A orillas del río, una esperado momento entre padre e hijo cambia su sentido cuando encuentran un cadáver. Escribe Orlando Espósito, ilustra Javier Ranieri.
Si Javier hubiera anticipado en qué hechos y situaciones se iba a ver envuelto ese día se habría negado a salir. Pero nadie posee la cualidad de ver lo que está por venir, el futuro, las horas que todavía no transcurrieron. Hay quienes tienen premoniciones, una intuición, pero el muchacho no tuvo o no percibió ninguna advertencia y tal vez, aún con eso, las ganas de pasar un par de días con el padre fueron mas poderosas que cualquier presagio.
Ese día el hombre haría efectiva la promesa de llevarlo en una excursión de pesca a la zona de la ría de Ajó, en General Lavalle. La salida sería el obsequio de su cumpleaños número catorce. Esa noche no pudo pegar un ojo devorado por la ansiedad de volver a verlo después de tres años.
Apenas oyó sonar la bocina cargó la mochila, salió corriendo y subió al auto de un salto para no darles oportunidad más que para cruzar un saludo con la mano; él, sentado al volante y ella, desde el vano de la puerta con cara de sufrida, como si el muchacho estuviera por emprender la vuelta al mundo.
Pronto dejaron atrás el Cruce Varela y se adentraron en la ruta 2. Javier iba contento, entusiasmado por la salida, por el contacto estrecho que tendrían después de tanto tiempo. Lo miraba manejar concentrado en la ruta, las dos manos firmes en el volante, el gesto adusto y el silencio de siempre. Estaban juntos y eso era algo soñado para él.
Transcurrían los últimos días de noviembre, la mañana fresca y el cielo sin la menor traza de nubes anunciaban un fin de semana con buen tiempo. Se mantuvo callado para no molestar, pero sin dejar de mirar de reojo al padre para no perder un detalle de su forma de conducir. Mantenía la marcha siguiendo cada indicación, respetando las líneas amarillas y blancas, con los movimientos mínimos posibles, atento y relajado al mismo tiempo.
Un par de horas después dejaron la ruta 11 para tomar la avenida Mitre –el acceso a General Lavalle–, que pronto se transformó en un boulevard que dividía en dos al poblado, prolijo y limpio; unas pocas casas y negocios, una panadería, el cuartel de policía y el de la prefectura.
Llegaron al río Ajó y desde allí siguieron hacia la desembocadura por la avenida Thompson, que corre paralela a la orilla. Un kilómetro más allá: el puerto. Dos lanchas pesqueras pintadas de amarillo abarloadas contra el atracadero, sin actividad, sin marineros. Hicieron un trecho a paso de hombre buscando un lugar protegido de los rayos del sol para estacionar. Ya en la banquina, se acercaron a un paisano de mameluco que estaba apilando cajones vacíos.
—Buen día. ¿Qué tal?—, saludó el padre. El hombre suspendió la tarea, se volvió con una sonrisa que mostraba un único y solitario incisivo en medio de la boca, echó la gorra hacia atrás con el pulgar y se enderezó haciendo una mueca mientras se tomaba la cintura con las manos.
—¡Buen día! ¿Cómo andan? ¿Vienen a la corvina?
—Sí. Queremos pasar un par de días de campamento en la otra orilla. ¿Conoce a alguien que nos lleve y nos vaya a buscar mañana?
—¡Seguro! Ahí nomás lo tiene. ¿Ve aquel camioncito colorado? Vaya y pregunte por el Gitano. Se dedica a esas cosas. Pídale que lo deje en un lugar donde haya pique; conoce la ría como nadie—. Levantó la mano frotando el dedo índice con el pulgar y agregó: —Ya sabe… por la plata baila el mono.
Un rato después iniciaron el cruce en un gomón. Cuando llegaron a la corriente central, el botero puso el motor en punto muerto y dejó que la fuerza del agua los arrastrara en dirección a la boca.
—Los alejo del puerto. Demasiado movimiento, mucho ruido y poca pesca. Los voy a dejar en una playita que nunca falla —dijo el Gitano al rato conectando la marcha y encarando hacia la costa.
—Aquí los dejo. Pique asegurado. No olviden nada. Enciendan un buen fuego y póngale yuyos verdes para ahuyentar el bicherío. Eso sí, no vayan a poner ramas de mataojo, ese arbolito verde brillante de ahí porque van a quedar a la miseria.
—Le agradezco el dato.
—Mañana a la tardecita, a eso de las seis espérenme en este mismo sitio. ¿Alguna otra cosa?
—No, todo bien. Por ahora le doy las gracias. Nos vemos mañana.
Entre los dos cargaron los bultos e iniciaron la marcha sobre la angosta playa de barro –un cangrejal–, en busca de un lugar por donde entrar al monte y asentar el campamento.
—Vamos a buscar alguna loma para armar la carpa. No quiero despertar a media noche empapado. Vení —dijo el padre.
Comenzaron a abrirse paso a través del yuyal que les llegaba a los hombros. Nubes de mosquitos y tábanos se arremolinaban y precipitaban sobre los dos.
—Tranquilo. En cuanto nos ubiquemos vamos a prender un fuego y el humo los va a ahuyentar.
El muchacho no contestó por temor a que se le escapara una nota de reproche en la voz. A poco andar encontraron un espacio abierto y sin barro que al padre le pareció adecuado.
—Buscá ramitas y juncos secos para hacer una fogata mientras armo la carpa. Mirá bien dónde pisás.
Pero no hacía falta la recomendación. A cada paso que daba Javier esperaba que alguna alimaña lo atacara o que le hincara los colmillos una víbora. Cada tanto veía los yuyos aplastados, indicio de que algún animal grande había pasado la noche. Oía ruidos, pasos furtivos, apresurados, aunque no alcanzaba a comprender si escapaban de él o lo acechaban.
Tenía bastante material para encender el fuego así que dio la vuelta. Fue cuando vio al hombre y quedó paralizado, incapaz de moverse o emitir un sonido; la garganta hecha un nudo no le permitía gritar pidiendo ayuda. Soltó la carga dominado por una serie de arcadas y comenzó a temblar. Clavado todavía al piso hizo un esfuerzo supremo para largar un grito.
—¡Paa! —Y más fuerte—: ¡Paaa!
¿Habría oído? ¿Había gritado o creyó hacerlo? Trató de tragar saliva pero tenía la boca estaba reseca. Tomó aire como pudo.
—¡Vení papá! ¡Ayuda!
Escuchó pasos a la carrera. Alguien se acercaba corriendo.
—¡Javi! ¿Qué pasa? —Oyó que gritaba y en ese mismo instante apareció a los saltos por entre el juncal, con el rostro enrojecido y los ojos desorbitados. Miró hacia donde señalaba la mano extendida y mientras se acercaba hizo un gesto indicando que se calmara—.Tranquilo, hijo, tranquilo. No pasa nada, no tengas miedo —dijo rodeándolo por los hombros con un brazo. Después lo forzó a dar un par de pasos hacia atrás.
—No pasa nada, tranquilo.
—¿Está…?
—Muerto, sí.
Miró al hombre. Recién se enteraba de que era un cadáver. Tenía los ojos abiertos, las pupilas dilatadas, sentado, recostado hacia atrás contra el yuyal, los brazos en cruz, extendidos en un gesto de quien no busca protegerse, como si no hubiese tenido ganas de defenderse para evitar la muerte. La remera ensangrentada mostraba dos agujeros de bordes negros a la altura del pecho por los que había manado la sangre que enrojecía el pantalón hasta los muslos.
El padre se acercó y apoyó una mano sobre la frente del hombre.
—¿Qué pasa?
—Todavía está caliente. Lo hicieron hace poco. Vino corriendo desde allá —dijo señalando un rastro de sangre sobre los pastos —. Salgamos de aquí, vamos. —Se agachó a recoger lo que Javier había juntado para hacer el fuego, después se plantó delante del muerto como para impedirle la visión y fue empujando al muchacho con el cuerpo.
—Vamos, caminá, salgamos de aquí.
Estar de vuelta en el campamento no fue suficiente para que dejara de temblar. Contempló cómo su padre hacía un pozo con la pala y limpiaba el lugar para evitar que el fuego se propagara. Después lo vio hacer un bollo con varias hojas de papel de diario, romper las ramas y ordenarlas en forma de cono y aplicar el encendedor hasta que brotaron las primeras llamas. Enseguida agregó los pastos secos y se alzó una columna de humo casi blanco. Mientras tanto, Javier, solo podía mirar su rostro en el que veía la tensión, la mirada perdida, un músculo latiendo en la mejilla por la presión que ejercía la mandíbula.
Agregó unas pajas más y se incorporó indicando con todo el cuerpo que había tomado una decisión. Entró en la carpa y salió al rato acomodándose la camisa que había dejado suelta. Javier advirtió un bulto por debajo de la tela a la altura de la presilla del cinturón. El hombre seguía con la misma actitud tensa, como si estuviese urdiendo qué hacer, cómo terminar bien aquello que tendría que haber sido una excursión de pesca.
Había pasado el mal momento, pero el muchacho seguía sin poder contener el temblor que lo dominaba al tiempo que sentía el sudor gotear y enfriarse en la espalda. No podía apartar de su mente la visión del muerto con aquellos ojos que miraban fijo al vacío y la sangre impregnando su ropa, sentado con los brazos y piernas abiertos, como un muñeco despatarrado, un títere al que le habían cortado los hilos.
El hombre daba vueltas pensativo recorriendo los bordes del limpión donde habían acampado simulando estar ocupado, pero era evidente que seguía tenso.
—¿Qué pasa, pa?
—Nada, estoy pensando qué hacer.
—Habría que avisar, ¿no?
—En eso justamente estoy pensando. No tenemos nada que ver con este asunto. No sabemos qué fue lo que paso, ¿no?
—No…
—Nos vamos a ver envueltos en un quilombo sin comerla ni beberla. La policía, el fiscal, el juez. Te imaginás… nos van a tener años yendo y viniendo para declarar en la causa. ¡Qué mierda!
—¿Estás pensando que nos vayamos sin decir nada?
—Sí, pero si nos vamos ahora y algún día descubren el cuerpo van a sospechar de nosotros. No podemos irnos ahora, digo, ¿entendés? Vamos a hacer de cuenta que no vimos nada, ¿ok? Tengamos nuestra excursión de pesca en paz, hagamos lo que vinimos a hacer y listo.
Y sin esperar respuesta comenzó a dar órdenes al chico para que se moviera y saliera del choque que le había provocado toparse con el cadáver: alcánzame la mochila, tráeme las cañas, sacá los reeles, buscá la cajita de anzuelos.
Un rato después caminaban por la orilla fangosa en busca de un lugar para tirar las líneas. Por fin eligió un sitio que le gustó por la proximidad de un monte de árboles bajos, espinosos. Allí encendieron otro fuego, armaron las cañas y encarnaron.
El hombre lanzó tratando de llegar cerca de donde había visto unos borbollones. Después se dedicó a guiar a Javier hasta que logró un lance pasable, aunque no llegaba ni a la mitad de distancia que los suyos. Desplegaron una lona impermeable y se recostaron con las cañas entre las manos, manteniendo el nylon tenso. El padre abrió una cerveza y le lanzó al muchacho una lata de gaseosa. Estuvieron un rato en silencio, simulando estar concentrados en la pesca, distraídos y olvidados de lo que había ocurrido, como si estuviesen pasando un día perfecto.
—Pa.
—¿Qué?
—¿Habré dejado rastros o algo así?
—No, para nada.
Quedaron mirando las líneas, recogiendo el sedal cuando se aflojaba, moviendo la carnada y mordisqueando unas galletas marineras compradas en la panadería del pueblo. Bajó la calma de a poco. La mirada fija en el río manso fue apaciguando los ánimos. El oído se fue acostumbrando al ambiente y comenzaron a percibir los sonidos propios del lugar. El graznido de las gallaretas, el plopleo de las olas minúsculas, las flautas del viento en las totoras, el canto de los pájaros.
—Hijo…
—¿Qué, pa?
—¿Lo tocaste?
—¿Tocarlo? ¡Ni en pedo!
—Pensá: ¿lo tocaste, te acercaste?
—¿Al tipo?
—Sí.
—No, nada, no hice nada.
—¿Seguro?
—Sí, sí, seguro. Ni me acerqué.
—Bueno si no te acercaste no hay huellas.
Por reflejo miró la suela de las zapatillas.
—Pa…
—¿Qué, hijo?
—¿Y las marcas de nuestras pisadas?
Ahora le tocó al padre mirarse los borceguíes que estaban rematados por una goma atravesada por profundas rayas en zigzag. Pensó que podrían haber quedado marcas en el suelo del cangrejal. Ese barro mezcla de tierra y arena gruesa era lo más indicado para conservar la huella de una pisada.
Fingió ocuparse de las cañas mientras pensaba. Dispuso sobre la lona el termo y los enseres del mate, cortó unas rodajas de salamín, se levantó para agregar unas pajas al fuego que ya estaba en las últimas brasas intentando no mostrarse preocupado.
—¿Tenemos que volver, no? —preguntó Javier con un hilo de voz.
—Por ahora vamos a seguir pescando, más tarde veremos. Necesito pensar.
El muchacho volvió la mirada hacia el río, que se escurría con la pereza propia de los ríos de llanura sumando humedales y bajíos hacia su destino en la Bahía de Samborombón, encuentro de los mares del plata, cita de mil especies de aves, peces, y mamíferos. Contempló a su padre; el perfil duro, la nariz recta, el mentón fuerte y el gesto adusto, y sintió que el temor que le había inspirado siempre se mezclaba con la convicción de estar cobijado y protegido.
Un tirón seco en la línea cortó de cuajo las reflexiones. Se incorporó de un salto y dio un par de vueltas a la manivela recogiendo hilo para mantener la tensión. Recordó las instrucciones repetidas veinte veces: primero iba a venir un tirón, después otro más fuerte, luego debía esperar que se llevara bastante nylon y recién entonces clavarlo. Se preparó.
—Dale tiempo, no te apures, espera la corrida y dale un buen golpe para engancharlo bien.
Bajó la caña, sentía el bombeo de la emoción en el pecho. Otra vez un golpe neto.
—¡Lo tengo! —gritó al tiempo que daba dos cañazos. La línea se aflojó al instante, tanto que parecía que se había cortado. Comenzó a recoger con el corazón en la boca, todavía con alguna ilusión, pero la única resistencia que sentía era de la plomada al ser arrastrada por el fondo. Lo había perdido. Miró al padre.
—No importa, a todos nos pasó la primera vez; el próximo no se te va a escapar, ahora ya sabés cómo es un pique, hay que esperar la corrida antes de clavar. Volvamos al campamento.
Otra vez se adentraron en el yuyal hacia la carpa. Los pastos estaban tupidos intrincándose en una maraña de duraznillos, cardos y ortigas que les llegaba hasta el pecho. Las cortaderas los superaban por mucho en altura brillando sus plumeros blancos bajo el sol rabioso, por lo que para avanzar tenían que adelantar un pie tras otro, poco menos que sin ver dónde iban a pisar obligados a caminar a ciegas en el pajonal. El suelo no era firme, al contrario era mullido y blando a la vez, fangoso, pero no se enterraban en aquel barro gris porque las plantas formaban un colchón que les daba sustento.
Javier veía telas de araña, mariposas blancas y amarillas. Percibía ruidos, oía el crujido de los juncos al quebrarse y también, el silencio que se hacía a medida que se abrían camino, en eso estaba mientras trataba de no dejarse ganar por el miedo de ser mordido por una víbora. Por momentos perdía el control y creía ver una yarará saltando como un rayo para clavar los colmillos en su tobillo o en la mano, pero apartaba la imagen y lograba seguir caminando detrás del padre.
Llegaron al claro donde estaba la carpa, dejaron los bagayos. El padre extendió una lona y se ubicaron como para comer algo y tomar unos mates. Los dos se movían sin pronunciar palabra, ensimismados; sabían muy bien en qué estaba pensando el otro, ninguno podía hacerse el distraído ni olvidar ni hacer de cuenta que nada había pasado. Estaban atados a un muerto y algo tenía que ser hecho para zanjar la cuestión. El padre se puso de pie, acomodó el bulto que llevaba debajo de la camisa agarró la palita de camping y miró al hijo.
—Esperame aquí, enseguida vuelvo.
—No me dejes solo, pa, prefiero ir con vos.
—No. Quedate. Guardá la comida, ordená un poco las cosas o dormí un rato. Vuelvo enseguida; voy para asegurarme de que no queden rastros.
Dio unos pocos pasos y se perdió entre el yuyal. Javier escuchó las pisadas que se alejaban y al rato, los golpes de la pala que, de seguro, su padre estaría usando para borrar las huellas que delataban la proximidad con el muerto.
Estaba por entrar en la carpa cuando oyó voces. Aguzó el oído pero solo escuchaba murmurar, tal vez fueran dos distintas, no estaba seguro, acaso una de ellas fuera la de su padre. Subía el tono, el volumen, como si creciera una discusión pero no alcanzaba a distinguir las palabras porque eran masculladas y pronunciadas con furia en un diálogo que no podía ser otra cosa que una disputa.
Pensó que el padre podía necesitar ayuda y corrió hacia el limpión «del muerto». De pronto se oyó un estampido. Una explosión seca en medio del aire húmedo del cangrejal. Se detuvo, el cuerpo no le daba lugar al corazón que golpeaba y golpeaba. A pesar del miedo se obligó a correr. Llegó al claro entre los juncos y se topó con su padre que estaba parado con el revólver en la mano. No reparó en que todavía salía humo del cañón. Dio un paso más y vio a un hombre tirado junto al muerto retorciéndose en silencio tratando de contener con las manos la sangre que brotaba a borbotones de una herida en el abdomen. Quería hablar pero el dolor no lo dejaba, resoplaba a través de los dientes apretados, como si creyera que la vida se le escapaba por la boca y no por el buraco que tenía en la panza.
El padre se acercó al herido y rebuscó con la punta del borceguí entre los pastos hasta que apartó una pistola. Por la forma en que lo miraba comprendió que estaba considerando la situación para definir sus próximos pasos.
—¿Qué vas a hacer conmigo ahora, eh? —preguntó con un suspiro el otro.
—No sé. Estoy pensando… ¿Por qué volviste?
—No volví, se me había escapado y vine a terminar el trabajo.
—¿Viniste a rematarlo?
—Siempre fui un tipo prolijo.
—Pero tropezaste conmigo…
—Y… sí. Fue la sorpresa, me ganaste por la sorpresa… no pensé…
—¿Que tuviera un arma?
—Sí, eso. No pensé… me ganaste por la sorpresa, no por otra cosa. Ahora estoy listo, ya me queda poco.
—¿Me ibas a matar?
—No sé. Creo que sí, me viste la cara. No podía… —se le cerraron los ojos como si estuviera por dormirse.
—¿Y yo, cómo salgo de esta?
—¿Vos…? ¿Y a mí qué…?
El hombre levantó las cejas, tal vez intentó un encogimiento de hombros para indicar que ese no era su problema. De repente comenzó a sufrir estertores, se le dieron vuelta los ojos y golpeó el aire con las piernas. Abrió la boca como para decir algo pero no pudo articular ni una palabra.
El padre limpió su revólver frotándolo con la tela de la camisa. Se arrodilló junto al muerto tomó su mano derecha y trató de cerrarla sobre la culata. Tuvo que hacer fuerza pero al final lo consiguió. Después apretó el gatillo. Javier dio un salto sorprendido por el estampido.
—¿Estás loco, pa? ¿Le metiste otra bala?
—No, para nada, tiré a errar. Pero así quedan rastros en la mano.
En el aire pesado del humedal quedó flotando una nube de humo blanco y el olor de la pólvora saturó el olfato. Javier miraba al herido mover un brazo como si quisiera señalar algo entre los pastos mientras cerraba los ojos con lentitud entrando de a poco en un sueño de muerte.
—Quedate donde estás, no te muevas —ordenó el padre—. Mirá a tu alrededor y fíjate qué rastros nuestros hay.
Tomó la palita y se dedicó a escarbar cada huella que descubría. La clavaba daba vuelta el terrón y lo deshacía a los golpes. Trabajó sin apuro caminando hacia atrás mirando dónde pisaba y tratando de poner el pie donde ya había una marca. El muchacho sentía la remera empapada. Temblaba dominado por un frío que parecía haberlo calado hasta los huesos mientras aguantaba las náuseas tratando de no vomitar.
Fueron retrocediendo paso a paso alejándose del claro donde yacían los dos cadáveres. Javier quería hacerle mil preguntas a su padre pero sabía que no iba a recibir ninguna respuesta. Llegaron al campamento.
—Tenemos que levantar todo y buscar otro lugar. No podemos quedarnos tan cerca.
Desarmaron la carpa, removieron las cenizas para asegurarse de que no quedaran brasas, limpiaron las huellas y se movieron hasta la orilla, al sitio donde antes habían estado pescando. Buscaron otro claro y pronto lo encontraron a la sombra de unos talas achaparrados.
El hombre observó la otra orilla temiendo que alguien los viera hacer la mudanza. Optó por volver a encarnar y lanzar las líneas para dar un viso de normalidad a los movimientos por si los estuvieran observando.
—Vení, Javi. Atendé las cañas. Dejame a mí que me ocupe de armar todo.
—No, pa, te ayudo.
—No, haceme caso, atendé las líneas, pronto van a empezar a picar.
El muchacho se acercó a los posacañas de hierro redondo comprobando la tensión del nylon y haciendo con cada caña un movimiento como le había enseñado el padre recogiendo despacio para que la carnada pareciera viva y atrajera a los predadores. Pero la excursión de pesca estaba en plena caída dentro de un pozo sin fondo en el que no cabían interés ni curiosidad ni entusiasmo. Javier pensó que tendrían que haberse ido cuando vieron el primer cadáver, llamar al Gitano para que los viniera a buscar y los llevara con la policía del pueblo para hacer una denuncia.
Contempló a unos cormoranes que pasaban haciendo un vuelo a ras del agua, rumbo al estuario batiendo las alas como si supieran hacia dónde querían dirigirse, con determinación, con la estúpida determinación que tienen los animales, las plantas, lo que concierne a la naturaleza, pura pulsión, vivir y crecer y matar para vivir, matar para no morir; sobrevivir en un universo en el que el único sentido lo da el instinto.
Declinaba el sol. El aire iba adquiriendo un fulgor que hacía resplandecer de amarillo el agua, una explosión de brillo sobre la tierra y el río, barcos y casas y montes atrapados en aquella exageración de la luz. Sombras que se alargaban. Pero el muchacho no distinguía el cambio en el ángulo de los rayos del sol, no veía los pájaros que surcaban el cielo sin nubes, chorlos de doble collar, playeros rojizos de pecho moteado, burritos de los pajonales, gaviotas, teros, tordos y mil más, que soltaban trinos, graznidos, chillidos. Un muro lo iba cercando y apartando mientras miraba hacia adentro, hacia las pozas que se habían abierto en su interior.
El hombre salió de entre la maleza. Llegó a la orilla, tomó la caña, la atrajo hacia él arqueando el cuerpo y recogió dando vuelta la manivela del reel Shimano hasta que la línea quedó tirante.
—Si te concentrás cuando estás pescando parece que pudieras ver debajo del agua, alrededor del sitio donde cayó la carnada. Intenta concentrarte Javi, tratá de pensar como una corvina negra que olfatea la carnada.
—¿Tienen olfato?
—No estoy seguro, pero creo que sí.
El muchacho intentó hacer lo que el padre recomendaba. Imaginó una sombra—no pudo precisar la forma— dando vueltas y vueltas alrededor del anzuelo de su aparejo. No quería que tomara el cebo, comprendió que rechazaba la idea de terminar con un ser vivo, no veía cómo obtener placer por su captura, no quería sacarlo del río para que se asfixiara en el aire que él respiraba. Sintió un golpe seco cuando se arqueó la punta de la caña de fibra.
Dio un par de tirones y percibió las sacudidas de un cuerpo vivo en el extremo de la línea. Comenzó a recoger. La caña de fibra se arqueaba tanto que temió que se partiera.
—¡No lo apures! Dejá que se aleje, dale línea y esperá que se canse.
Podía sentir la desesperación, la lucha por liberarse del hierro que lo arrastraba contra lo que mandaba su instinto. ¿Sería el pez capaz de intuir que esa fuerza que lo dominaba lo conducía a la muerte?
La vio boquear y abrir y cerrar las branquias luchando por escapar de la asfixia golpeando con la cola el barro de la orilla mientras la asaltaban las pulgas de agua y las moscas. El padre se acercó, la pisó para inmovilizarla y tomó con firmeza el anzuelo que giró en un sentido y en otro hasta que logró quitarlo. Se volvió hacia el hijo como si preguntara con la mirada por el próximo paso.
—¿A la parrilla o al agua? Es tuya, vos decidís.
—Al agua pa, al agua…
Con la punta del calzado la dio vuelta por el lomo y la empujó hasta el río. La corvina quedó inmóvil durante varios segundos hasta que dio unos golpes con la aleta caudal y se alejó.
Más tarde, cuando se ponía el sol río arriba, el hombre capturó otra pieza que no tuvo la misma suerte y terminó ensartada en un espeto girando sobre las brasas a la espera que la carne blanca alcanzara su punto justo para la cena.
Esa noche fue la peor que Javier pasó en su vida. Larga, interminable, acostado junto al padre que roncaba como si nada hubiera pasado escuchó ruidos, pasos, gruñidos, voces que provenían del entresueño y no le daban tregua. Respiración sin pausa del cangrejal.
Veía a los muertos tirados, el primero casi tocando con la mano izquierda al otro, como si le diera la bienvenida –al mundo negro sin lumbres ni rescoldos–, al otro que lo había seguido hasta ahí para meterle la muerte y terminar tan muerto como él. Los dos en ese frío que el cuerpo sin vida deja calar hasta los tuétanos, con el alma sometida a la descomposición de la carne.
¿Y si no habían limpiado bien las huellas? El tipo había amenazado con dar la muerte al padre y él se había defendido. El asesino había perseguido a su víctima para darle el tiro de gracia. «Me ganaste por la sorpresa», había dicho. Menos mal que a su padre se le dio por llevar la pistola. ¿Andaría siempre armado?
Las noches en duermevela se hacen interminables. No hay manera de apurar el paso de las horas para aquel que no logra conciliar el sueño. La mente se desboca, lo desconocido se vuelve amenazante. Un muchacho no puede con el desvelo en medio de la noche profunda cuando los grandes predadores acechan y menos, mientras se deja ganar por la certeza de que los rostros de cera de los muertos lo perseguirán por siempre hasta el fin de su tiempo; fin que es incapaz de vislumbrar y por ello parecido a una eternidad.
El padre despertó. Se retorció para desentumecerse y bostezó. Salió de la carpa para desperezarse y hacer una serie de flexiones y sentadillas inhalando y exhalando como si todo el aire del mundo no fuera suficiente. Ya estaba la pava sobre la llama del calentador, el mate con la yerba nueva y en una tablita queso y galletas. El muchacho dijo:
—¿Qué vamos a hacer, pa?
—Vamos a pescar, no queda otra, ¿no?
—¿Y si viene otra gente?
—¿Qué gente?
—Pueden venir otros buscando al primero… o al segundo.
—No creo que venga nadie más. Pero si viniera no es nuestro problema. Nosotros vamos a pescar. A eso vinimos, ¿no?
—Me quiero ir, tengo miedo.
—¿Qué dijimos ayer, en qué quedamos?
—Llamá al Gitano y decí que estoy enfermo, que algo me cayó mal.
—Eso, precisamente es lo que no tenemos que hacer.
Fue un día largo para los dos. Se había interpuesto entre el hijo y el padre una barrera y la relación que tenían hasta ese momento era apenas un hilo a punto de cortarse incapaz de soportar el agregado de ningún peso. Esa barrera trajo silencio, distancia y rencor; el rencor: esa nube negra cargada de cuitas y reclamos.
El muchacho se apartó y caminó siguiendo la orilla en dirección a la boca. Vio pasar tres cormoranes río abajo. Pudo oír el soplo del aire que producía el batir de las alas. Entrevió un venado que levantó la cabeza temblando un segundo antes de saltar y desaparecer entre la maleza; se detuvo para observar dos barcos amarillos que iban entrando al puerto lejano, más allá de donde su padre se afanaba con las cañas.
Llegó hasta los restos de una chalupa hecha con tablazón de madera. Alguien la había retenido con una cadena carcomida por el óxido atada a un poste enterrado en el fangal. Estaba desfondada, las tablas descoloridas y agrietadas por años de intemperie, sol y lluvia. Acaso restos del naufragio de la vida de otro que se había atrevido entre los pajonales.
Volvió al campamento vencido por la sed y el hambre. Por la tarde, justo a la hora convenida vino el Gitano a buscarlos.
—¿Y, qué tal? ¿Cómo fue la pesca?
—Regular, una cada uno.
—Bueno, por lo menos no se van con las manos vacías. No sé qué pasa, no se está dando el pique como siempre. Los pesqueros también dicen que tienen problemas. Parece que los cardúmenes están más lejos.
Emprendieron el regreso cuando faltaba poco para que se pusiera el sol. Iban en silencio. Javier, recostado contra la puerta alejando el cuerpo lo más posible de su padre simulaba estar dormido. El hombre lo miraba de reojo cada tanto. Sabía que estaba despierto y quería hablarle para tratar de poner en palabras los sucesos que habían vivido, pero no encontró la forma.
La madre abrió la puerta antes de que pusiera un pie en la vereda, como si hubiera estado esperando que llegara detrás de la ventana desde el mismo instante en que se había ido. El muchacho bajó apurado y corrió a meterse dentro de la casa sin darse vuelta ni para saludar. El hombre miró a la mujer hizo un gesto de adiós levantando la mano puso primera y partió.