios.
A su vez, y relacionado con lo anterior, la modernidad retoma el antiquísimo problema entre el empirismo aristotélico y el idealismo platónico, transfigurado en la oposición entre empirismo y racionalismo. En el siglo XVII, en Inglaterra, el empirismo se impone.
Y en este contexto surge el liberalismo lockeano fundado en dos premisas: por un lado, recurre a una definición “materialista” de libertad entendida como la ausencia de obstáculos externos que impidan el movimiento, esta idea se funda en la cosmovisión mecanicista.
Y, por otro, adhiere a un cierto tipo de contractualismo que explica el ingreso del hombre a la sociedad a partir de un contrato acordado con la intención de salir del aterrador estado de naturaleza. Algunos contractualistas como Thomas Hobbes, defienden la idea de que tanto la cultura, como la política y la economía surgen en el momento en que los hombres pactan y se genera el terrible Estado-Leviatán al que el individuo queda inexorablemente subsumido bajo la amenaza de un retorno al estado de guerra.
Pero el contractualismo es también un fenómeno polisémico, y Locke es contractualista de una manera diferente a como lo fue Hobbes. El primero se diferencia del segundo al afirmar con cierta arrogancia que antes del Estado, el hombre en su condición natural tenía la posibilidad de convertirse en propietario. El argumento es más o menos el siguiente: imaginemos unos amplios bosques poseídos comunitariamente por un grupo de personas. Un individuo siente punzar su vientre con los cuchillos del hambre, la idea obsesiva no le permite pensar en otra cosa, entonces pergeña un plan, sus miembros responden encrespándose, luego desplegándose en movimientos, trepa un manzano y se hace de un fruto.
Una extraña alquimia acompaña a este inocente gesto en la que tanto el objeto como el sujeto sufren una transformación. El esfuerzo del hombre le agrega algo al objeto, ahora existe una continuidad entre ambos, el objeto ya se diferencia de la dimensión natural, fue extraído de ella. En cuanto al hombre, ahora hay algo en el mundo que le pertenece solo a él.
Otros contractualistas ubican actos como el anterior en el contexto de una sociedad más o menos organizada, pero el viejo filósofo inglés enuncia astuta y casi subrepticiamente que la relación del hombre con las cosas antecede a la relación con otros hombres, y por ello cualquier vínculo, cualquier sociedad o comunidad puede ser rota si este derecho del individuo sobre los objetos no es respetado, las cosas adquieren un mayor peso que lo humano.
Con esta idea en apariencia ingenua se genera el monstruo ubicuo, un Leviatán quizás más tremendo que el Estado hobbeseano, el del libre mercado que deviene monopolio, el del extractivismo capitalista, el de la explotación desmesurada del hombre por el hombre y el de la destrucción sistemática de la naturaleza. Gracias al ingenio lockeano todo esto se abre al mundo de las ideas y encuentra su fundamento filosófico.
Quizás ahora se torne más esclarecida la teoría lockeana sobre la identidad personal. Al limpiar el alma de sustancialismo, lo humano deviene una consciencia cuasi abstracta, sin comunidad, raigambre o tradiciones. Lo cual se traduce en una subjetividad que se define, en última instancia, tan sólo en su relación con las cosas.
Bibliografía
Locke John (2005) Ensayo sobre el gobierno civil, Bernal: Unq. Prometeo.
Locke John (1999) Ensayo sobre el conocimiento humano, D. F.: Fondo de Cultura Económica.
Megino Rodriguez, Carlos. (2005). “Supervivencia post-mortem e identidad personal en el orfismo”. En Revista Pensamiento, vol. 61, núm. 230, pp. 311- 325.
Si afirmas.que la identidad (contonuidad en memoria) suplanta a la noción de alma, entonces cosmovision de la transmigración de las almas (mentenpsicosis) en el pitagirismo viene a confirmar semejante teoría y desfachtez. Tú opinión por favor.
Buen artículo el que nos entregas de verdad.
Gracias, Giovanny, por comentar. Entiendo que la teoría órfico/pitagórica de la metempsicosis se halla vinculada al pensamiento religioso y/o escatológico antiguo; no así en el caso de Locke, donde la identidad personal, a diferencia del alma, permite pensar la subjetividad moderna; unos años más tarde, otro empirista como Hume habla de un «haz de percepciones» para referirse a la personalidad, y luego Immanuel Kant recurre al ámbito de lo trascendental para evitar fundar en algo efímero, como la experiencia, una noción tan fundamental. En ninguno ya es necesaria la noción de alma, y la posibilidad de una continuidad de la persona a través de distintas vidas no es un tópico de análisis para los modernos, en este sentido Locke podría considerarse algo así como una excepción. No sé si todo esto responde a tu pregunta, me parece que por más que los términos lockeanos tengan una resonancia pitagórica no están hablando de lo mismo.