Muertos, heridos, refugiados y guerras generando deudas que la civilización pareciera no querer saldar.
A veces, leer el diario o navegar por Internet ojeando las noticias del mundo puede ser un viaje al pasado. Resultan sorprendentes las semejanzas que surgen al comparar diferentes momentos históricos. Irene Nemirovsky, en su Suite Francesa de 1942, narra un fragmento que podría haber escrito en estos días de 2016:
Había demasiados refugiados. Había demasiados rostros cansados, demacrados, sudorosos; demasiados niños llorando, demasiados labios temblorosos que preguntaban: ‘No sabrá usted dónde podríamos encontrar una habitación o una cama?’ (…) Aquella multitud miserable ya no presentaba rasgos humanos; parecía una manada en estampida. Una extraña uniformidad se extendía sobre ellos. La ropa arrugada, los rostros exhaustos, las voces roncas, todo los asemejaba.
Lo escribió durante la ocupación alemana a Francia en la Segunda Guerra Mundial. Hoy podría escribirse un texto idéntico con cada racimo de refugiados que busca un horizonte. Su mundo anterior ya no existe y se lanzan a la búsqueda de uno nuevo. Admiro ese caminar esperanzado, el paso tras otro, la mirada hacia adelante. A veces, el sueño de un destino mejor se opaca por la pesadilla de un trayecto con alguna cuota de espanto (murallas, alambrados, violaciones, hambruna, violencia, enfermedades). En todo caso, ¿de cuántas pesadillas está hecha la constitución humana?Sin embargo, ¿cuánto amor y esperanza fueron necesarios para salir de los submundos en los que lo vital es capaz de habitar a pesar de todo?
Lo antinatural asomando en cada guerra, la destrucción de nosotros mismos debido a una increíble falta de aprendizaje de la historia. Porque es evidente que esto ya lo vivimos muchas veces antes. Entonces, con mirada consternada por lo que no alcanzamos a dar cabida en nuestras conciencias, concluimos en que somos capaces de ser la especie más especializada en destruirse a sí misma una y otra vez.
Que la literatura se vuelva universal bajo ciertas circunstanciascomo sucede al leer esta cita del año 1942, no hace menos sorprendente el hecho de que todas las guerras encuentran similitudes y que,a pesar de los más de setenta años que transcurrieron, nada parece haber cambiado en esencia.
A la universalidad deberemos agregarle entonces la narración transhistórica del arte. Al “pinta tu aldea y pintarás el mundo” podremos añadir que todo pasado será presente y futuro. Sin embargo, el cambio dialéctico entre una época y otra debería estar y lo esperamos creyendo que será mejor.
Todavía lo esperamos.
Si en algún punto del planeta hay alguien que no es dueño de quedarse en la tierra que ama, todos los humanos somos desterrados, los que parten y los que reciben. Absolutamente todos caminamos por la Tierra, desolados, débiles y carentes de significado. Porque lo que nos da sentido es el otro, todos los otros con los que resonamos. Sería ingenuo suponer que no tiene costo alguno mirar hacia otro lado y, sería de una ambigüedad terrible suponer que mientras naciones enteras derrochan los recursos del planeta e hipotecan el futuro de todos, existen otros, los que habitan los sitios más desfavorecidos, que visitan la pesadilla cotidiana de haber nacido en un sitio que se inundó o que está en guerra. Por todo esto, es insoslayable, aunque parezca que sucede lejos, muy lejos, y que nada tiene que ver con quien lo mira en las noticias. En este sentido, es posible que lo que pase en otras tierras nos defina bastante. Si hay un solo niño padeciendo los horrores de una guerra como sucede hoy en Siria y otros puntos del planeta, un niño que no va a la escuela, que no alcanza a tener satisfechas sus necesidades básicas, que pasa frío. ¿Eso no nos define? Y como dice una persona que admiro, todos los niños son nuestros niños. Porque es nuestra la responsabilidad por el futuro que representan esos niños.
El atentado de turno le recuerda a Occidente que hay algo más que las películas de Hollywood. Es entonces cuando nos rasgamos las vestiduras queriendo pensar que no tenemos nada que ver. Si la curiosidad nos conduce hasta el intento de comprensión de los otros pueblosy somos capaces de ver enlos diferentes a nosotros mismos, podremos comprender que ninguna guerra se trata de una cuestión de un pueblo contra otro. En el fondo, allí escondida de la opinión pública, están los hilos del poder hegemónico, pura economía que saca cuentas a costa de los que mueren y sus tradiciones. Esas cuentas son sólo numéricas, poco o nada tienen que ver con cuestiones que definen a los pueblos, ni con sus costumbres, ni sus religiones.Como no lo fue en las Cruzadas, tampoco hoy deberíamos creer un discurso que toma un fragmento cultural de un pueblo e intenta con ello demonizarlo. Si después siembran la idea de que se trata de diferencias culturales, religiosas o cualquier cuestión por el estilo, a no engañarse, son sólo números (petróleo, coltán africano, puntos geográficos estratégicos para bases militares).
Es posible que la música de la paz entre los hombres y mujeres que habitamos este planeta solo pueda ser escuchadasi se acompaña deuna mirada que recorralas diferencias con curiosidad e ilumine los espejos que reflejan lo distinto, paraallí reencontrarnos. Con suerte, y espíritu crítico, no aceptaremos teorías que oculten la realidad de los hechos con el fin de generar un consenso que justifique eliminar lo distinto de los otros.Todos los pueblos tienen sus riquezas culturales. Qué triste sería si perdiéramos aquello que nos identifica, que da sentido a nuestro origen, que permite armar el largo camino de nuestras historias. Rescatar más que eliminar, podría ser el lema.
Para finalizar, cito a Borges en El Aleph (1949): “…vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó.” En esta frase podemos estimar que los espejos del planeta podrían estar ciegos, incapaces de captar lo que deberían reflejar. Aunque, también, sería posible que los espejos no físicos sino humanos (el narrador del cuento era la pantalla donde se reflejaban interminables ojos), fueran espejos que deformaran la imagen reflejada.
¿Es posible que el autor anunciara con una metáfora lo difícil que es que los otros reflejen lo que uno quisiera ser reflejado en el otro o la otra?Esta pregunta es válida para los pequeños enojos cotidianos ante la sorpresa de que no nos comprendieron en una conversación o el regalo recibido no es el esperado. El espejo donde nos reflejamos siempre deforma, por definición. Y esa deformidad es, justamente, lo que podríamos agradecer: es el reaseguro de que somos similares pero diferentes. Por suerte.
Con estas reflexiones, que espero que reciban ustedes con indulgencia ante el desfasaje que seguramente surgirá entre mis ideas y las que surjan de la lectura, acerco una última valoración: esta “dificultad” del reflejo que nos devuelve algo parecido desde el prójimo, pero no idéntico, nos distancia y nos enriquece al mismo tiempo. O sea, nos enoja de incomprensión y desearíamos alcanzar por fin el espejo que refleje la justa imagen del humano que queremos ser, que nunca seremos reflejados de manera exacta a la idea que tenemos preconcebida.En aquel gesto caprichoso que aspira a igualarnos, nos perdemos lo más interesante: algo nuevo que podría surgiren el sitio exacto de no coincidencia. Si todo reflejara lo mismo, seríamos siempre inmutables ya que ninguna evolución es posible partiendo de más de lo mismo. Pero, si de espejos lisos y llanos hablamos, y suponiendo que no hay deformidad en el reflejo, deberíamos tener en cuenta que estamos todos juntos compartiendo los espejos del planeta y que, lo que reflejemos hoy es lo que se replicará como imagen en otro sitio y en otro tiempo.
Bibliografía:
-Nemirovsky, Irene: Suite Francesa, 2005. Editorial Salamandra. Barcelona. España. Pág. 78.
-Borges, Jorge Luis: cuento El Aleph en El Aleph. Obras completas I. Editorial Emecé. Buenos Aires. 1996. Pág. 625.